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Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: FX ALTRON

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-088-6

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

Había amanecido en brazos de una atractiva desconocida, en una habitación que no le resultaba familiar y con una extraña resaca. Se sentía raro. Como si volviese de una realidad paralela o hubiera estando vagando por un universo alternativo. Desconcertado, trató de recordar la razón de su presencia en un lugar irreconocible y, tras varios intentos infructuosos sin conseguirlo, acabó dándose por vencido.

Escuchó unas voces provenientes del pasillo que sonaban amortiguadas, por lo que dedujo que se encontraba en algún hotel isleño.

No era la primera vez que le ocurría algo parecido.

—¿Qué coño hago aquí? —se preguntó a sí mismo, con todas sus certitudes a punto de colapsar, al tiempo que se masajeaba las sienes con la yema de los dedos. Últimamente su vida había pasado de estar más o menos equilibrada a ser totalmente caótica.

Cuando logró encuadrar a duras penas su mirada desenfocada, consultó la hora en la pantalla de su móvil que reposaba en la mesita de noche y de repente sintió una imperiosa necesidad de beber algo frío y de orinar a chorro. Y no precisamente en ese orden.

Una tenue luz solar penetraba por un resquicio de las cortinas, lo que permitía distinguir el entorno sin demasiadas dificultades. Puso los pies en el suelo, se incorporó ligeramente aturdido y bordeando el lecho se dirigió hacia el cuarto de baño. Caminó con mucho sigilo, evitando en todo momento hacer cualquier ruido que pudiera despertar a su ocasional pareja de cama.

A medida que avanzaba, notó una perturbadora sensación, como si estuviera caminando sobre arenas movedizas.

Al entrar en el lavabo, observó su imagen en el espejo y eso solo consiguió empeorar aún más su ya de por si decaído estado de ánimo. Tenía un aspecto que daba pena, con la cabellera revuelta, una barba incipiente, los ojos rojos inyectados de sangre y unas ojeras acentuadas que se escurrían por sus mejillas de manera imparable. Parecía un auténtico espantapájaros.

Sin duda, había conocido días mejores, aunque en un intento pueril por levantarse la moral, trató de autoconvencerse de que tampoco esta mañana era una de las peores a las que había tenido que enfrentarse a lo largo de su dilatada existencia.

Tuvo que reconocer bien a su pesar que no estaba nada presentable con esa pinta, por lo que cerró la puerta tras de sí y decidió ducharse con agua fría para borrar en la medida de lo posible los signos externos de una noche de lujuria.

Y para terminar de arreglar el atípico despertar, observó con una mueca de fastidio cómo el color amarillo de la orina que expulsaba con evidente alivio era bastante más oscuro de lo aconsejable. «Joder, tal vez debería beber más agua» se dijo para sí, «veamos qué hay por aquí que pueda disimular el estropicio», añadió, buscando en una cestita de mimbre que destacaba en una estantería cercana al lavabo.

Por suerte encontró un cepillo con el que poder peinarse, una maquinilla de afeitar desechable y un pequeño tubo de after shave de aroma indefinido de los que regalan en los hoteles y poco después comprobó satisfecho que volvía a estar listo para enfrentarse al mundo. Bueno, más o menos.

Retornó a la habitación, aún ligeramente somnoliento barrió el dormitorio con la mirada hasta que localizó el mueble bar situado en una esquina de la estancia, buscó a tientas algo con lo que contrarrestar la desagradable sensación de boca pastosa, encontró un botellín de zumo de piña y tras conseguir abrirlo, no sin cierta dificultad, lo bebió de un solo trago. A continuación decidió empezar a poner en marcha sus buenos propósitos de inmediato e ingirió una botella de agua mineral sin apenas respirar.

Acto seguido se vistió con torpeza e incluso en un par de ocasiones estuvo a punto de perder el equilibrio y dar con su cuerpo en tierra.

—Lo siento, tengo que irme, una cita ineludible a la que llego con retraso, por cierto, me llamo Emmanuel —anunció él cuando se percató de que la chica estaba despierta, antes de preguntar—. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—No lo he dicho —respondió la desconocida.

—Ya, bueno, tampoco es que sea imprescindible una presentación formal para acostarte con alguien —opinó él con cara de póquer.

Aunque, obviamente, tampoco era el más indicado para soltar un sermón moralizante a horas tan tempranas.

—Eso mismo pienso yo —corroboró ella.

La joven le observaba sentada con la espalda apoyada contra el cabezal de la cama. Completamente desnuda.

Ofrecía un aspecto provocativamente obsceno y, teniendo en cuenta que permanecía en una pose relajada, Emmanuel pudo entrever que la chica no era precisamente rubia natural como intentaba hacer creer con su melena dorada.

Y que también tenía unos preciosos ojos a juego de color verde esmeralda.

Ella no hizo ademán de cubrirse en ningún momento.

—¿Ha estado bien? —inquirió él, sin apartar la vista de la lasciva exhibición.

—No puedo quejarme —respondió ella con despreocupación.

—En ese caso tendremos que repetir, ¿no te parece? —comentó él.

—No lo creo —dijo ella sin inmutarse.

—¿Y eso? —se interesó Emmanuel, notando de improviso cómo su autoestima se derrumbaba por los suelos.

El alma se le cayó a los pies, porque obviamente eso era algo que no se esperaba.

—Mi avión despega dentro de unas horas —aclaró ella.

—Comprendo, tiene sentido —dijo él mientras respiraba más tranquilo, falsa alarma, por suerte su virilidad no estaba en entredicho—. Pues nada —añadió—, que tengas un buen viaje a donde quiera que vayas.

—Gracias, sabía que eras todo un caballero —agradeció ella, sin disimular el evidente tono irónico en la voz—. Por cierto, soy de Valparaíso, no dudes en llamarme si alguna vez pasas por allí —invitó, aunque la expresión de su semblante expresaba una duda razonable.

Corroborando sus sospechas, cuando fijó la vista en Emmanuel, comprobó que la actitud adoptada por este último dejaba entrever claramente que un reencuentro entre ellos en un futuro cercano sería poco probable.

Y si además la cita debería tener lugar en la ciudad costera del Cono Sur, las posibilidades de volver a verse pasaban de poco probable a del todo imposible.

—Chilena —dijo él—, no sé si te haces a la idea, pero Valpo, como la llamáis vosotros, la Joya del Pacífico, es una urbe populosa, no sabría cómo encontrarte.

—Veo que ya conoces mi ciudad, puedes encontrarme en el hospital Carlos Van Buren —informó ella, especificando a continuación—, trabajo en el departamento de anestesia.

—Anestesista, ahora comprendo. ¿Me has drogado? —inquirió él, notando un escalofrío en la espalda solo de pensarlo, al tiempo que le lanzaba una mirada en la que brillaba la desconfianza más absoluta—. Porque no recuerdo nada, ni siquiera me acuerdo de lo que bebí anoche —reconoció, confuso.

—No me extraña, puse en tu vaso unas gotas de un derivado químico de la burundanga —informó ella con una sonrisa encantadora y sin mostrar signos de arrepentimiento, añadiendo a continuación—. Te diré una cosa.

—No estoy seguro de querer escucharla —dijo él, comenzando a comprender la razón de sus movimientos descoordinados.

Al asombro inicial siguió la incomodidad, Emmanuel no apreciaba las sorpresas que no estuvieran envueltas en papel de regalo y anudadas con un artístico lazo a poder ser de seda.

—Bueno, te lo diré a pesar de todo —insistió ella.

—De acuerdo, te escucho —claudicó él de mala gana, no estaba en disposición de gastar demasiadas energías llevándole la contraria.

—¿No es lo que algunos hombres hacen en las discotecas a las ingenuas jovencitas para poder abusar de ellas? Pues a estas alturas del nuevo milenio, nosotras también tenemos algo que decir al respecto —soltó la chica con una mueca arrogante en el semblante.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? ¿Eres conciente de que no tenías por qué hacerlo? Hubiera venido igualmente si me lo hubieses pedido sin más —le recriminó Emmanuel, tratando a duras penas de dominar su indignación.

—No lo dudo —exclamó la joven chilena pasando por alto la crítica implícita—, he visto tu documento de identidad. Tú si que me has engañado, ¡pero si eres mayor que mi padre! —acusó alterada.

—No debiste hacerlo —comentó él, fingiendo que se sentía ofendido, al tiempo que le lanzaba una mirada colérica.

Porque no nos engañemos, la mayoría de las veces que miramos donde no debemos, la curiosidad suele salir dañada. Obviamente, también es cierto que entre mentiras y medias verdades, esta no era la mejor manera de iniciar una relación duradera.

—Imagino que lo de tener hijos juntos habrá que posponerlo para más tarde —bromeó Emmanuel.

—¿Hijos? Por supuesto, en un futuro lejano pienso tener unos cuantos —confesó ella—. De momento los he dejado en depósito —añadió.

—No te sigo.

—Los tengo congelados en el laboratorio de una clínica de fertilidad especializada en el tema —aclaró ella.

—¿No te molesta que estén pasando frío?

—Muy gracioso.

Sus miradas se cruzaron, fue solo un instante y a continuación ambos estallaron en una ruidosa carcajada. Cosas de Ibiza.

Él saludó con la mano, se dirigió hacía la puerta y abandonó la habitación dando un portazo. No hubo ni besos ni abrazos. Tampoco es que la joven esperara una despedida demasiado efusiva regada de lágrimas. ¿Remordimientos de conciencia? ¿Estás de broma? ¿De qué diablos estamos hablando?

Emmanuel no veía motivos para ponerse melancólico, a lo hecho pecho, solo quedaba aceptarlo y pasar página.

Descendió cuidadosamente por las escaleras tratando de no perder el equilibrio y al llegar a la planta baja descubrió que se encontraba en el hall de un hotel boutique situado en la península de Porroig, a un tiro de piedra de la playa de Jondal.

Escuchó una voz a sus espaldas.

—Señor, debo informarle de que algunos clientes se han quejado de los gritos y suspiros provenientes de su habitación —informó una joven parapetada detrás del mostrador de recepción.

—Lo siento, no sabía que la señorita fuese tan escandalosa —se disculpó él.

Una situación incómoda que, sin embargo, dio paso a otra aún más embarazosa cuando la joven recepcionista añadió:

—No, me refiero a SUS gritos —precisó ella, lanzándole una mirada acusadora.

—¿Lo dice en serio? —balbuceó él.

—No tengo por qué mentirle —aseguró la chica, tratando de mantener la compostura en todo momento mientras disimulaba una sonrisa irónica.

—Créame que me siento abochornado, no volverá a suceder —logró articular Emmanuel, haciendo un gesto resignado con las manos.

Abandonó el hotel cabizbajo. Ya se sabe que la vergüenza suele caminar con la mirada baja.

Tuvo que parpadear varias veces cuando al salir al exterior del establecimiento hotelero el sol le abofeteó en la cara. Nunca falla, tras una noche movidita, al poner un pie en la calle a la mañana siguiente, el astro rey no te acaricia. Te suelta un sopapo para darte los buenos días.

—¿En serio? —se preguntó Emmanuel abrumado—. ¿Qué tipo de juegos eróticos habrá practicado conmigo la joven chilena para hacerme gritar como un poseso? ¿Qué me habrá hecho? Y lo que es aún mucho más inquietante: ¿qué me habrá obligado a hacer? En todo caso, espero que no haya filmado lo ocurrido y mañana las imágenes estén colgadas en todas las redes sociales.

A punto estuvo de dar media vuelta para preguntárselo. Sin embargo, tras un corto instante de duda, decidió continuar su camino. Hay situaciones inesperadas en la vida de todo seductor incorregible en las que es preferible correr un tupido velo.

Una cosa quedaba clara y es que él sabía escoger a sus parejas de cama, poseía un innato sexto sentido o un don especial para descubrir con una sola mirada a las más perversas de la fiesta. O puede que fuera al revés y fuesen ellas las que le eligiesen a él.

Emmanuel no era de los que cazan a sus presas en jauría como hacen los chacales, los coyotes o las hienas. Igual que actúan los tigres, él se cobraba a sus capturas siempre en solitario.

Con el paso de los años había depurado su técnica depredadora hasta límites insospechados, jamás mostraba interés directo por ellas hasta estar seguro de haber despertado su curiosidad.

¿Por qué será que cuanto más bellas son las mujeres más se sienten atraídas por tipos malos que apenas les prestan atención? Otra incógnita de la mente femenina para la que los hombres jamás tendrán una respuesta mínimamente satisfactoria.

Ya hacía bastante tiempo que Emmanuel había aprendido a atarse los zapatos él solito, sin necesidad de ayuda, también a tomar sus propias decisiones y, sin embargo, ¿cómo había permitido que le engañaran de una manera tan burda?

Se sintió estúpido.

Él no era precisamente de los que levantan el dedo al aire para comprobar que el viento sopla a favor, más bien era de los que se dejan guiar por sus impulsos y que a partir de ahí, que sea lo que Dios quiera. No obstante, se dijo que en el futuro tendría que prestar más atención al entorno y mantenerse en un estado de perpetua alerta. Porque como diría Nelson DeMille, «Si tienes la cabeza metida en el culo, cuatro de tus cinco sentidos dejan de ser operativos».

Había oído hablar de que últimamente muchas jóvenes asiduas a bares y discotecas llevaban en el bolso algunos condones femeninos, no solo para mantener relaciones sexuales, que también, sino para ajustarlos y tapar el vaso, evitando con ello la posibilidad de que los buitres nocturnos al acecho vertieran cualquier tipo de drogas en sus bebidas.

De esta manera se lo ponían mucho más complicado a los violadores en potencia.

—Y yo sin darme cuenta —musitó entre dientes, dejando entrever una sonrisa resignada.

Tuvo que reconocer que, pese a todo, era un tipo optimista, con más de siete décadas a sus espaldas todavía esperaba encontrar a su alma gemela y mientras tanto se dejaba querer, aunque también es verdad que últimamente los típicos rituales para iniciar los cortejos se le hacían cada vez más cuesta arriba.

Connotaciones éticas aparte, las nuevas reglas de juego en el terreno amoroso le tenían descolocado, no le costaba aceptar que estaba bastante perdido. Hoy en día, ¿dónde acaba el comportamiento aceptable y dónde empieza la conducta inadecuada? ¿Está permitido sonreír a una chica en el ascensor sin que ello se considere acoso? Un halago inofensivo en la barra del bar a una bella desconocida ¿es razón suficiente para merecer un castigo? Y si, además, la desconocida es fea de solemnidad, ¿el juez puede considerarlo un agravante e imponerte una doble condena? Preguntas para las que, de momento, no había logrado encontrar respuestas más o menos convincentes.

Los tiempos estaban cambiando a marchas forzadas y por desgracia los guardianes de la nueva moral pertenecían sin lugar a dudas a ese nutrido grupo de envidiosos, resentidos y rencorosos que, como no follan en su casa, tienen que ir jodiendo al resto de la humanidad fuera de ella.

Esos millones de matrimonios condenados al fracaso que comparten lecho nupcial al tiempo que angustia existencial y que después de tantos años de monótona convivencia las pocas veces que follan lo hacen con desgana.

Emmanuel, por supuesto, no pertenecía a este deprimente club de perdedores.

Él distinguía grosso modo dos categorías de tíos: los que salen de noche para socializar y los que salen a cualquier hora del día para follar, los primeros intercambian opiniones que rara vez llegan a alguna parte y los segundos fluidos corporales que te dejan el cuerpo y la mente como nuevos.

Emmanuel, como buen seguidor de las enseñanzas de Epicuro de Samos, consideraba que la felicidad consiste en vivir en estado de continuo placer, por esta razón su apetito pantagruélico no se limitaba únicamente a la comida, sino que abarcaba todo un conjunto de placeres terrenales tales como:

—Amar a las mujeres, siempre que fuesen atractivas.

—Reír con los amigos, siempre que fuesen divertidos.

—Cantar hasta quedarse ronco.

—Bailar hasta caer rendido.

—Beber en buena compañía hasta perder el conocimiento.

—Viajar a destinos desconocidos en busca de nuevas y excitantes experiencias.

—Celebrar cualquier cosa que merezca ser celebrada.

—E ir al baño con regularidad helvética para encontrarse consigo mismo mientras defecaba alegremente con una expresión de auténtico alivio en el semblante.

Obviamente, su dilatada experiencia y su falta de prejuicios jugaban a su favor.

Paseaba por la vida con espíritu adolescente negándose a envejecer antes de tiempo y dando rienda suelta a sus fantasías a la vez que continuaba abonado a una permanente conducta sexual desenfrenada.

Cuando los celosos de turno le afeaban sus hábitos libertinos y sus múltiples excesos, él siempre se defendía alegando que le encantaba coquetear, porque, vamos a ver, lo que es mucho para algunos puede ser poco para otros o incluso apenas nada para una elitista minoría. «Empezaré a preocuparme cuando mi polla ondee a media asta» solía responder a los reproches envidiosos.

Aunque también es verdad que, por suerte, todo hay que decirlo, la inestimable ayuda de su Ángel de la Guarda mitigaba los riesgos que implica vivir cotidianamente al borde del precipicio.

Encontró su llamativo jeep Wrangler de color rojo estacionado delante de la puerta del establecimiento y supuso que fue su pareja ocasional la que había conducido hasta aquí la noche anterior. Las llaves de contacto estaban puestas, solo tuvo que dar un ligero giro y el potente motor arrancó de inmediato.

El cielo era de un azul intenso y la temperatura ambiental rondaba los veinte y cuatro grados centígrados. Un día perfecto para conducir.

Encendió la radio, que permanecía sintonizada en la emisora Ibiza Global Radio. Por suerte, a estas horas de la mañana los temas musicales que pinchaba el DJ de turno eran melodiosos, actuales pero melodiosos, dejando claro con ello que estabas en la isla más musical del planeta tierra.

Todo iba sobre ruedas, nunca mejor dicho, cuando de improviso, al abandonar la autovía en el desvío que le llevaría a su destino se topó con un atasco inesperado.

—¿Qué diablos estará pasando? —se preguntó inquieto.

No le quedó más remedio que poner al mal tiempo buena cara.

La fila de vehículos avanzaba a paso de tortuga y cuando por fin alcanzó la rotonda de Pachá, comprobó que el camión de reparto de una conocida marca de refrescos había volcado parte de su carga. Una gran cantidad de botellas, algunas de ellas rotas, alfombraban el pavimento, al tiempo que varios miembros de la Guardia Civil de Tráfico se esforzaban por despejar uno de los dos carriles para que los coches pudieran circular.

Minutos más tarde se internó en el paseo Juan Carlos I, pasó por delante del Gran Hotel, del Casino y de la discoteca Heart. Entonces, por uno de esos milagros que se dan en contadas ocasiones, encontró un sitio libre en el que pudo aparcar el jeep a pocos metros de la entrada del puerto deportivo.

Se detuvo un instante en el supermercado situado a la entrada de la Marina Ibiza para comprar la prensa del día. Adquirió un ejemplar del Diario de Ibiza y otro del Periódico de Ibiza y Formentera, porque últimamente solo prestaba atención a las noticias locales.

Cuando levantó la vista de la portada de los rotativos, se percató de que dos imberbes preadolescentes con acné le observaban con una mueca de conmiseración mezclada con un toque de desprecio. Para unos chicos nativos digitales, leer cualquier información en soporte de papel formaba parte de la edad de piedra, por lo que catalogaron de inmediato a Emmanuel como un auténtico troglodita. Él les lanzó una mirada feroz acompañada de un rugido salvaje y los dos mocosos huyeron a la carrera sin pensárselo dos veces.

Emmanuel avanzó por el muelle admirando los imponentes yates que permanecían atracados, meciéndose al viento de levante. Dejó a su derecha la entrada del local de ocio nocturno Lío y puso rumbo a la cafetería Cappuccino donde había concertado la cita con uno de sus adinerados clientes.

Al entrar en la misma, vislumbró en la terraza exterior varias mesas que permanecían desocupadas. Se instaló en una de ellas y cuando el camarero vino a tomarle el pedido, decidió tirar la casa por la ventana y pidió un desayuno completo a base de un vaso de zumo de naranja, huevos revueltos, diferentes panecillos, mantequilla, miel y mermeladas. Sin olvidar el café recién molido cuyo aroma invadía hasta el último rincón del establecimiento.

A pesar de la proximidad del mar, en la terraza hacía un calor apenas soportable, de hecho muchos clientes disfrutaban de sus consumiciones instalados en el interior del local, donde el aire acondicionado mantenía una temperatura más llevadera.

En una mesa cercana dos parejas de italianos se levantaron, seguramente con la intención de embarcar en su yate en una corta travesía que les llevaría hasta la cercana isla de Formentera. Para la gran mayoría de los propietarios de barcos eso formaba parte de un ritual cotidiano.

Por supuesto, habrían tenido que pelearse a cara de perro para conseguir reservar a precio de oro una mesa al borde del mar en chiringuitos como los de Juan y Andrea, El Pirata o es Moli de sa Sal. Auténticas instituciones playeras con varias décadas de éxitos continuados a sus espaldas.

Los cuatro iban elegantemente vestidos y los cuatro exhalaban aromas de perfumes exclusivos. «Milaneses, empresarios de la moda» pensó Emmanuel para sus adentros.

En otra mesa, dos jóvenes enamorados, posiblemente en viaje de novios, se lanzaba miradas embelesadas. Él debía de estar comentando algo gracioso porque ella mostraba una sonrisa cómplice al tiempo que asentía con un coqueto gesto de cabeza.

Y un par de mesas más lejos, otra pareja de mediana edad mantenía una animada conversación. Se notaba una complicidad entre ambos fruto de años de convivencia. Saltaba a la vista que hacía bastante tiempo que habían alcanzado ese punto de intimidad en el que dejaban la puerta del baño abierta cuando iban a hacer pis y en el que en la colada mezclaban sin complejos los calzoncillos de él con las braguitas de ella.

El resto de la clientela cosmopolita se componía de algunos alemanes de panza cervecera con sus familias y otros parroquianos de diferentes nacionalidades que hablaban en varios idiomas, algunos de los cuales resultaba complicado reconocer. En pocas palabras, el ambiente cosmopolita que se espera de Ibiza en verano.

Entonces un peculiar trío penetró en la terraza y se dirigió directamente a la mesa contigua a la suya situada a su izquierda. Se trataba de dos tipos musculosos, sin duda debido a las interminables sesiones de castigo en el gimnasio, ambos rondaban la treintena e iban cargados de cadenas, pulseras y anillos de oro, así como pequeños diamantes insertados en los lóbulos de las orejas. Sin lugar a dudas, habían desvalijado las minas del rey Salomón.

En cuanto al tercero, eso ya eran palabras mayores. Harina de otro costal. Su sola presencia intimidaba. Un metro noventa y cinco de estatura como mínimo y no menos de ciento treinta kilos de peso, con las orejas y la nariz chafadas típicas de boxeadores con muchos asaltos a sus espaldas. Tenía una cabeza enorme que no desentonaría en medio de las estatuas monolíticas de la isla de Pascua. Los Moai, en idioma rapanui.

El tipo podría competir sin esfuerzo en la categoría de los pesos pesados hasta con una mano atada a la espalda. Mirada torva de mala persona o de asesino despiadado y los brazos hiperdesarrollados adornados por tatuajes carcelarios. Mal cliente, mejor no enfrentarse con él a menos de estar armado hasta los dientes y permanecer a una distancia prudencial.

En su documentación seguro que figuraba la dirección de cualquier establecimiento penitenciario, o así tendría que ser, teniendo en cuenta que es allí donde debía pasar la mayor parte de su existencia.

El orangután se plantó en frente de Emmanuel sopesando con una mirada experta si podría representar cualquier peligro para sus protegidos. Por su parte, Emmanuel le ignoró por completo y el gorila dio el visto bueno a los enjoyados maromos para que se sentasen a la mesa al tiempo que él también tomaba asiento dándole la espalda.

Pero cuando el guardaespaldas se agachó para sentarse, Emmanuel pudo entrever la culata de una pistola de gran calibre que el tipo llevaba oculta a la altura de los riñones. «Vaya, una Glock, las cosas mejoran por momentos» pensó para sí.

Si los tres angelitos conversaban a gritos en el idioma de los zares y llevaban tatuajes típicos de las mafias rusas, era fácil deducir que viajaban por el mundo con pasaportes de la Unión Soviética.

A Emmanuel, la presencia de los recién llegados le incomodó sobremanera, pero tampoco era razón suficiente para abandonar el opíparo desayuno que se estaba metiendo entre pecho y espalda.

Hizo de tripas corazón.

«Joder, como han cambiado las cosas desde que puse los pies en la isla por primera vez» pensó con un atisbo de melancolía.

Rememoró su llegada a Ibiza procedente de París. Mayo del año mil novecientos sesenta y ocho.

En la capital francesa, disturbios, barricadas, cargas policiales y sexo libre para dar y tomar, nunca mejor dicho, en cualquier esquina de la Universidad de la Sorbona. La Revolución. Lemas, consignas y eslóganes.

«Debajo de los adoquines está la playa», ¿en serio?, cuanta demagogia barata. Si lo que buscas es una playa, no arranques adoquines en París, acércate a la orilla del mar más cercano o más lejano según tus gustos o posibilidades.

Y eso es lo que él hizo.

Cerró con llave la puerta de su estudio situado al inicio de la Avenida de la Grande Armée, con vistas privilegiadas al Arco del Triunfo parisino, depositó su descapotable MGB en un garaje de confianza y esa misma noche partió desde la Gare d’ Austerlitz en el tren nocturno que le dejó a la mañana siguiente en la estación de Francia en Barcelona.

Al salir de la misma, se dio de bruces con una ciudad sucia, muy sucia, aunque con el encanto canalla de las urbes portuarias.

Deambuló por las Ramblas y por las apestosas callejuelas adyacentes que conformaban el barrio chino, en el que numerosas putas a cual más oronda, por no decir gordas de solemnidad, ocupaban las estrechas aceras exhibiendo sin complejos sus lorzas y michelines, pero que a pesar de ello aun lograban captar clientes que pagaban por acostarse con ellas.

Un espectáculo a todas luces deprimente.

Cuando emprendía una retirada táctica, un cojo de pata de palo, tal cual, como un fantasma salido de alguna película de piratas de bajo presupuesto, pasó a su lado corriendo, es un decir, perseguido por una pareja de policías vestidos de gris.

Como no podía ser de otra manera, no tardaron en darle alcance y de un certero y sin duda doloroso culatazo con un fusil que debía pesar más de la cuenta, tumbaron al lisiado sin más. Una patada en la barbilla ahogó los lamentos del desgraciado antes de que se lo llevaran a rastras obviando miramientos.

—Creo que ya tengo más que suficiente por hoy —se dijo para sí—, tampoco es cuestión de abusar del tipismo ibérico en mi primer día en España.

Dirigió sus pasos al puerto y esperó pacientemente a que llegara la hora de embarcar en un cascarón al que llamaban barco que le llevaría a su destino.

De la travesía nocturna mejor no hablar, a uno de los pasajeros le dio por vomitar en medio de la sala en la que se encontraba el bar. La reacción en cadena no se hizo esperar y en un instante la atmósfera del lugar se volvió irrespirable. Total, que efectuó el resto de la travesía sentado en el suelo de la cubierta de proa respirando a pleno pulmón la brisa nocturna del mar Mediterráneo.

Al rayar el alba, tuvieron que esperar un buen rato frente a la bocana a que diesen las siete de la mañana y recibir la autorización del práctico para entrar a puerto. Entonces ocurrió algo excepcional, impactante y digno de recordar. Primero fueron las barcas de pesca, algunas fondeadas y otras descansando directamente en tierra con los pescadores remendando sus redes, después la visión de las casitas encaladas que trepaban por la ciudad vieja. Permaneció fascinado.

La conmoción que experimentó al divisar por primera vez la silueta de las ruinas del castillo y la torre de la catedral coronando la estructura rocosa fue de las que quedan grabadas para siempre en la memoria. Una imagen que con el paso del tiempo pasaría a ser una de las señas de identidad de la isla.

Fue en ese preciso momento, al pisar por primera vez tierra en el muelle del puerto de Ibiza, cuando supo sin lugar a dudas que había encontrado su lugar en la tierra. Algo trascendental para el resto de su existencia. Era el 19 de mayo del año 1968, un día difícil de olvidar, la fecha en la que comenzó su nueva vida.

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9788413860886
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