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© Fernando Cruz

Caña Moral

Primera edición de 300 ejemplares septiembre 2020

Editor de colección: Rodrigo Peralta

Diseño y diagramación: Ediciones Filacteria

Diseño de portada: Ediciones Filacteria

Fotografía portada: Registro del autor

Fotografias de autor: Carolina Brown

Corrección de estilo: Francisco Marín Naritelli

Reg. Prop. Int. Nº: 2020-A-4188

ISBN: 9789569896361

E-mail: contacto@edicionesfilacteria.cl

Web: www.edicionesfilacteria.cl

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Contacto del autor: @fndocruz

Ediciones Filacteria SpA / Santiago / Chile

Writers need to hide in bourgeois life like ticks need to hide in an animal’s fur: the deeper they’re buried the better. Rachel Cusk, “Outline”


1.1. Pablo está desangrándose en el suelo. Detrás de su nuca hay un charco azulado, iluminado por el letrero de una marca de vodka. La gente pasa lentamente por nuestros costados sin dejar de mirarlo. La música electrónica se acelera. La sangre alcanza el borde de un vaso plástico aplastado por las pisadas. No hay guardias. Nadie se acerca notificando sus estudios de medicina. Bianchi le grita a su teléfono. Schmidt estira los brazos, en cuclillas, protegiendo el cuerpo. Infante se toma la frente y contempla la escena. No veo a Valdés. Tampoco veo paramédicos. Hace calor. La tierra parece estar secando o absorbiendo una parte de la sangre. No puedo evitar bailar. Siento una calidez en el pecho, parecida al alivio. Valdés aparece y me pone una mano en un hombro. No lo miro. La música estalla con martillazos frenéticos y se autodestruye para volver a comenzar.

1.2. Hace pocas horas se las mostré, perfectas, dentro de una bolsa ziploc transparente. Seis granadas de mano rojas, una para cada uno. Despegué el abre fácil y se las pasé a Schmidt. Sin quitarles la vista, Bianchi nos decía que la fiesta era el contexto ideal para «darse la torta»: anular el espanto y probar, sin miedo, los límites del cuerpo. «Una fiesta perfecta sin chulas drogadictas ni mafiosos en el VIP», dijo Bianchi, orgulloso. ¿Chulas drogadictas?, preguntó Schmidt, sorprendido. No era una pose. Fue una pregunta auténtica, articulada a tal velocidad que no hizo más que agregar una entonación interrogativa. Bianchi le pidió que no se hiciera el tonto. No necesitaba fingir que no pertenecía a ese mundo, a nuestro mundo. Nos había acompañado decenas de veces a fiestas parecidas, por lo que era imposible que no las hubiese visto. Schmidt tomó un sorbo de piscola y lo miró, impasible, esperando una respuesta. Las chulas drogadictas, continuó Bianchi, falsamente molesto, eran minas bien ricas, súper ricas. Objetivamente ricas. A él le encantaban las chulas drogadictas, reconoció, y si no tuviese que cuidar su imagen, su reputación, iría con todo por una chula. Con todo, repitió. El problema de las chulas es justamente la etiqueta: son chulas. Pueden venir de cualquier parte, dijo Bianchi, de regiones, Maipú o el centro. No importaba. Se veían y hablaban como chulas. Agarraban como chulas. Incluso tomaban como chulas. Schmidt, desorientado, le preguntó cómo podía identificarlas si en esas fiestas todos se veían más o menos igual. Nadie, al menos en la superficie, se preocupaba por el origen social de los demás porque, según él, todos iban a lo mismo: drogarse y pasar piola. «Obvio que te dai cuenta, hueón», dijo Bianchi, divertido. «Son las únicas minas que muestran todo, hueón, muestran teta, culo, guata, tatuajes, todo, hueón». Además, continuó, siempre andan con tipos tatuados de camisa abierta, musculosos o al menos marcados. Microtraficantes, aseguró, que normalmente se pueden encontrar jalando en los baños, a veces encerrados en un cubículo con su chula. Jamás toman pastillas: siempre jalan, y eso explicaría su presencia en el VIP: ellos son quienes abastecen esas fiestas. Entran, venden las pastillas y llevan los jales para ellos. Ellos jalan, dijo Bianchi con tono de estar enseñando matemática básica a un niño con problemas de aprendizaje, porque es algo de su clase social. Jalar es flaite. Es indecente. Es sorberse los mocos y gruñir, frotándose el tabique. El jale tiene un estigma social, tiene una marca de clase social, concluyó. Mientras lo escuchaba, Schmidt tomó la bolsa y la puso con cuidado en una de sus palmas, sin apretarla. Apenas Bianchi terminó de hablar, me preguntó si las había googleado. Existen páginas en donde se describen los efectos primarios y secundarios de cada pastilla de acuerdo con el color y la forma, explicó. Sacó tres y se las puso en la palma izquierda. Las miró con la misma fascinación con la que algunos contemplan a sus guaguas dormir la siesta. Se sentía una brisa tibia, casi caliente, que se mezclaba con el olor a grasa vieja de la parrilla recién encendida. Schmidt tenía su piscola en la axila derecha, levemente inclinada. «Veamos que dice el guatón Google», dijo, bajando el antebrazo con cuidado, como si fuese el primer prototipo de un brazo robótico. Metió la mitad de sus dedos en el bolsillo, forcejeando para entrar e inclinando el torso hacia atrás para proteger el contenido del vaso. Sin embargo, la piscola se comenzó a derramar igual. Primero fue un poco, unos pequeños saltos del líquido sobre el pasto. Porfiado, siguió intentando liberar el teléfono apretado contra sus jeans grises con esos dedos tiesos como palillos, hasta que el combinado empezó a derramarse en flujos continuos, ininterrumpidos. Con un movimiento reflejo, llevó violentamente su mano izquierda hacia el vaso; la misma mano abierta y horizontal que tenía las pastillas. Los tres gritamos, escandalizados, mientras salían volando a lugares desconocidos del pasto.

1.3. «Mi viejo se está muriendo, hueón», me dijo Bianchi mientras gateábamos por el pasto con los celulares en función linterna. Su papá llevaba tres semanas grave, internado en una clínica. Era previsible. Su cáncer estaba en fase IV y el diagnóstico fue de pocos meses de vida. Se está muriendo, repitió, y él no estaba allá porque no podía. No tenía ningún impedimento físico, como era obvio. Podía estar. Podía aparecer. Se imaginaba entrando a la Alemana, acercándose a los sillones atestados de parientes. Niños jugando con los teléfonos de sus papás, viejos jubilados tomando Nescafé de máquina y hablando de los sueldos de gerente de sus hijos mayores. El problema es que no podía estar. Se apuró en aclarar que no estaba tratando de justificarse. Los hechos eran evidentes: su papá se estaba muriendo en una clínica y él estaba carreteando all-in. Se incorporó hasta quedar en cuclillas y encendió un tabaco previamente enrolado. Todos sabían que se iba a morir por estos días, dijo. Todos. Hace rato que lo desahuciaron. ¿Por qué no se ha muerto?, quise preguntarle, pero no alcancé a decirlo: reconoció que su familia había elegido la respiración artificial y los cuidados paliativos. Él quería morirse hace rato, dijo, pero los demás no lo dejaban. «El problema es lo típico: hay gente que simplemente no puede dejar ir», aseguró, despejando con una mano el humo que salía de su boca. Después me advirtió, en cuatro patas y con el cigarro entre los labios, que no quería enterarse que yo andaba contando la agonía de su papá como una historia con moraleja. Según él, tengo la tendencia a robar anécdotas y deformarlas para jotear minas, ganar discusiones o quedar bien. No quería que esa historia, su historia, quedara convertida en el cuento del insensible que prefirió carretear, estar con los amigos y fumar caño antes que estar con su papá la noche en que se murió. El viejo no se iba a morir esta noche, aseguró. Le quedaban más días, más horas, aunque eso no importaba. No iban a hablar nunca más, dijo Bianchi, porque el viejo ya no estaba para tener conversaciones. Con suerte articulaba dos o tres palabras monosilábicas antes de ahogarse y volver al mutismo impotente que le obligaban las máquinas. Su papá era un emulador de vida humana, un símbolo de un sistema que apenas sobrevive. Bianchi gateó hasta mi posición y me mostró un chat en su teléfono: su hermana le escribía desde la clínica. Allá estaban sus tíos, primos y otros familiares cercanos. «Allá están las pirañas, hueón», dijo Bianchi, tratando de decidir si lo que tenía en las yemas de sus dedos era caca de perro o tierra. «Oliendo sangre, cachando lo que le pueden sacar al viejo». En todas las familias hay gente así, aseguró. Manuel, el hermano menor de su papá, le debía catorce millones, pero estaba en la clínica, cara de raja, buscando que le perdonaran la deuda. Había llevado a su hija y nietos, que seguramente estaban gritando, llorando, pegando mocos en los sillones. La hermana de Bianchi llevaba días insistiéndole que tenía la obligación de despedirse de su papá. Era la última oportunidad de decirle con palabras lo que ambos se habían gritado por más de treinta años y quizás hacer un cierre. Él, aunque fuese el hijo, ahora era un adulto, y se había convertido en el responsable final de terminar con décadas de mala onda. Bianchi no entendía por qué era obligatorio. La relación con su viejo no funcionó. Punto. Para su hermana, la situación era un ahora o nunca. Para él, hace años que era lo último. Ahora el viejo era un cyborg, una vida que apenas se colaba a través de máquinas y sondas. El conflicto estaba cerrado por causas naturales.

1.4. «¿Y ahora cómo vamos a estar “derretidos”?», se burló Valdés casi gritando, iluminando el pasto con una linterna para emergencias que encontró en la cocina. Por qué se nos ocurría decir derretidos, insistió, en vez de drogados, volados, pasados o tostados. Derretidos, derretidísimos, como si la pastilla fuese un chicle que se pega en el paladar y baja, lento pero eficiente, hasta los intestinos. Era curioso, dijo después de esperar que Bianchi se acercara tanto a los parlantes que no era factible que lo escuchara, que nosotros, ejecutivos de alto rendimiento, usáramos un lenguaje tan tierno para referirnos a las drogas ilegales que nos metíamos en el cuerpo. Parecía que estuviésemos hablando de un masticable de manzana (su favorito). Él, en cambio, iba a estar volado o drogado, sin duda. Como siempre se ha dicho.

1.4.1. Schmidt volvió solo y con una piscola en la mano. Trató de buscar con nosotros, en cuclillas, pero Bianchi se lo impidió por miedo a que las pisara. Valdés siguió iluminando y yo me senté en el pasto. Schmidt no salía hace meses y lo necesitaba. Sentía cómo su cuerpo se lo estaba exigiendo, sentía cómo presionaba por estar en esa situación. Hizo castañear los hielos de su vaso y sus ojos claros brillaron como sonriendo. La paternidad era por lejos lo más demandante que había hecho en su vida, siguió, y más aún en estos tiempos. Ahora realmente se espera que hagas algo, no sólo financiar la casa y establecer reglas. Él creció como el cuarto de cinco hermanos, dos mujeres y tres hombres, y jamás vio a su papá hacer algo. Sus hermanas mayores ayudaban; aunque, por supuesto, tenían nanas puertas adentro y afuera. Ahora se espera que los papás laven, cambien, limpien. Para su papá, cambiarle los pañales a uno de sus hijos era un hecho de otra realidad, un mundo en el que él podía ser un satélite que espiaba a las mujeres y guardaba, en un disco duro de capacidad muy limitada, evidencia de una extraña forma de vida. Los viejos buenos tiempos, dijo Schmidt, donde los viejos salían, se perdían todo un fin de semana y se dedicaban a tomar, fumar y desarrollar enfermedades venéreas, y después, al regresar, jamás dar una excusa. Al revés: pedir explicaciones y golpear la mesa, indignados por lo que se hizo y lo que no se hizo en su ausencia. «¡Esa es la hueá, hueón!», dijo Bianchi, contento y en cuatro patas. «Caños, hueveo, copete, lo de siempre, el hueveo de siempre».

1.4.1.1. Schmidt y Valdés comenzaron a probar las funciones de la linterna. Encendieron la radio y una luz intermitente. También una luz roja y una LED excesivamente blanca que parpadeaba, pero no consiguieron regresar a la función tradicional de la linterna.Volví a gatear con la luz de mi teléfono encendida. El pasto estaba un poco húmedo y despedía un olor decadente. Encontré una pastilla y grité. Bianchi se acercó, feliz, sudando. Las otras dos debían estar por ahí, cerca, era improbable que hubiesen saltado lejos. Su hermana seguía mandando mensajes y audios, dijo. Le insistía cada diez minutos que bajara a la clínica. Sus familiares estaban preguntando por qué él no estaba ahí y ella no sabía qué excusa inventar. La verdad era inconfesable; era una herramienta que ellos podían usar sin escrúpulos en el futuro. Le podían echar en cara que él no estuvo esa noche en la que todos estuvieron, en la que todos velaron la agonía del viejo. Casi que quería que eso pasara, que se muriera y ellos se lo tiraran encima para sacárselo de un golpe: patéticos, canallas, ratas. Bianchi quería estar con nosotros. Huevear, hablar, fumar, tomar, escuchar música. Bajar la guardia un rato. Engañarse y creer que la presión no existía, que nadie le estaba exigiendo una contraprestación. Nada existía: la pega, la familia, la ex. Su papá ya casi no existía y él lo notaba. Se llevaban pésimo. No se entendían y pensaban lo contrario en casi todo. Él tenía plata y poder, y ningún criterio que le impidiera ejercerlo sobre su familia. Pero estaba casi muerto y esa fuerza se desvanecía. Ya no sentía esa garra que lo obligaba a aparecer, aunque no quisiera, y tolerar a sus tíos y primos, siendo testigo de cómo le «chupaban el pico» al viejo para sacarle invitaciones y préstamos. Bianchi va a heredar bastante, pero es como si no heredara nada. «Con la Paula nos vamos a tener que encargar de todas las hueás que hay que encargarse cuando se muere tu viejo y está separado y nunca se volvió a casar», dijo, mientras acercaba la luz a las zonas en que el pasto cedía y se podían ver la tierra y las raíces. «Era un imbécil insoportable que va a dejar un cerro de plata pero ninguna instrucción, nada, sobre lo que pasa justo después de que el hueón se muere: qué hacer con el cuerpo, cementerio, cremación, ceremonia, todas esas mierdas».

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9789569896361
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