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ERNESTO IGNACIO CÁCERES

SIN HÉROES, NI MEDALLAS


Cáceres, Ernesto Ignacio

Sin héroes ni medallas / Ernesto Ignacio Cáceres. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0536-1

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

Ilustración de portada: Ernesto Ignacio Cáceres

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

“Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia”.

Francis Scott Fitzgerald (1896-1940). Escritor estadounidense.

“Aprendamos a esperar siempre sin esperanza; es el secreto del heroísmo”.

Maurice Maeterlinck (1862-1949). Escritor belga.

“Solo en la fortuna adversa se hallan las grandes lecciones del heroísmo”.

Séneca (4 a. C.-65 d. C.). Filósofo latino.

Dedicado a mi madre, por tantas postergaciones que hizo por mí y porque ella es mi heroína.

LIBRO PRIMERO LA AVENTURA

1

El disparo de aquellos hombres repicó en una piedra a escasos diez centímetros de él. «Ya es suficiente», pensó. Buscó en el bolsillo de su viejo mono de mecánico y sacó una bala del 7,65, la puso en la recámara de su Mauser y apuntó con cuidado. Aquellos hombres le habían vaciado como cinco ráfagas de disparos, porque tenían mucha munición y armas automáticas modernas, pero él solo tenía 5 balas. Cada una era una jugada maestra. Dudó un segundo y luego disparó. El disparo los tomó sin mayores cuidados y hasta logró rozar a uno en el brazo. Los soldados se tiraron cuerpo a tierra de inmediato; en un entrenamiento hubieran recibido un “¡Así se hace!” por parte de su sargento. Pero no estaban en un entrenamiento regular; aquello era la vida real de un guardia de la frontera.

—¿Qué fue eso? ¡Maldición! —preguntó uno mientras luchaba con la tierra que caía sobre su cabeza.

Uno de ellos rio mientras escupía el polvo que lo habían obligado a tragar. Giró la cabeza hacia los lados y sentenció:

—Eso fue un fusil. El viejo está armado.

Más allá, donde llegaba la cima de la colina de cuyo amparo nunca debían haber salido, uno de sus compañeros se retorcía de dolor.

—¡Rayos, sargento! ¡No se ría! ¡Me ha dado en el hombro! ¿Me escuchó? ¡Me ha dado en el hombro!

—¡Maldición, chico! ¡Si te han escuchado hasta el mismo presidente y su coro de ministros desde la Capital! ¡Cállate!

—¡Pero me duele!

—¡Cállate o te remataré yo mismo, maldito!

—Déjalo, Nicolai... ¿no ves que está herido de verdad? —dijo uno de los soldados que estaba tendido sobre el suelo y escondía su cabeza detrás de su fusil que usaba como si fuera un antiguo escudo.

—¿Herido de verdad? ¡Ha sido un simple rozón! ¡Le podía haber levantado la tapa de los sesos! ¡Y ahora, con tanto grito, le está dando en bandeja su posición y la nuestra!

—¿Qué haremos entonces, sargento? —preguntó otro.

—¡Oleg!

—¡Aquí, sargento!

—¿Aquí dónde, energúmeno?

—Detrás de usted...

—Arrástrate y ve si le puedes disparar al anciano, a menos que me quieras agujerar el trasero.

El hombre se arrastró levantando bastante polvo, pero, al fin, tuvo la visión del valle, en cuya máxima profundidad estaba el anciano, parapetado detrás del carro y su mula muerta por los disparos de ellos.

—¿Y bien? —preguntó impaciente el sargento.

—Lo tengo —dijo el soldado ajustando la mira y volviendo la mano sobre el gatillo.

—Dispárale. No quiero ráfagas. Solo disparos espaciados. Tampoco quiero que lo mates. Solo que lo obligues a meter la cabeza en el polvo.

—Sí, mi sargento.

Y los disparos comenzaron mientras todos subieron a la carrera hasta la cima de la colina donde se encontraba el herido. Allí el sargento apuntó su fusil y tomó el turno de disparar.

—¡Sube, Oleg! ¡Ahora!

El soldado dejó su arma un segundo sobre el suelo, se incorporó de un salto y corrió hacia arriba y al llegar se tiró como lo haría en el río en un pacífico día de campo. Rodó y se incorporó de nuevo.

—Toma mi lugar... no dispares. Solo vigila al viejo. A ver, gritón, vamos a ver tu herida.

En lo profundo del valle, el viejo pudo asomar un poco la nariz para ver qué hacían los soldados. Habían dejado de disparar y eso no era ni bueno, ni malo. En un primer examen descubrió que no estaban y, en un segundo vistazo, notó las siluetas arriba, en la cima de la colina.

—¿Qué rayos se proponen? —susurró.

Andrei cerró los ojos un segundo y se aferró al cañón de su fusil. El sol se había despertado, quizás por los sonidos de los disparos que la soledad y las montañas lejanas amplificaban, y se asomaba por una irregular ventanilla donde se podía ver el celeste del cielo. Todo lo demás eran nubes, pero el calor comenzaba a sentirse en el valle. Le quedaban cuatro balas y la esperanza de que su nieto, al que le había pedido que corriera con todas sus fuerzas, lograra convencer a alguien de que viniera a ayudarlo.

2

Corriendo a más no poder, el niño se detuvo cuando ya no escuchó más disparos. «¿Lo habrían matado? ¿Aquellos soldados habrían alcanzado y ultimado a su abuelo Andrei?».

Se quedó mirando hacia atrás y luego volvió a correr en dirección hacia el pueblo. No importaba si le dolían las piernas o si ya no podía más. Debía encontrar a alguien que tuviera un arma, aunque fuera un fusil de más de 100 años como del abuelo y que además de saber disparar, estuviera dispuesto a arriesgar su vida enfrentando a los soldados del otro lado.

Casi sin darse cuenta, estaba ya en el pueblo. Las casas de piedra, los corrales, las cabras, estaban solas, como si todas las personas hubieran desaparecido. En el pueblo, la mayoría vivía de la cría de cabras u ovejas, que nunca dejaban solas; siempre las vigilaba el menor de la familia. Pero ahora, todo era un paisaje desierto.

—¿Dónde están todos? ¿Dónde? —se preguntó.

Estaba a punto de golpear una puerta con sus pequeñas manos cuando vio a los tres caminando por la calle. Uno de los soldados empujaba a otro mientras se reían. Solo el de la derecha estaba serio, con la vista clavada en el cielo, sosteniendo su fusil hacia abajo.

—¡Oigan! ¡Oigan! —gritó el pequeño Andrei.

—¿Y eso?

—Eso es un niño tonto.

—Ya sé que es un niño, pero está gritando en medio de la calle.

—Debe estar en problemas... —dijo el de la derecha—. En fin, es hora de que nos ganemos nuestro salario.

El niño llegó hasta ellos.

—¡Mi abuelo! ¡Mi abuelo Andrei! ¡Los soldados! ¡Allá! ¡Allá!

—¡Hey! ¡Hey! Tranquilo, niño... ¿qué le pasa a tu abuelo, eh? —le dijo el de la derecha agachándose un poco.

—Mi abuelo está... le están disparando... allá, en el valle.

El niño había hablado de disparos y las bromas y chanzas entre ellos habían terminado. Alguien le estaba disparando a otra persona en la frontera, “su” zona, de la frontera.

—¿Quiénes? ¿Quiénes le disparan a tu abuelo?

—Unos soldados... con fusiles.

Uno de los dos que bromeaban miró al otro y preguntó:

—¿De los nuestros?

El otro negó con la cabeza mientras sacaba el cargador de su Ak 74 y lo volvía a colocar en su lugar. Había perdido su buen humor.

—No puede ser... no tenemos contacto de que hubiera otras patrullas en la zona.

El líder del grupo, que era el que había hecho las primeras preguntas al niño, se volvió hacia los otros.

—Creo que no son de los nuestros... el anciano, el abuelo de este niño debe haber cruzado la frontera.

Uno de los soldados se llevó la mano a la cabeza.

—Hey, Andrei, no podemos cruzar la frontera, ¿o sí?

—Si no lo hacemos... el abuelo de este niño morirá. —Se agachó otra vez—. Dime dónde está tu abuelo.

El niño señaló el lugar.

—Es en la continuación de la laguna. Hay dos colinas y un valle.

Se incorporó y cerró un ojo al toparse con el sol.

—Ya sé dónde está. Si partimos a paso ligero, llegaremos en menos de una hora.

—Hecho —dijo uno con gran entusiasmo.

—¡Oh, maldición! —El otro de los bromistas tomó su fusil y poniéndoselo al hombro comentó—: Nos van a cocinar a disparos los malditos enemigos.

—Mejor que aburrirse en este pueblo muerto, ¿no? —le respondió el compañero con una sonrisa.

El líder del grupo tomó al niño del brazo y caminó hasta la casa más próxima. Golpeó la puerta y gritó:

—¡Abran! ¡Es el Ejército!

Se escuchó como si alguien levantara una traba del otro lado y un hombre asomó con timidez el rostro.

—Es el Ejército y esto es una emergencia. Su nombre.

—Sergei.

El hombre era joven, como de unos treinta, pero aparentaba muchos más, como cincuenta. Tenía la piel curtida casi del color de la piel de un venado y los ojos grises. Los vientos helados del valle durante los inviernos, los soles impiadosos en el verano, unidos a las sequías muy frecuentes desde hace un tiempo, habían hecho que las pieles de los jóvenes se cubrieran de arrugas como la de los ancianos que fumaban largas pipas y contaban historias de héroes de hace dos siglos a la luz de las fogatas. Así un hombre de 30 parecía de cincuenta y más.

—Bien, Sergei, usted y su familia cuidarán a este niño hasta que volvamos. Si algo le ocurre al niño... le haré formar un consejo de guerra y lo fusilaremos en su propio corral de cabras para no hacerle perder el tiempo, ¿me escuchó?

—Sí.

—Que si me escuchó.

—Sí, señor.

—Bien. Entonces... —Se dio vuelta—. Grupo, a paso ligero.

Sergei y su esposa, el niño y los cinco hijos del matrimonio anfitrión salieron a ver cómo los soldados se hacían diminutos a medida que se alejaban del pueblo. El pequeño Andrei quiso recordar cuántas balas había traído el abuelo, pero por más que hizo memoria no pudo recordarlo; la mano de la esposa de Sergei lo llevó hacia adentro junto con los otros.

Les tomó cuarenta minutos llegar al valle. Pasaron por la laguna que estaba seca y siguieron la orilla hacia la frontera.

—Nos mataremos a este ritmo —dijo uno de los soldados.

—Lo que pasa es que tienes que comer menos tortillas en el desayuno y menos bollos de avena.

—Gracioso —le respondió el otro y le sacó un poco de ventaja en venganza—. Ya veremos cuando te toque correr.

Cruzaron una pequeña elevación y ya vieron el pequeño carro, con la mula tendida y un hombre en la misma posición.

—Menos velocidad. ¡Agáchense! —ordenó el líder del grupo.

Uno de los soldados en la cima de la colina vio los movimientos y sintió un escalofrío que le subía hasta la nuca. ¿Soldados? ¿Estaba viendo soldados enemigos?

—Sargento, venga a ver esto; han llegado soldados.

El sargento se acercó y sonrió de nuevo de una forma grosera.

—Se está formando un lindo alboroto —dijo en voz baja, luego alzó un poco el tono—. Alguien del pueblo debe haber pedido ayuda. Son solo un grupo de guardias como nosotros. Por la expresión de tu rostro parece que hubieras visto al ejército completo de Gengis Kan.

—Pero son soldados y están en nuestro territorio.

—Solo han venido a ver qué le pasó al viejo nada más. Obsérvalos por si vienen más, pero no creo. Solo son un grupo.

En ese momento la radio de su cintura cortó el silencio.

—¡Águila a Grupo Delta! ¡Águila a Grupo Delta! ¡Responda!

Un ronco sonido se escuchó. Parecía el ruido de un motor enorme, pero estaba muy lejos aún.

—¡Aquí Grupo Delta, cambio!

—Grupo Delta, necesitamos su señal.

El sargento abrió su mochila y sacó una bengala de color, la tiró más atrás de donde se encontraban y la contempló unos segundos.

—Mi señal es verde. Repito: mi señal es verde.

—Estamos en el valle. Confirme cantidad de heridos.

—Uno solo. Un rozón en el brazo derecho.

—¡Prepárense a subir al Águila en tres minutos!

El sargento colgó su radio en su cinturón y les habló a sus hombres.

—Listo, nos vienen a buscar. Arriba todos.

El sonido del helicóptero ya se podía escuchar. Sus dos hélices verticales y los colores caqui y marrón de camuflaje le daban un aspecto de un dinosaurio volador. Uno de los soldados a cargo de una ametralladora de cuatro cañones se asomó un poco para observar el terreno.

—¿Qué es eso? —preguntó uno de los soldados cuando estaban llegando hasta donde estaba el anciano.

—Eso es un helicóptero, o sea, problemas —le respondió el otro.

El líder del grupo se acercó al anciano.

—Buenos días, mi nombre es Andrei, somos amigos. No tenga miedo.

El anciano movió con dificultad su brazo que estaba endurecido por la posición y le acercó su mano.

—Me llamo Andrei. Estos eran mi mula y mi carro. Ellos le dispararon cuando me estaba retirando.

—Al enemigo le está llegando un helicóptero. No creo que sean refuerzos. ¿Alcanzó a dispararles con ese Mauser?

—Creo que herí a uno.

—¡Wow! —gritó uno de los soldados.

—¡Cállate, tonto! No hables tan fuerte.

—Con el ruido que hace el maldito helicóptero, ¿crees que alguien escuchará mi voz?

—Basta —ordenó el líder del grupo —. Vengan y desenganchen la mula. Rápido.

En menos de un minuto, la mula había sido desenganchada y cada uno de los soldados se ocuparon de los maderos del carro.

—Vamos, señor. Arriba —le dijo mientras ayudaba al anciano a ponerse de pie—. Si ellos están ocupados con su rescate aéreo, nosotros podremos escapar.

—Andrei... ¿crees que no nos atacarán?

—Espero que no. Ese helicóptero debe ser un Kamov. Ese bicho infernal está armado con una ametralladora de cuatro cañones y misiles y bombas. Puede hacernos trizas en segundos.

—Si tuviéramos un lanzacohetes —dijo Boris como si masticara las palabras y le dejaran un sabor amargo en su boca—. Los que deberían tener miedo serían ellos.

—Más rápido con el carro. Debemos acercarnos a nuestra frontera cuanto antes.

Luchando con las varas del pequeño carro, los soldados y el anciano lograron una cierta distancia, solo que les faltaba mucho para volver a estar a salvo en territorio nacional.

El piloto del helicóptero informó a la base que estaba descendiendo. El polvo levantado y las fuertes oleadas de viento hicieron que todos los miembros del grupo Delta se agacharan. Se abrió la puerta lateral y subieron primero al herido y luego cada uno de ellos hasta que quedó el sargento que subió al último. Al despegar, el piloto preguntó:

—¿Todos a bordo?

—Todos —le respondió uno de los soldados que estaba encargado de la apertura y cierre de la compuerta.

El helicóptero despegó. Toda la operación de rescate se había hecho en menos de cinco minutos.

—Águila a nido. Águila a nido. Volvemos a la base. Tenemos a todo el grupo.

—Adelante, Águila, vuelva a toda máquina.

—Entendido, señor.

En la parte de atrás, uno de los soldados le gritó al sargento. No había auriculares para todos, así que si querían comunicarse entre ellos, debían gritar.

—¿Qué crees que habrán pensado al escuchar el helicóptero?

—¡Habrán pensado que no es buena la idea de una invasión! —le gritó y luego rio como para sí, como si aquello fuera otro de sus chistes.

Uno de los hombres que llevaba la vara del lado izquierdo les anunció a todos que el helicóptero se retiraba.

—El helicóptero se va.

—Se los dije. Solo viene a rescatar al herido y llevarse al grupo —comentó Andrei mientras relajaba un poco más la velocidad de su marcha.

—No nos dijiste nada. Lo has deducido ahora —protestó el que llevaba la vara de la derecha.

—Nosotros también podíamos haber pedido un apoyo aéreo, ¿verdad, Andrei? —preguntó el otro.

—Sí... y mientras nos retaran como a niños traviesos por la radio, el piloto de ese Kamov, nos hubiera agujerado hasta el insomnio. La base aérea más cercana está a unos cien kilómetros de la frontera. Hubieran llegado solo para recoger nuestros cuerpos.

El anciano sostuvo la correa de su fusil sobre el hombro y se decidió a hablar.

—Quiero agradecerles que vinieran a buscarme.

—Nada que agradecer. Es nuestro deber —le respondió Andrei.

—Oiga, abuelo —dijo el hombre que tiraba de la vara derecha—. Yo quiero felicitarlo por saber disparar con ese... Bueno, ese viejo fusil.

El anciano sonrió.

—Gracias, muchacho. Es un recuerdo que tengo de mi padre.

—¿Lo has visto de cerca? —preguntó el otro soldado—. Es un viejo Mauser de 1909. Tiene más de 100 años y con eso los hizo retroceder. Eso se merece una celebración. Abuelo, ¿no le molesta que le diga “abuelo”, verdad?

—Para nada. Mi nieto Andrei es el que fue al pueblo a buscar ayuda.

—Un momento, un momento... me acabo de dar cuenta de algo —dijo el soldado de la vara derecha deteniéndose de pronto.

—Dilo, genio, o se te quemará la cabeza por el esfuerzo.

—Escucha y luego búrlate. ¿Cuál es su nombre, señor? Repítalo por favor.

—Me llamo Andrei.

—¿Viste eso? El niño que nos buscó en el pueblo se llama Andrei, el abuelo se llama Andrei y nuestro cabo líder... —dijo y se quedó mirando al otro.

El otro acertó a responder y lo hicieron a coro.

—¡Se llama Andrei!

—¿Y qué con eso? Andrei es un nombre común en nuestro país —protestó el soldado que caminaba junto al Abuelo.

—¿Y qué con eso? Un helicóptero militar del enemigo armado con ametralladoras y misiles estuvo a unos trescientos metros de nosotros y no nos disparó. ¡Eso es suerte! ¡El abuelo y el niño nos han dado más suerte que cualquier talismán!

—Sigo insistiendo en que debemos hacer una celebración. ¿No tiene una botella de vodka en su granja, abuelo? —preguntó el hombre de la izquierda en tono de confidencia.

—Tengo —respondió el abuelo con una gran sonrisa—. Y justo para ocasiones como esta.

—¡Hey! ¡Esa es la actitud que necesita nuestro ejército! —gritó el otro soldado.

—Nadie va a celebrar nada —interrumpió el líder del grupo—. Estamos en servicio y no podemos probar el alcohol. Debemos reunir al niño con su abuelo y luego hacer un informe en el destacamento.

—¡Va! —protestó el soldado de la izquierda—. ¿Tenías que recordar al comandante?

La marcha duró otros largos minutos. El sol se había convertido en una brasa que buscaba secar las mentes de los hombres y quemar las únicas hierbas descoloridas que aún quedaban en la región. Cuando las casas del pueblo estuvieron a la vista, el líder del grupo dio la orden de separarse.

—Mijail.

—¿Sí?

—Te relevo en tu puesto. Boris Yacóvich y yo llevaremos el carro hasta la granja del abuelo. Tú irás a buscar al niño y lo traerás. ¿Recuerdas la casa donde dejamos al niño?

—La recuerdo.

—Te esperamos en la granja entonces.

Llegaron a la granja luego de otra media hora de camino. Dejaron las varas apoyadas contra el suelo y se sentaron a descansar en el suelo al abrigo de la sombra de la casa.

—Puf... —dijo Boris secándose el sudor de la frente con un viejo pañuelo de vivos colores—. ¡Qué día!

—Sí... —repitió Andrei—. Qué día...

Miró hacia el cielo que volvía a cubrirse de nubes blancas alargadas. Se escuchó el mugido de la vaca desde el establo. El silencio era casi total. La calma invitaba a quedarse allí, tirado bajo la sombra de la casa mirando la vida pasar.

—¿A dónde habrá ido el viejo, eh? —preguntó Boris moviendo la cabeza hacia la derecha y la izquierda como si lo buscara con la vista—. Llegamos y desapareció.

—Espero que no se haya muerto o todo el esfuerzo y el sudor habrán sido en...

Entonces apareció el hombre, todo encorvado con un bulto en sus brazos envuelto en un gran papel color madera.

—Aquí tienen. Soy un hombre pobre, pero soy agradecido.

Andrei concentró la vista en el paquete con la misma seriedad con que hubiera visto un explosivo plástico, o una bomba de fabricación casera, de esas con dos grandes cables, uno rojo y el otro azul. Boris le recibió el obsequio poniéndose de pie de inmediato y haciendo reverencias como si estuviera en la corte del zar. Eran bollos de pan hechos en un horno de barro.

—Gracias... mil gracias, abuelo —dijo Boris sonriendo.

—Las copas de vodka serán para cuando tengan permiso. Dense una vuelta por aquí y brindaremos juntos.

—Gracias —dijo al fin Andrei.

—Si me disculpan... Tengo que atender a los animales.

—Claro..., abuelo —respondió Boris repitiendo reverencias.

El hombre estaba a punto de alejarse rumbo hacia el establo cuando Andrei lo detuvo.

—Yo le ayudaré con el carro.

—Gracias otra vez.

—Boris, cuida mi arma y mantén los ojos abiertos.

—Ya estamos en nuestro territorio.

—Los ojos... abiertos —le dijo mientras levantaba las varas para conducir el carro hasta cerca del establo.

Con unas jarras, el viejo sacó agua y llenó los abrevaderos de la vaca y las gallinas.

—No hay agua. La sequía está haciendo estragos en todas las granjas de aquí —comentó el anciano mientras le señalaba el lugar donde dejaría los tanques de 25 litros cada uno—. Por eso tuve que cruzar la frontera. La laguna continúa más allá.

—Lo vimos. La laguna está seca, al menos de nuestro lado.

—Del otro lado no. Ya me iba cuando me descubrieron los guardias. Dispararon al aire varias veces. Mi nieto se largó a llorar. Es solo un niño de 7 años. Los disparos hicieron que la mula se ponga terca y no se moviera. Entonces dispararon de nuevo y la mula cayó. Llevé a Andrei detrás del animal y disparé mi fusil. No se lo esperaban. Herí a uno de ellos en un brazo. Entonces dejaron de disparar y le dije a mi nieto que corriera, que volviera al pueblo a buscar ayuda. Si se acercaban a rematarnos... no quería que él viera eso.

El abuelo Andrei tenía el rostro cubierto de arrugas profundas como un mapa de montañas. Todos los hombres de su país al llegar a cierta edad se dejaban unos largos bigotes que se volvían blancos. Otros una barba semejante a los monjes de los monasterios cavados en lo alto de las montañas. El abuelo Andrei había decidido que si no se afeitaba todos los días se abandonaría más y más, sobre todo ahora que su hija solo lo visitaba una vez a la semana para dejarle al niño, y otra vez, para llevárselo. Cuando el niño tuviera las obligaciones de la escuela, debería decirle adiós incluso a esa semana en la que el niño lo abarrotaba de preguntas sobre los animales y la vida en general. Sus ojos celestes se habían hundido con los años, pero aún conservaban ese color extraño que había enamorado a esa hermosa campesina, Tanya, que lo había convertido en el hombre más feliz de la vida al aceptarlo como novio y esposo. Tanya se había ido un día y, con ella, se había llevado la sonrisa del viejo, aunque él lo negara. Los dedos de sus manos eran gruesos y curtidos como las maderas sin pulir con las que levantaba los corrales para sus animales. Vestía como un paisano de su tierra; camisa blanca y chaleco negro, todo, debajo de ese mono de mecánico lleno de diversas manchas que llevaba para cumplir las tareas de la granja y botas, sus inseparables botas viejas con las que había recorrido miles de kilómetros de su tierra ahora devastada por la sequía.

—¿Cuántas balas llevaba?

—Solo cinco. No esperaba que un grupo de guardias me disparara.

Andrei se dio vuelta y espió a Boris que estaba afuera, en la entrada. Enarcó las cejas pensando: «Cinco balas contra no sé cuántos cargadores de fusiles automáticos». Algo lo inquietaba, entonces vio la figura de un niño corriendo y a Mijail regresando detrás.

—Ahí viene su nieto —le dijo sonriendo aliviado.

El niño entró corriendo sin detenerse ante el soldado y fue directo a abrazar a su abuelo.

—Tranquilo, hijo... tranquilo. Aquí estoy, otra vez. Soy como Manchas, el gato de tus vecinos. Tengo siete vidas.

El niño, refugiado entre las piernas de su abuelo, solo asentía.

—Lo dejo, abuelo Andrei. —Se acercó y le ofreció su mano que el anciano apretó con las suyas.

—Mil gracias otra vez.

—Para eso está el Ejército de la patria. —Acarició la cabeza del niño y el cabo Andrei, líder del grupo, se permitió sonreír.

Los dejó solos. El niño debía tener el llanto en la punta de la garganta y llorar delante de extraños siempre genera vergüenza. Cuando llegó donde estaban los otros, Mijail ya estaba probando los bollos de pan.

—Si no te apuras, te quedarás con las manos vacías, cabo Andrei.

Ahora estaban los tres: Mijail, Boris y Andrei, la patrulla completa. Boris era un par de años más joven que Andrei Andreiovich el cabo líder del grupo. Aun así, era consciente de que su juventud se había ido en algún momento por la puerta o la ventana de su vida; daba lo mismo. Atrás habían quedado los tiempos en que soñaba ver con sus propios ojos las gestas épicas de un ejército luchando contra el fascismo u otro enemigo, aunque esas gestas de leyenda estuvieran salpicadas de historias de muerte y sacrificio. A los 22, se había casado con una mujer de un pueblo remoto que con el tiempo se había convertido en una máquina de hablar ¿De hablar? Más bien de tirarle reproches en la cara día y noche. Sonia no era una mujer mala, pero aquel personaje de la esposa inconforme se había apoderado de su cuerpo, lo había poseído y no lo soltaría nunca más. En aquellos tiempos se había convertido en ese hombre que sabe escuchar y escuchar y buscar el consenso antes que más motivos para seguir discutiendo. Se había divorciado después de 10 años de un difícil matrimonio y su vida había continuado estancada como siempre. En un tiempo había soñado con un ascenso, convertirse en oficial, alcanzar una mejor paga y hasta buscar a Sonia y proponerle volver. Pero una corta visita a la Comandancia Regional viendo tanto papeleo y burocracia ridículos lo había hecho deshacerse de la idea; él no se convertiría en un burócrata tratando de impresionar a sus superiores como un forma de sobrevivir. Si había que morir, lo mejor era hacerlo como uno sabía, aunque fuera en un lugar perdido en la frontera, olvidado no tanto por Dios, sino más bien por el gobierno o el Alto Mando y su enorme corte de generales con trajes forrados en medallas. Boris era de cuerpo regular y con brazos cortos y musculosos. Tenía una gran frente, ojos negros, y una nariz y un mentón como un peñasco de los Montes o una de esas piedras que los científicos llamaban “monumentos megalíticos”. A veces tenía que esforzarse con la dieta para que la barriga no se le notara tanto, lo cual era bueno, porque le daba algo en qué pensar.

Mijail era de carácter áspero, pero de buen corazón. Había entrado en el Ejército para no convertirse en granjero como lo habían sido su padre y el padre de su padre y la vida le había puesto en más de una oportunidad como protector de muchos de ellos. Protestaba porque podían entrar en acción, protestaba porque no entraban en acción. En el fondo quería hacer algo con su vida y eso era más que solo formar parte de un grupo de olvidados soldados que patrullaban la frontera. En un tiempo había sido el más delgado de los tres dado su metabolismo, pero eso le había hecho olvidar cierta disciplina con la comida y el ejercicio. Odiaba las rondas que debía hacer con su grupo, pero reconocía a escondidas que le proporcionaban el único ejercicio que había en su vida y que en una batalla, de esas en las que los soldados a punta de bayoneta abandonaban las trincheras buscando a toda carrera la muerte y la gloria, moriría solo por correr los primeros cinco minutos. Hijo y nieto de granjeros prácticamente había huido de su casa para unirse al Ejército esperando una vida llena de anécdotas interesantes para contar en una mesa rodeado de amigos, pero nada de eso había pasado. Custodiar una planta generadora de energía por las noches, levantarse lo más rápido posible en los simulacros de invasión que se habían hecho por seis meses durante las hostilidades con el país vecino y nada más. Este pequeño incidente en la frontera le había dado un poco de emoción, pero tenía un mal presentimiento cada vez que recordaba que debían hacer un informe por cada bala que disparaban y ahora habían cruzado la frontera sin órdenes; nada más y nada menos. Mijail no tenía esposa; tenía una relación abierta con una chica de la capital, Irina, una administrativa en el Ministerio de Gobierno. Alta, elegante, de unos hermosos ojos verdes que resaltaban en su piel blanca, le había parecido la más hermosa mujer que había visto hasta que se negó por segunda vez a su petición de matrimonio. Mijail había guardado su carácter por unos escasos quince minutos para mandarla a paseo, pero ella le había salido con lo de “una relación abierta”: donde ella podía considerar a otros candidatos mejores que él, y él, a su vez, mirar a otras mujeres más dispuestas a convertirse en esposas de un simple soldado patrulla de fronteras como él. Y el irascible Mijail había aceptado; se veían al menos una vez al mes y otras tantas ella le escribía o respondía sus cartas o sus llamadas. Algún día, alguno de los dos se cansaría de esa forma de vida y se unirían o se separarían para siempre.

Y estaba Andrei, el cabo líder del grupo. Serio, reservado, capaz de reprender a los hombres bajo su mando para mantener la disciplina, pero también de dar la vida por ellos sin pensarlo. Andrei se había ganado en poco tiempo el ascenso a cabo y la responsabilidad de ser el líder del grupo de una de las doscientas patrullas que rastrillaban la frontera en busca de espías, o comandos del país vecino desde el inicio de las hostilidades. Ellos tenían asignados un área de varios kilómetros con aldea incluida que rotaban con otras cinco patrullas para evitar el “acostumbramiento” como decía el comandante Ivanov. También era hijo y nieto de granjeros y había escogido el camino del servicio como una de las tantas formas de salvar el destino de la casa paterna; nada de vocación de servicio o de sentir el llamado de la madre patria. Pero una vez en contacto con la disciplina, con el sentido del deber, se había convertido en el prototipo ideal del líder de grupo y, tal vez, en el más capaz para un futuro ascenso a sargento. Nunca había tenido mucha suerte con las mujeres, solo con una chica de la capital con la que había salido un par de veces, en sus días de permiso. Andrei era alto, de ojos negros y profundos, que a veces se volvían melancólicos cuando recordaba su pasado.

399 ₽
312,10 ₽
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231 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9789878705361
Правообладатель:
Bookwire
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