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Leyre.

Paso el resto del día estudiando y cuando me planteo salir a dar un paseo, la lluvia torrencial que lleva chocando con los cristales de mi habitación toda la tarde me recuerda que no es el mejor día para salir. Es tarde, fuera hará frío, así que con un suspiro hastiado tengo que convencerme de que no podré dar mi paseo hoy. Me gusta pasear, perderme por las calles mientras escucho una música de fondo con mis auriculares, pero nunca tengo tiempo para hacerlo. Hoy, el primer día libre que tengo en semanas, llueve y hace un frío propio de San Sebastián. Allí llovía mucho más que aquí, por eso, cuando me fui, seleccioné un sitio algo más cálido, aunque es evidente que no ha sido suficiente.

Samantha parece que ha pasado el día con alguien, pues he podido sentir el aura de alguien más en el salón, aunque no he prestado demasiado atención: no parecía un alma distinta a cualquier otra, tenía colores y cicatrices, sí, pero nada fuera de lo común.

Cuando por fin salgo de mi fortaleza, supongo que Samantha habrá terminado de cenar y se habrá ido a su habitación, por eso casi me sobresalto cuando la encuentro en el salón, poniendo una mesa para dos. Olfateo el ambiente, comprobando que algo se está cocinando en el horno.

—Hola… —saludo, algo confusa—, ¿tienes invitados?

—Lo cierto es que no, esto es para nosotras.

No me considero una persona fácil de impresionar, al fin y al cabo, poseo un don digno de la ciencia ficción, pero debo admitir que las palabras de mi compañera logran impresionarme. ¿Para nosotras? ¿Insinúa que está preparando la mesa para que cenemos juntas? En este par de meses nunca lo hemos hecho, aunque a decir verdad en estos meses apenas hemos mantenido una conversación digna de ese nombre.

Las excusas que puedo poner para volver a mi refugio pasan por mi cabeza casi de inmediato, pero algo en esa sonrisa con la que me mira hace que cuando intente soltar cualquiera de ellas, boquee como un pez fuera del agua, sin llegar a decir nada con sentido. Creo que ella imaginó cuáles son mis intenciones y me hace un gesto para que calle.

—Escucha… sé que no hemos compartido demasiadas palabras y no hemos pasado nada de tiempo juntas, a pesar de que compartimos piso y… no me gusta, la verdad, estoy acostumbrada a llevarme bien con mis compañeros de piso y quiero que contigo sea igual… si tú quieres, claro. Por eso he pensado que deberíamos empezar por conocernos un poco mejor.

El pitido del horno interrumpe lo que estoy a punto de contestar y por un momento creo que no ha sido casualidad, que de verdad el universo quiere que me guarde las excusas y las palabras y no destroce esa sonrisa sincera que Samantha me dedica. Ella acude corriendo a recoger lo que quiera que ha terminado de hacer en el horno y me fijo en su jersey ajustado y en su falda de cuadros mucho más corta de lo que yo la llevaría. Siempre va descalza. Es algo que me saca de mis casillas. Extiende los pelos de Pascal de un lado a otro, por no hablar de lo frío que está el suelo y…

Por Dios, estoy hablando como mi madre.

Me presenta la comida en una bandeja navideña, a pesar de que todavía estamos en noviembre y cuando la coloca en el centro de la mesa, hace un gesto para que me siente frente a ella.

—¿Pizza? —pregunto, al ver lo que ha sacado del horno.

Ella me dedica una carcajada antes de responder, orgullosa:

—Mini pizzas —corrige—. Son mucho mejor que la pizza: están igual de ricas, pero son pequeñas y lo pequeño siempre es mucho más cuqui. Ven, siéntate, no dejes que se enfríen.

No sé qué es lo que hace que finalmente me siente, pero estoy segura de que no son las mini pizzas, a pesar de que Samantha coge la primera con avidez y le da pequeños mordisquitos mientras sopla para que se enfríe. Supongo que es el detalle, esa sonrisa sincera y… la verdad es que también me gustaría conocer un poco más a fondo a mi compañera de piso. Vine a Madrid con intención de empezar una nueva vida, conocer gente nueva, amigos nuevos… quién me dice a mí que Samantha no podría formar parte de esa nueva vida, quizá como amiga o simplemente alguien con quien poder cenar al llegar cansada del trabajo.

Parece contenta cuando me sirvo un par de esas cosas pequeñas y precocinadas en el plato y sonrío tras el primero mordisco.

—¿Sabes? Llevamos casi dos meses viviendo juntas y ni siquiera sé con certeza de dónde eres.

—De San Sebastián.

Abre muchos los ojos en una mueca impresionada, como si le acabara de decir que nací en la mismísima Atlántida.

—¡Vaya! Tiene que ser un sitio muy bonito, ¿por qué viniste aquí?

Vuelve el silencio entre nosotras; Samantha roe una de sus pizzas, mientras mis manos se echan a temblar. Las oculto debajo de mi sudadera, demasiado grande para mi esmirriado cuerpo; ella no parece percatarse de mi incomodidad ante esa pregunta, por eso, prefiero no pensar demasiado una respuesta estándar, la misma que doy cuando me hacen esa misma pregunta en el trabajo o en alguna entrevista.

—Necesitaba cambiar de aires. San Sebastián es bonito, muy bonito... Pero cuando llevas veintitrés años allí se empieza a quedar un poco pequeño. —En parte, no es mentira. Ella queda satisfecha con la respuesta y veo el momento de cambiar de tema—. ¿Y tú?

Se limpia la boca con una servilleta y sus ojos se iluminan de pronto. En su aura se dibujan unas espirales alegres, que remueven todos sus colores, dejando una mezcla preciosa, similar a la paleta de un artista que se dispone a pintar un paisaje. Le gusta hablar de ello, sea lo que sea.

—Nací en Nueva York, pero me he criado en Barcelona. —Pestañeo, confusa, sin esperar esa respuesta y eso la hace reír—. Mi madre era estadounidense y mi padre viajaba allí a menudo por trabajo, vivieron juntos un par de años, pero mi padre echaba de menos España y no tardó en volver. Mi madre insistió en que lo mejor para todos era que me llevara con él.

De pronto, poco a poco, las espirales desaparecen y el movimiento torna a un tono mucho menos alegre, los colores vuelven a su lugar, alrededor de la muchacha y una marcada cicatriz a medio remendar se abre paso entre ellos, mostrándose mucho más evidente. Supongo que tiene que ver con su madre, pero no me atrevo a preguntar más al respecto. Ella tampoco parece dispuesta a seguir hablando.

—Oh, y... —busco entre mis opciones una que trate de rebajar la tensión y disolver el silencio—, ¿llevas mucho tiempo viviendo aquí?

Logro mi objetivo y la sonrisa vuelve a su rostro; coge otra pequeña pizza y la mordisquea mientras se cruza de piernas sobre la silla. Imagino a mi madre en la sala, mirándola con horror y preguntando qué clase de posición es esa para estar en la mesa, pero yo lo único que hago es soltar una pequeña carcajada.

—Me mudé para estudiar Bellas Artes en la universidad y desde entonces aquí sigo. —Se encoge de hombros—. No me disgusta esto, la verdad, hay muchas más oportunidades de trabajo.

En eso tiene razón, de hecho, creo que me ha comentado alguna vez que trabaja en una empresa de ilustraciones. Yo también he tenido suerte en ese aspecto y he conseguido tantos puestos como me he planteado. Desde el primer momento que puse un pie aquí, supe que no quería desaprovechar el tiempo y que quería abordar todo lo que estuviera a mi alcance, por eso tengo tres trabajos: uno por las mañanas, como recepcionista en una academia de inglés, otro por las tardes, como teleoperadora, y uno los fines de semana, como dependienta en un supermercado. Llego a casa tan agotada que hay días que solo vivo para dormir y trabajar, pero eso me impide estar en casa. Sola. Entre el silencio. No me gusta esa sensación, no me gusta tener tiempo para pensar, por eso, para los escasos días libres que tengo, me apunté a la universidad a distancia, donde curso un par de asignaturas de economía. No me interesa demasiado la economía, pero era de lo único que quedaban plazas, así que no tuve muchas oportunidades donde elegir.

Sé que todo el mundo piensa que estoy loca, que vivo para trabajar, que si no necesito el dinero no tiene sentido tener tantos trabajos, pero a mí tener la cabeza ocupada es lo que me ayuda a sobrevivir.

Pero prefiero tampoco pensar en eso, por eso, interrumpo el silencio continuando con la conversación:

—Bellas Artes tiene que ser una carrera muy bonita.

Samantha parece sorprendida con mi comentario y es que imagino que no recibirá demasiados comentarios como ese. Conozco muy de cerca los prejuicios, al fin y al cabo, yo también fui a la universidad en San Sebastián y esos están a la orden del día aquí, en Donosti y en la Conchinchina.

—¿Qué estudiaste tú?

Pensar en eso también me transporta a un tiempo que no quiero recordar, pero al menos guardo algunos buenos recuerdos de esa época. La universidad, la ilusión por graduarme, salir ahí fuera y trabajar en lo que siempre quise.

—Estudié Educación Primaria en San Sebastián y… también fui al conservatorio de música.

—¿De verdad? ¡Entonces sí que debes tocar bien!

No tenía que haber dicho eso. Me he ido de la lengua y ahora preguntará. No quiero responder, por eso, hago un gesto con la mano, tratando de restarle importancia.

—No creas, hace mucho que no. —Y, sin embargo, pensar en la música, hace que una bonita calidez inunde mi pecho—. Tocaba el piano y después aprendí a tocar la guitarra, pero lo dejé hace unos años.

—¿Por qué?

Dos palabras, dos simples palabras que se clavan en lo más profundo de mí y me arrebatan el habla. Boqueo de nuevo, sin tener muy claro cómo contestar. ¿Por qué lo dejé? Ni yo misma lo sé. La música siempre me hizo feliz, me dio ganas para continuar, para enfrentarme a las situaciones complicadas. En el fondo, la echo de menos, pero para llegar a ese sentimiento hay que recorrer una espesura de miedo. Y el miedo es más fuerte.

En mi caso, siempre es más fuerte.

Samantha parece comprender que ha metido la pata y se apresura a disculparse, pero no hace que me sienta mejor.

—Oh, perdona, he sido una cotilla.

—Da igual.

El pesaroso silencio vuelve sobre nosotras como un pesado manto del que no me puedo deshacer. Siento ganas de encender la tele y tenerla de fondo, pero supongo que ese gesto sería algo maleducado para Samantha, que ha organizado todo esto con intención de conocernos mejor, por eso, intento volver a una conversación sencilla:

—He visto tus dibujos, son muy bonitos.

Los suele dejar tirados por toda la casa, así que es complicado no verlos. A mí, por el contrario, me gusta el orden. Me gusta que cada cosa esté en su lugar, ocupando el espacio que se le ha asignado, por eso, las cosas de Samantha parecen siempre estar rompiendo ese orden, pero a veces no me importa porque eso me hace ver sus pequeñas obras de arte. Es cierto que son bonitos, admiro mucho esas manos, capaces de crear verdaderas maravillas.

—¿De verdad lo crees? —Es la segunda vez que logro sorprenderla con un cumplido.

—Sí, a mí nunca se me ha dado bien dibujar.

—Es cuestión de práctica, supongo que como la música.

Quiero decir que nunca es suficiente con practicar, que también tienes que sentir esa necesidad por lo que haces. Ese cosquilleo cuando tus dedos acarician las teclas del piano o el evadirte con las primeras notas musicales. Hay que sentir pasión para practicar sin descanso hasta que comienzan las mejorías. Supongo que ella siente lo mismo al dibujar, como un escritor al escribir o un escultor al agarrar el dintel. No basta con practicar sin descanso, también hay que vivirlo.

Y creo que eso es lo que me falló a mí, el motivo por el que lo dejé. Había desaparecido ese sentimiento; cuando tocaba, no sentía nada, tan solo el incesante vacío al que ya me había acostumbrado.

¿De qué servía seguir con eso si era yo la primera que no disfrutaba con mis obras?

Terminamos de cenar entre conversaciones banales y yo casi que agradezco ese cambio en el que dejamos de hablar de nuestros pasados y nos remontamos a nuestro presente, a nuestros empleos, compañeros de trabajo, anécdotas del día a día…

Estoy a punto de decir que me voy a la cama, que mañana tengo que madrugar, cuando Samantha me pide que no vaya sin hacer una última cosa. Espero, mientras saca de uno de los cajones del salón un tablero de ajedrez y una caja con las figuras.

—¿Sabes jugar? —me pregunta, a lo que respondo con un asentimiento—. ¿Una partida antes de ir a dormir? ¿Por qué no lo ponemos interesante? ¿Qué te parece si nos jugamos arte?

Samantha.

—¿Jugarnos arte? —pregunta Leyre, algo confusa mientras observa cómo coloco las piezas—. Creo que no te sigo.

Levanto la mirada durante un segundo para encontrarme cara a cara con la duda de sus ojos. Sonrío. Es como el brillo inocente de los ojos de un niño, solo que mucho más serio y… casi apagado. Pero a pesar de eso, todavía puede verse dibujado en sus pupilas azules como el cielo. Nunca me había detenido a observar sus ojos. Son muy bonitos.

Me levanto, todavía sonriendo.

—Es fácil: yo me muero de ganas por verte interpretar algo con la guitarra y además lo único que se me da bien es dibujar. —Señalo el tablero, preparado para el juego—. Si tú ganas, te hago un dibujo, el que tú quieras, has dicho que son bonitos, así que te lo dedicaré solo para ti, pero si yo gano... en tu próximo viaje a San Sebastián traes tu guitarra.

Logro hacer que abra mucho los ojos, como si no esperara para nada lo que tengo en mente. Vuelvo a acomodarme en el suelo, con las piernas cruzadas y una evidente invitación en mi forma de mirarla para que tome asiento. Ella lo hace, algo tímida; también se sienta en el suelo, con el tablero delante, pero con una expresión no demasiado convencida.

—Samantha, no sé yo si...

—¿Por qué no? ¿Tan mala eres?

Sin querer, parece que atino en el punto exacto que la hace fruncir el ceño y que la duda abandone su rostro, de hecho, cuando vuelve a hablar, capto un cierto tono resignado en sus palabras:

—Fui campeona de varios torneos en mis años de instituto.

No tiene pinta de ser la típica que jugaba al ajedrez en el instituto, aunque en realidad, no me la imagino cumpliendo ningún rol en el instituto. Quizá la chica guapa de la que todos estaban enamorados en secreto. Podría cumplir ese rol si quisiera: es guapa y diría que también inteligente. La imagino con ropa de hace diez años y con el pelo a la altura de la cintura y confirmo que, en efecto, sería la chica de la que yo me habría enamorado en el instituto.

Aunque, a decir verdad, yo era una enamoradiza de manual, creo que en esa época me habría enamorado de cualquiera que me mirara de la forma que Leyre me mira y que tuviera una figura femenina.

—¡Genial! Así estamos igualadas. —Me acomodo sobre el cojín en el que me he sentado—. También se me da bien el ajedrez.

Cuando mira las piezas, esta vez encuentro interés. Se muerde el labio inferior, todavía pensativa y finalmente se encoge de hombros con una seguridad que no había visto todavía en ella.

—Lo cierto es que hace mucho que no juego y no puedo decir que no a una partida.

A modo de respuesta, giro el tablero hasta que las fichas blancas quedan frente a ella.

—Venga, te dejo las blancas, empieza.

Movemos ficha un par de veces cada una y no puedo evitar darme cuenta de que las manos de Leyre, siempre ocultas bajo sus anchas mangas largas, se mueven con decisión sobre el tablero. Una decisión que nunca habría jurado propia de ella. Mi vista se mantiene fija sobre su rostro cuando piensa en el siguiente movimiento o cuando trata de ocultar una sonrisilla, supongo que al imaginar que próximamente logrará su objetivo de acabar con alguna de mis piezas.

—Entonces... ¿campeona en el instituto? —pregunto, cuando se deshace de mi primer peón.

Asiente, casi diría que orgullosa antes de volver a mover a su alfil.

—Mi hermana iba a clases y practicaba conmigo en casa. —Se encoge de hombros y sonríe—. Al final resultó que se me daba mejor a mí que a ella.

Leyre nunca habla de su familia, de hecho, si no fuera porque su madre la llama al fijo de casa un par de veces a la semana, intentando hablar con ella (a veces sin éxito), diría que la joven no tiene familia. Es una opción algo cruel pensar que alguien está solo en el mundo, pero por mucho que he intentado sonsacar a Leyre temas de conversación triviales como la familia o su procedencia, ella siempre me evitaba. De hecho, casi me parece un milagro lo mucho que he conseguido esta noche.

Ha sido una buena idea, por mucho que Álex me dijo que Leyre nunca querría compartir esto conmigo. De hecho, ahora me siento orgullosa de mi decisión y de no haber hecho caso a mi amiga. Leyre ha resultado ser una chica de lo más interesante: nunca diría que toca la guitarra ni que hubiera ido a la universidad. No somos tan diferentes, al fin y al cabo, hay un tema que nos une y que a mí me parece que es lo suficientemente fuerte como para no dejar escapar la oportunidad de conocer más a fondo a mi compañera de piso: las dos somos aficionadas del arte, las dos lo hemos estudiado en profundidad… y lo normal sería que las dos quisiéramos ganarnos la vida con él.

Supongo que hay algunos puntos de ella que todavía se me escapan.

—Yo no tengo hermanos —continúo con la conversación anterior—. Bueno, ahora sí, uno pequeño... Mi padre volvió a casarse hace poco y acaba de darme un hermanito.

—Oh, eso es genial —responde ella, con tono alegre.

Hace unos meses mi padre tuvo un hijo con su actual pareja; un pequeñín de lo más adorable llamado Marcos que por desgracia solo puedo ver cuando voy de visita a Barcelona.

—Volveré a verle en navidad —celebro, sonriente—, cuando vuelva a Barcelona, mientras tanto solo veo cómo crece a través de las fotos que me envía Amanda, la mujer de mi padre.

Cuando Leyre sonríe, no puedo evitar pensar que por primera vez estoy viendo una alegría sincera en su rostro. No pueden fingirse ese tipo de gestos, esa forma en que un rostro brilla ante una idea o pensamiento.

—Siempre quise ser profesora de música, los niños son pura alegría.

Pestañeo, incrédula ante la noticia. Durante la cena me ha revelado que estudió Educación Primaria, pero nunca imaginé que tuviera tan claro que quería ser profesora de música. Eso hace que un montón de preguntas aborden mi mente de repente: si lo tiene tan claro… ¿por qué está aquí?, ¿por qué tiene tantos trabajos y ninguno relacionado con eso? Debería estar en San Sebastián, dando clase de música, como afirma que siempre quiso.

A pesar de que deseo hacerle todas esas preguntas, prefiero callar, finalmente. Por su gesto me queda claro que no quiere hablar del tema y no soy quién para hacerle ningún interrogatorio.

—A mí no me terminan de convencer —respondo, aprovechando el tema que hemos dejado abierto—, aunque supongo que es porque siempre he vivido alejada de ellos... de pequeña siempre quise tener un hermano. —Se muerde el labio inferior de nuevo, mientras medita su siguiente movimiento—. ¿Profesora de música entonces?

—Sí, aunque lo cierto es que dejé a medias la oposición. Debería retomarlo algún día, aunque ahora mismo no me veo como profesora.

Esta vez es ella la que logra confundirme.

—¿Por qué no? —No puedo evitar preguntar.

Parece una pregunta algo complicada de responder para ella, porque suelta un suspiro y clava la vista en la pared, como si en las motas de gotelé pudiera encontrar la respuesta. Tras unos segundos en los que me da tiempo a mover ficha, se encoge de hombros, restándole importancia.

—Antes me hacía feliz pensar que podría llegar a dar clase, ahora... —Hace una pausa antes de negar con la cabeza—. No sé, es complicado.

Se olvida de la pregunta centrándose en su siguiente movimiento, uno que no me da tiempo a analizar, antes de preguntar:

—¿Para qué retomar la oposición entonces?

Esta vez, no se deja tiempo para meditar la respuesta, de hecho, es como si ya la tuviera bien clara. Como quien se tatúa en su piel su filosofía de vida, Leyre me revela la suya:

—No me gusta dejar las cosas a medias.

Comprendo entonces lo diferentes que somos: ella debe de ser una de esas personas tan serias y entregadas que, aunque odien lo que hacen, no abandonan. Su cuerpo no deja de trabajar y su mente no se permite plantearse ni un segundo el poder apartarse y dejar todo a un lado. Yo, por el contrario, no soy capaz de hacer nada si no tengo claro un objetivo. Si no creo en él. He abandonado mil ideas, mil proyectos, por el simple hecho de que no me motivaba continuarlos. Siempre lo he hecho orgullosa, sabiendo que es lo mejor para mí.

Pero Leyre no parece ser de esas personas. No parece ser como yo.

—Eso es de ser muy cuadriculada, ¿no crees? —Sé que no comprende por dónde voy en el momento que me lanza una mirada confusa, así que me humedezco los labios antes de explicar—: Obligarte a terminar algo en lo que no te ves trabajando...

—No podría dejarlo abandonado —se niega, interrumpiéndome—. Espero algún día poder cumplirlo.

Todo hace clic de pronto en mi cabeza: no puede abandonarlo porque todavía es lo que más desea, por mucho que trata de olvidarlo cobijándose en una vida ajetreada en la que no se deja tiempo ni para respirar. Prefiero no hacer más preguntas al respecto porque sé que ella no está dispuesta a responder nada más y porque comprendo lo duro que puede llegar a ser un tema como estos para alguien. Yo misma lo vivo cada día, siempre que me pregunto qué será de mi futuro, si trabajaré en la oficina toda la vida o si tendré el valor algún día para dejarlo.

Aparto al instante esos pensamientos de mi mente: tampoco yo quiero hacerme daño esta noche.

—Si eso te hace feliz espero verte terminarlo. Todos deberíamos cumplir los sueños que siempre hemos deseado. —Sonrío, cerrando el tema—. Nos lo merecemos.

—¿Cuál es el tuyo?

Su pregunta es como una bofetada, no porque me cause dolor, sino porque no me espero que de pronto los roles cambien y ella sea la que pregunte y yo la que responda. Me concedo unos segundos extras para pensar fingiendo que no la he oído, a pesar de que ha sido bastante clara:

—¿Qué?

—Tu sueño —aclara, también con una sonrisa que apenas es una curvatura en sus labios cerrados—, ¿cuál es?

Lo tengo claro y, a pesar de eso, me encuentro sonrojándome al contestar.

—Siempre quise poder acceder a una de esas becas para artistas en las que viajas por todo el mundo para ver, conocer e inspirarte —revelo, tragando saliva—. Después, quizá, exponer mis obras para que todos puedan verlas...

Las palabras se quedan atascadas en mi garganta. Bajo la vista, lo que ella malinterpreta y se apresura a disculparse:

—Oh, lo siento mucho.

—No —niego, volviendo a sonreír para demostrar que no pasa nada—. Es solo que… mucho me temo que estoy lejos de conseguir algo así: el arte no está demasiado valorado y… tampoco tengo conocidos que puedan ayudarme. Algunos de mis compañeros de universidad han conseguido más en este año que yo desde que salí de la carrera.

Es un tema con el que llevo castigándome mucho tiempo: han pasado más de dos años desde que terminé la carrera y no he logrado nada de lo que me había planteado mientras que ya he visto algunas obras en exposición de antiguos compañeros míos. Algunas están colocadas en pequeñas exposiciones y más que por su talento están ahí por conocer a «x» persona importante. Sé que no debería avergonzarme por ello, pues cada uno alcanza las oportunidades que se le ofrecen y que quizá en un futuro yo tenga las mías, pero no por ello puedo evitar sentir ese pinchazo de culpabilidad cuando un antiguo compañero nos invita a ver su obra en yo qué sé qué exposición o cuando otra conocida me dice que han seleccionado su diseño para un cartel publicitario. Su diseño. El que ella ha diseñado y creado, no sintiéndose obligada a seguir los parámetros de una empresa.

—Bueno… tú tienes un trabajo, ¿no? —Sonríe, tratando de animar la mueca decepcionada que se me habrá quedado.

—Uno que no me entusiasma —respondo—. Donde no se valora una obra y donde todas son anónimas. Tan solo hechas por la empresa de ilustración.

Leyre oculta sus ojos como cielo en un gesto que vuelve a pretender ser una disculpa, pero yo sonrío, aunque en una sonrisa menos sincera, tratando de restarle hierro al asunto.

—Paciencia supongo, seguro que todo va cambiando poco a poco.

—Supongo.

La partida continúa en silencio y puedo comprobar que, tal y como afirmaba Leyre, es buena. Es como si ya pudiera ver mis movimientos antes de que los haga, pero, a pesar de eso, mi padre me enseñó los mejores trucos y puedo hacerle frente, incluso con ventaja.

Aunque, finalmente y disimulando, dejo que haga ese movimiento que le da la victoria, a pesar de que hace unos cuantos que podía haberlo evitado e incluso tenderla una emboscada.

Pero esta no es mi noche.

Sonríe, victoriosa, y tras ayudarme a recoger las piezas, todavía liberando orgullo por cada poro de su piel, se despide alegando que es muy tarde y que mañana tiene que trabajar.

Y yo no puedo evitar soltar una carcajada silenciosa al pensar qué haría si supiera que la he dejado ganar. Supongo que es hora de que prepare mis pinturas, aunque tengo más que claro qué voy a dibujar.

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190 стр. 1 иллюстрация
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9788418616044
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