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Читать книгу: «El evangelista»

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Índice de contenido

Introducción

El evangelista

I. —Sí, hasta mañana

II. Precisamente por lo turbio

III. Y en el comedorcito de la vivienda

IV. A él, despacháronlo

V. A pesar de haberla habitado

VI. Los sucesos precipitáronse

VII. Sacudido hasta la medula

VIII. Y en una de las dos samaritanas

IX. De entonces databa el derrumbe

X. En el desierto sin término

XI. Tan absoluto fue el cambio

XII. Aquello no sería nada

XIII. Cuando volvió la cara

XIV. Y sucedió que al ajustar

XV. Precisamente aquella noche

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INTRODUCCIÓN

FEDERICO GAMBOA (1864-1939), QUIEN NACIÓ Y MURIÓ EN LA CIUDAD DE MÉXICO, INICIÓ Y TERMINÓ SU CARRERA DE escritor con novelas cortas. Se dio a conocer antes de cumplir los 24 años con Del natural (1888), una colección de cinco novelitas: "El mechero de gas", "La excursionista", "Uno de tantos", "El primer caso" y "Vendía cerillos". El libro fue editado en Guatemala, donde el joven escritor vivía en calidad de Secretario de la legación mexicana en aquel país. Gamboa, que debe buena parte de su fama a la novela Santa, estudió jurisprudencia y desde muy joven fue miembro del servicio exterior. La mayoría de su obra literaria son novelas, como Apariencias (1882), Suprema ley (1895), Metamorfosis (1899), la ya mencionada Santa (1903), Reconquista (1908) y La llaga (1912); amén de obras de teatro de alto contenido social, La última campaña (1894) y La venganza de la gleba (1904), sin olvidar una copiosa obra periodística, que lo convirtieron en uno de los principales cultivadores del realismo en México. Gamboa pasó muchos años en el extranjero, principalmente en América del Sur, donde escribió casi toda su obra, en la que nunca dejó de referirse a su patria. Al igual que muchos de nuestros ilustres literatos de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX -Manuel Payno y Amado Ñervo para sólo citar un par de ejemplos- Federico Gamboa tuvo la oportunidad de viajar mucho, de convertirse en un mexicano que estuvo en el mundo y cuyas estancias en otras latitudes le sirvieron para adentrarse más en la realidad de su suelo natal; en efecto, se aprecia mejor lo mexicano VIH cuando se le compara con lo extranjero. Una interesante muestra de lo anterior es la obra que ahora nos ocupa, la novelita El evangelista, que Gamboa escribió durante su exilio en Cuba, causado por su participación en el gobierno del usurpador Victoriano Huerta, mientras aquí se vivían los sangrientos tiempos de la Revolución mexicana.

Con una extensión mayor a la del cuento, que como máximo debe constar de cinco mil palabras, pero menor a la de la novela, que al menos debe tener cuarenta mil, la novela corta puede adoptar una de estas dos formas: estar compuesta de un hecho o suceso, al que se rodea de gran cantidad de indicios, que por lo general son descripciones muy detalladas o frecuentes introspecciones de algún personaje; o, en sentido inverso, presentar bastantes sucesos o varias secuencias narrativas con suma rapidez y una casi total ausencia de descripciones e introspecciones. Así, podría decirse que la novela corta es un cuento con muchos detalles o una novela cuya acción se desarrolla vertiginosamente, como sucede con El evangelista. Por lo general, los protagonistas de la novela corta son antihéroes, léase marginados, perdedores, seres anodinos cuyas historias no requieren de mucho tiempo ni espacio, como el caso de Moisés Torrea, quien acaba su oscura existencia escribiendo cartas en la plaza de Santo Domingo.

El evangelista (1922), a viene a ser una especie de colo¬fón a la obra narrativa de Federico Gamboa, que en esta novelita muestra su mayor virtud como narrador: la presentación de un buen relato, sólidamente armado. Algunos críticos reprochan al Federico Gamboa novelista que sus tramas sean débiles, sin fuerza, debido a su afán por extender demasiado una historia que hubiera resultado mucho mejor, más amena, en caso de haber sido contada con menos palabras. En El evangelista publicada por primera vez en la revista Pictorial Review de Nueva York- no hay desperdicios: Gamboa pasa revista a medio siglo de historia de México, desde el sitio de Querétaro hasta la Revolución mexicana, a través de la figura de Moisés Torrea, un teniente al servicio del Imperio que acaba su vida en la plaza de Santo Domingo, procurándose el sustento diario con las cartas que escribe, primero con su puño y letra y posteriormente en una máquina de escribir. Como todo mexicano del siglo XIX, Moisés se vio envuelto en las luchas intestinas entre liberales y conservadores, que por casi cincuenta años sumieron a nuestro país en el caos y le impidieron progresar.

Así como Federico Gamboa tomó una decisión errónea al convertirse en Ministro de Relaciones Exteriores del usur¬pador Victoriano Huerta, Moisés Torrea, un mozuelo con escasos dieciocho años, se deja llevar por su entusiasmo juvenil e ingresa en el ejército imperial, tras presenciar la ceremonia en la cual Maximiliano condecora a sus tropas fieles en los días finales del sitio de Querétaro. En ese mo-mento se olvida de las sabias palabras de su señor padre, quien poco antes le ha aconsejado que se mantenga al margen del conflicto, pues pelee al lado de quien pelee nunca de¬jará de derramar sangre mexicana... Moisés pertenece a una familia de recursos y fue educado en el colegio de San Ignacio y San Javier, lo cual le sirve para ser admitido en calidad de sargento de Lanceros, al poco tiempo asciende a teniente y es galardonado con el Mérito Militar de segunda clase, por su sobresaliente acción durante el postrero intento por romper el cerco de las tropas republicanas. Pero a fin de cuentas su heroísmo resulta inútil y las fuerzas leales al usur¬pador austríaco son derrotadas; en el colmo de los males, el joven teniente Torrea es herido en la rodilla izquierda. De puro milagro logra salvar la vida; sin embargo, el resto de sus días padecerá un doble estigma: en el aspecto físico la cojera y en el social el repudio de sus compatriotas por haber servido al imperio.

Una lectura actual a El evangelista trae a colación temas que siempre han sido de vital importancia para los mexicanos. Entre ellos destaca la modernización, ese afán perseguido desde los inicios de la vida independiente y que en esta novelita los gobiernos liberales parecen conseguir con la férrea ayuda del ferrocarril; el mismo Moisés debe plegarse a los nuevos tiempos y compra una máquina de escribir en abonos, so pena de perder la clientela que su bien delineada letra le procuró. Los trabajos de este anciano, de este hombre de tiempos pasados, para adaptarse a su nuevo instrumento de trabajo no son diferentes a los de quienes, en las postrimerías del siglo XX, debimos abandonar nuestras muy queridas máquinas de escribir para lidiar con las complicadísimas computadoras.

Otro tema que se asoma en El evangelista es la transformación de la Ciudad de México, esa maravillosa urbe asentada en el lecho de una laguna que nunca deja de cambiar; el personaje la contempla desde su puesto en la plazuela colonial, que -a Dios gracias- conserva su aspecto y su encanto originales. Finalmente, la dilatada vida de Moisés le permite ser testigo de una más de las luchas fratricidas y del triunfo de la Revolución maderista, con lo cual la obra de uno de nuestros mayores novelistas decimonónicos se sitúa en el mare magnum del siglo XX.

Óscar Mata

aFederico Gamboa, "El evangelista. Novela de costumbres mexicanas", Ilustraciones de J. C. Shepard en Pictorial Review, Nueva York, marzo y abril de 1922. En México no fue editada sino hasta 1965, dentro de la serie de Populibros del periódico La prensa, junto con las novelitas "El primer caso" y "Uno de tantos" y un prólogo de Francisco Ortiz Monasterio. [regresar]

EL EVANGELISTA
I

SÍ, HASTA MAÑANA, DON MOISÉ, Y QUE SIGA EL ALIVIO. NOCHE A NOCHE ESTA ERA LA FRASE CON QUE, EN LA esquina norte del portal de Santo Domingo, se interrumpía el breve coloquio de los dos viejos: don Herculano Paz, que aún seguía hasta sonadas las diez -secundado de dos mozuelas avisadas y no de mal ver, que le decían "padrino"- dirigiendo las ventas nada escasas de su alacena "Miscelánea", en la que había un poco de todo, billetes de loterías, naipes españoles, cigarros y puros, sellos de correo y del timbre, artículos de escritorio, cervezas y gaseosas, y unas afamadas "tortas compuestas", capaces de provocar una tiflitis en los intestinos más adultos y acorazados; y don Moisés Torrea, "evangelista" de profesión, instalado hacía años en el propio portal, que de antiguo alberga en sus interiores golpea¬dos por todas las intemperies, a esta benemérita clase de escribientes públicos, en marcha gradual y despiadada hacia el desaparecimiento y el olvido.

Don Herculano -más conocido entre marchantes y vecinos, por don Hércules-, se confesaba dueño de sesenta años, de una salud de árbol, y de un despacho de mayor en depósito del ejército liberal y salvador de las instituciones republicanas, tan a pique de haberse hecho trizas cuando la intervención francesa y el "llamado imperio" de Maximiliano de Austria. Lo de sus sesenta años, hubiera podido tomarse por punto predicable y de duda; lo de la mayoría, no, por la ejemplar largueza con que en nuestras muchas guerras extranjeras y civiles hanse prodigado espiguillas, estrellas, entorchados y águilas; y lo de su salud de árbol, menos, por lo recio de su contextura, que ya llegaba a obesidad, por lo rojizo del color y lo plácido de su genio y de su risa, por lo bien que resistía fríos, soles, lluvias, y polvos, por lo que impunemente trasegaba cervezas en amor y compañía de los parroquianos "que corrían", y por lo derecho que, flanqueado de sus dos "ahijadas", a eso de las once, y bien embozado en su dragona", rumbo al domicilio nunca confesado a las derechas, se marchaba por esas calles de Dios.

Don Moisés -que a los principios sentía crispaciones de ira frente a su nombre convertido en don Moisé- era el reverso de tan tosca medalla. Desde luego, no imponía arbitrarios descuentos a sus sonados sesenta y nueve años, ni se adjudicaba una salud de la que andaba harto ayuno, ni le fabricaba parentesco contrahecho a su nieta, una linda cria¬tura de dieciocho primaveras que le endulzaba a él el cre¬púsculo de su vida, ni ocultaba a nadie, cuando el declararlo era menester, su fijo y mustio domicilio. En cambio, por pudor no aludía nunca a su profesión de militar; pero no porque se tuviese como excomulgado a consecuencia de ha¬ber combatido del lado de los imperialistas ¡qué disparate!, sino por el culto que aún profesaba al noble ejercicio, del que, sin embargo, apenas si llegó a disfrutar los primeros ho¬nores. La catástrofe de Querétaro, génesis y principio de sus desventuras, lo sorprendió de teniente del 4o de Lanceros.

Toda una historia triste ésta de su enganche voluntario en las filas de Maximiliano, a las que lo empujó un entusias¬mo juvenil, y por juvenil, irresistible.

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