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Los colores de tu alma
Emma Hurtado Martín
Primera edición en ebook: Diciembre, 2020
Título Original: Los colores de tu alma
© Emma Hurtado Martín
© Editorial Rara Avis
ISBN: 978-84-18616-04-4
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
Para todas aquellas mujeres que cada día luchan
por continuar, para las que son fuertes como guerreras
y para las que creen que rendirse es mucho más fácil
que continuar peleando.
Es vuestro momento.
Para Silvia, la primera lectora de esta historia.
PRIMERA PARTE:
Leyre.
Me aferro a la taza de café mientras acomodo la espalda en la pared. Creo que, de mi nueva casa, este es mi lugar favorito. Paso las horas muertas mirando por la alta ventana, que llega hasta el suelo, donde me siento para contemplar a la gente de la calle. Me gusta seguirlos con la mirada, imaginar dónde van, tratar de adivinar sus nombres solo por sus ropas, su rostro o por el ritmo de su caminar.
El sonido de la tele siempre de fondo porque odio el silencio que me rodea si no escucho ese constante zumbido a mi espalda. Me tranquiliza, me obliga a pensar que no estoy sola. Odio quedarme sola.Un niño, en la calle, cruza el paso de cebra sobre su patinete y una mujer pasea a su perro, ambos ajenos a los ojos indiscretos que los siguen. El halo de siempre los envuelve como una cálida manta de colores, aunque eso solo yo puedo verlo.
Ese don es solo mío.
El alma del niño es de colores cálidos, como el verano, mientras que en la de la mujer predominan colores más rosados. He tenido tiempo suficiente como para aprender a clasificar esas tonalidades: el color amarillo corresponde a la inocencia, a la ternura, mientras que el rosa es un poco más serio. No hay amarillo en el alma de la mujer y es que solemos perder esa inocencia a medida que crecemos.
En el alma de la mujer también hay cicatrices. Son pocas y todas remendadas, pero bastante evidentes. Me pregunto qué las habrá creado; quizá un desengaño amoroso ya superado o un sueño que nunca pudo llegar a cumplir. Son almas sanas, a pesar de todo, las almas de personas felices.
Nunca olvidaré el día que se manifestó en mí este don. Era una niña, estaba jugando en el parque y de repente, el arcoíris se manifestó, rodeando a una de las niñas que se columpiaba. A pesar de los rápidos movimientos de su cuerpo, ese extraño halo la seguía, continuaba pegado a la pequeña y ella no parecía darse cuenta del color que la rodeaba. Aparté la vista de ella y la posé sobre las madres que nos vigilaban, charlando alegremente. Todas tenían sus propios colores y en algunos casos, el aura se veía interrumpida por cortes. Eran como heridas. En algunos casos estaban cosidas, remendadas, mientras que en otros el corte era tan profundo que podía ver a través de él.
Grité, asustada, cuando bajé la vista a mis manos y también vi la nube colorida que parecía haberse materializado a nuestro alrededor sin previo aviso.
Las madres acudieron a socorrerme, malinterpretando el motivo de mi miedo, pero solo me sentí a salvo cuando mi abuela me rodeó con sus brazos y me llevó a un lugar apartado.
—¿Qué ocurre, mi niña? —pregunto, clavando sobre mis ojos los suyos, de color azul como el agua de mar.
Me horroricé al ver que ella también lo tenía: el color. Los suyos, sin embargo, eran mucho más variados que los del resto de las madres. Tenía el amarillo de la inocencia, el rosa de la madurez y el azul, que más tarde aprendí que estaba relacionado con el positivismo y la ilusión. Aunque también tenía cicatrices, todas tan profundas que a pesar de que la mayoría estaban remendadas, me hicieron soltar una exclamación de confusión.
—Hay… algo. A vuestro alrededor, todos lo tenemos…
Lejos de mirarme como su hubiera perdido la cabeza, mi abuela me sonrió. Jamás olvidaré esa sonrisa, tan cálida, tan sincera. Me volvió a rodear con sus brazos, esta vez, susurrándome al oído:
—Oh, pequeña, no tengas miedo.
Es increíble lo que un abrazo pudo hacer por mí en ese momento. Su abrazo. El miedo se esfumó por el simple hecho de que ella parecía estar feliz. Sentí la calidez bajo sus brazos y supe que no había nada que temer, porque ella estaba conmigo.
Fue increíble lo mucho que pudo hacer un abrazo.
El sonido de la puerta interrumpe mis pensamientos y cuando me vuelvo, encuentro a mi compañera de piso irrumpiendo en el salón.
—Ah, hola —saluda, algo confusa al verme aquí—. Pensé que estarías trabajando.
—Tenía el día libre en la oficina.
—Oh, qué suerte.
Preferiría tener que trabajar hoy, la verdad; eso sí que sería una suerte. No me gustan los días libres: todavía no conozco esta nueva ciudad lo suficiente como para preparar algún plan y el silencio de esta casa se me hace ensordecedor. Paso los días libres aquí encerrada, completamente sola, mientras miro por la ventana a esa cantidad de gente caminando alegres. Los envidio. Muchísimo.
—Sí, una suerte —respondo, volviendo a posar la vista en la calle.
Samantha es un verdadero torbellino, aunque no me hace falta mirar el color de su aura para saberlo; cualquiera lo encontraría reflejado en esos ojos color avellana. Su brillo ilumina todo su rostro, transmite la energía que tiene en su interior. Tiene una larga melena oscura que resalta sobre su piel mulata y cae sobre su espalda como una cascada tan negra como el ala de un cuervo.
Pero para qué mentir, en mi caso, lo primero en lo que me fijé de ella fue en los colores de su aura, donde hay tantos que incluso el mismísimo arcoíris sentiría envidia. Tonos amarillos, rojizos, azules y verdosos rodean a la chica en un halo misterioso, que me obliga a recorrerlos uno por uno cada vez que se cruza en mi mirada.
Y eso que llevamos ya dos meses viviendo juntas y he tenido más encontronazos con ella de lo que me gustaría.
—Tu madre llamó ayer, por cierto, mientras estabas en el supermercado.
Pongo los ojos en blanco sin siquiera molestarme en volver a mirarla. Sé que a mi madre no le gusta que haya venido aquí, a Madrid, tan lejos de casa. Sé que ha dejado de alegrarse por mí cada vez que la llamo para decirle que he encontrado un nuevo trabajo y que cada vez que habla conmigo, insiste en venir a verme, a pesar de que mi respuesta siempre es negativa.
—Dijo que te dejaste la guitarra en casa —continúa Samantha, al ver que no contesto—. No sabía que tocaras la guitarra.
Su tono vuelve a ser alegre, pero yo solo despego la mirada del cristal para levantarme y refugiarme en mi cuarto.
—Oh, sí, bueno... tocaba. Hace mucho que no toco. No se me daba bien.
Esa estrategia es la misma que lleva usando mi madre dos meses, desde que vivo aquí. Sé que quiere que vuelva, sé que quiere verme y me ha insistido en numerosas ocasiones en que debo llevarme la guitarra y las viejas partituras que adornaban mi habitación de San Sebastián para volver a tocar.
Sé que quiere que vuelva a cantar.
Pero ahora mismo, mi voz se negaría a salir de mi garganta, se quedaría atrapada en mi cuello, asfixiándome.
No quiero volver a cantar y por el momento no quiero volver a casa. Estoy aquí para empezar una nueva vida, para conocer a una nueva Leyre y traer mis antiguas cosas no va a ayudar a que pueda empezar con esa difícil tarea.
Cierro la puerta tras de mí, cortando la voz de Samantha, que creo que me devolvía una respuesta.
Me encuentro entonces cara a cara con la chica que me devuelve la mirada en el espejo. No me gusta que el espejo esté frente a la puerta y siempre que mis ojos se detienen sobre él cuando entro, suelto una maldición.
No me gusta lo que veo.
No me gusta esa chica paliducha y delgada que me devuelve la mirada, de cabello corto, negro teñido, aunque el recuerdo de que fue rubio es evidente en las raíces que empiezan a mostrar su verdadero tono. Lo único que me gusta de la chica del espejo son sus ojos, azules como el mar, igual que los de mi abuela. Su don no es lo único que heredé de ella, aunque si me hubieran dado a elegir, hubiera querido recibir todas aquellas cosas por las que siempre la admiré.
Aunque eso ya da igual, al fin y al cabo, hace algunos años que ya no está.
Mi aura tampoco me gusta porque no tiene colores. Es completamente gris, como un día de tormenta. Las cicatrices la recorren entera, colmándola de agujeros a través de los que puedes ver el paisaje de mi espalda. Ninguna está remendada.
Todavía.
Para eso estoy aquí; para remendarlas. Y no me marcharé hasta que no lo haya conseguido.
Cuando vuelvo a escuchar la puerta cerrarse, salgo de mi escondite: Samantha debe de haberse marchado a trabajar o habrá quedado con alguna amiga para ir a una cafetería. A veces también la envidio a ella, me gustaría poder seguir su ritmo, poder contar con alguien con la que salir a tomar algo y olvidarme de los fantasmas que abordan mi cabeza.
En un intento de hacer precisamente eso, pongo la tele de nuevo, esperando de que su zumbido invada en el pequeño salón que Samantha y yo compartimos. Hay una película mala de Antena 3, y a pesar de que ya está empezada, la dejo puesta, aunque no le hago demasiado caso.
Pascal salta de pronto sobre mi regazo, sobresaltándome. Gira sobre sí mismo y se acurruca a mi lado, con la cabeza lo suficientemente cerca de mi mano como para que con solo un corto movimiento pueda rascarle entre las orejitas.
Cuando me mudé aquí, Samantha me advirtió de que su gato solía ser algo desagradable con los extraños, que no le gustaban demasiado las visitas y que necesita pasar contigo mucho tiempo antes de permitirte un mínimo de confianza. Conmigo, por supuesto, es diferente; siempre tan cariñoso y cercano. Supongo que tiene que ver con el hecho de que siempre me haya llevado bien con los animales. Ellos también pueden ver el alma de las personas, como yo. Por eso lo tienen fácil para con una breve mirada ver más allá de la capa más superficial que todo el mundo deja ver. Pascal es receloso con los desconocidos, pero cuando me vio por primera vez, recuerdo que ladeó la cabeza, curioso. Se acercó a mí con lentitud y me olisqueó antes de dejarme acariciar su pelaje completamente negro.
Vio en mí, por primera vez en mucho tiempo, una compañera, alguien como él.
El alma de los animales no tiene colores, como la de las personas, todas son blancas. Puras. A ellos no les mueven deseos egoístas o superficiales, tampoco sentimientos complejos, no van más allá de la alegría, la tristeza, la añoranza o el miedo. Todas sus cicatrices se remiendan enseguida, en el momento que encuentran a alguien con quien compensar ese dolor pasado. Pascal tiene algunas cicatrices, pero están olvidadas, tanto, que apenas son perceptibles. Samantha me contó que lo rescató de la calle cuando se mudó a Madrid, que le habían abandonado y maltratado por su pelaje completamente negro, probablemente alguien lo suficientemente supersticioso como para tragarse los bulos que relatan por ahí sobre los gatos negros.
Pero mi compañera le dio un nuevo hogar, le dio el cariño que siempre había necesitado y Pascal sanó sus cicatrices en cuestión de meses. Ahora, supongo que apenas recuerda una vida anterior y si todavía lo hace, la olvidará con el tiempo, en el momento que haya compartido con Samantha y conmigo los suficientes momentos felices para él.
Ojalá las cicatrices fueran tan fáciles de sanar para nosotros. Ojalá sirviera con compensar el daño, con olvidar un tiempo anterior y con dar gracias por haber logrado superarlo. No. Definitivamente los humanos somos mucho más complejos, mucho más… complicados. Nuestras almas no son puras, se van ensuciando con las decisiones que tomamos, vemos en ellas reflejadas nuestra naturaleza.
Y las cicatrices nunca dejan de ser parte de nosotros, por muy remendadas que estén.
Pascal me lame la mano cuando dejo de acariciar su cabecita y me devuelve un maullido.
—Es nuestro secreto, ¿verdad, Pascal?
Me tomo su segundo maullido como un asentimiento.
Siento como el silencio me arrastra
a la más profunda oscuridad y como
me acaricia con sus largos y huesudos
dedos.
Los gritos ensordecedores se clavan en
mi cabeza, hieren mi piel como espinas
de rosal cortando mis brazos. Mi alma.
El arcoíris desaparece y torna a un color
grisáceo.
Dolorida.
Angustiada.
Muerta.
Porque todo está muerto en el silencio.
Y ahora, todo es silencio.
Leyre.
Samantha.
Leyre y yo llevamos cerca de dos meses viviendo juntas y, a pesar de eso, tengo la sensación de que vivo con una extraña. Apenas pasa tiempo en casa; por lo que me ha contado alguna vez tiene tres trabajos: uno de turno de mañana, otro de tarde y otro de fines de semana. Además, creo que estudia una carrera a distancia, algo de economía o ADE. No estoy segura porque siempre que trato de hablar con ella, me rehúye, se marcha a su habitación como acaba de hacer o se limita a dedicarme respuestas cortas con las que es imposible seguir una conversación y eso que me considero una buena conversadora.
Algo me dice que debería dejar de intentarlo, que, si quiere estar sola, no soy nadie para romper ese equilibrio, pero lo cierto es que el orden y el equilibrio siempre me han sacado de quicio. No me puedo creer que una persona pueda llevar la vida que lleva Leyre: siempre trabajando o encerrada en casa. A veces me pregunto si no necesitará a una amiga, alguien que esté a su lado. Si yo tuviera la vida que ella lleva, me volvería loca, loca de remate.
El timbre resuena por todo el salón con insistencia, por eso, no me hace falta siquiera preguntar quién está en el portal para imaginar que se trata de Álex. Casi puedo oler desde aquí esa colonia tan empalagosa de frutos del bosque que se echa últimamente a pesar de que no ha terminado de subir las escaleras.
Llega jadeando y colocándose las enormes gafas de pasta, que siempre le bajan hasta la punta de la nariz.
—¡Estas escaleras van a acabar conmigo un día! Ya podías haberte mudado a un primero, Samantha Reyes.
—Así haces ejercicio, que se te está cayendo el culo.
Ella me lanza una fingida mirada envenenada antes de sonreír. Quizá no le costaría tanto subir la escalera si no fuera tan cargada: lleva una mochila a la espalda, la bandolera del portátil y un bolso colgado del hombro. No me hace falta que empiece a hablar antes de imaginar a lo que ha venido, lo que me hace soltar un bufido exasperado antes de tirarme sobre el sofá, espantando a Pascal.
—¡Por dios, Álex! ¡No me digas que has venido a…!
—A ponerme al día —responde por mí—. Pues sí, y tú vas a decirme todo lo que habéis hecho toda la semana.
—Se supone que estás de baja, ¿sabes? Disfruta un poco de la libertad.
—No puedo disfrutar pensando que estáis haciendo todos mis trabajos y que yo no estoy ahí para ayudar y nuestros jefes tampoco disfrutan, ya te lo digo…
Pongo los ojos en blanco. Estoy casi segura de que ese miedo es infundado: no va a perder su trabajo por estar una semana de baja, por mucho que ella se empeñe en pensar que, si no está ella en la oficina, el mundo se detiene.
—¿Qué te dijo el médico? —pregunto, mientras ella se acomoda en el sillón.
Apenas he tenido tiempo de hablar con mi amiga tras su baja, tan solo intercambiamos algunos WhatsApp y cuando he insistido en ir a verla, ella siempre me respondía que no estaba en condiciones. Solo sé lo que me ha dicho en esos mensajes: que estará de baja una semana y que tenía que ponerla al día de todos nuestros proyectos, para que pudiera trabajar desde casa, cosa a la que yo, por supuesto me negué. Álex necesita descansar, no estar pendiente del trabajo de la oficina, pero parece que la cabezonería de mi amiga no se puede ignorar tan fácilmente y hace un rato me ha llamado, diciéndome que estaba de camino a casa.
—Que es por el tratamiento hormonal —responde, encogiéndose de hombros—. Efectos secundarios.
Sabía que esas pastillas tenían muchos efectos secundarios, al fin y al cabo, deben de ser como una bomba para el cuerpo de alguien. Álex, sin embargo, empezó el tratamiento hace unos meses colmada de ilusión y no parece que ningún vómito, dolor de cabeza o mareo vaya a quitarle eso. Siempre ha sido como un saco de alegría; esa sonrisa parece un tatuaje en su rostro, uno que no se va por todas las adversidades que vengan.
Yo, sin embargo, trago saliva, un poco más preocupada que ella.
—Vaya.
Le resta importancia con un movimiento de mano, mientras coloca el portátil sobre sus piernas y señala lo que considera verdaderamente importante.
—¿Qué habéis hecho esta semana?
Suelto un bufido, echando la cabeza hacia atrás y haciendo que mi pelo se desparrame por encima de la funda de estrellas que cubre nuestro sofá, para que Pascal no lo llene de pelos. Trato de memorar lo que hemos hecho durante toda la semana, pero eso solo me arranca una mueca algo malhumorada. No me gusta nuestro trabajo en la empresa de ilustración; adoro dibujar, adoro dedicarme a lo mío… pero odio la monotonía que se respira en ese lugar, el poco margen que tenemos para demostrar todo lo que sabemos hacer.
—Nos han pedido que diseñemos un cartel para un concurso de poesía. —Llega a mi mente, al fin.
—¡Oh! —es la única respuesta por parte de mi compañera, que supongo que piensa lo mismo que yo.
—Sí, ¡oh! —Guardo un momento de silencio antes de volver a suspirar—. Qué mal, Álex... Yo no estudié bellas artes para trabajar haciendo carteles de poesía, yo quiero acceder a galerías, enseñar mis dibujos...
Quiero poder hacer lo que se me antoje, poder ser yo misma en mis creaciones. Es lo que más adoro del arte: el hecho de poder expresar de alguna manera lo que ni siquiera las palabras pueden hacerlo. Poder ser yo haciendo algo bello. Es en lo que pienso mientras mis manos pasean rápidas sobre un papel, con un lápiz en la mano o mientras diseño mi próxima acuarela.
En la empresa de ilustración no nos permiten libertad, siempre nos obligan a adaptarnos a sus parámetros, siempre sus mismos parámetros absurdos. Si mostráramos por ahí un diseño mío y otro de Álex, nadie diría que la autora es diferente porque siempre hacemos los mismos malditos trabajos.
—Ya, pero subir tus dibujos a Instagram no te da dinero, Sam, y esto —señala la pantalla de su portátil—, paga tu alquiler.
A pesar de que tiene más razón que un santo, no puedo evitar reír.
—¿En qué momento has empezado a hablar como los adultos? —La golpeo con un cojín, descolocando sus gafas.
—¡Eres adulta! ¡Asúmelo de una vez!
Eso es lo que a ella le gustaría. Vuelvo a sonreír, mientras me obliga a reenviarle el email del pedido del cartel para poder leer lo que tenemos que hacer, lo que me obliga a volver al tema inicial. Entonces, mi sonrisa se congela en mi rostro al imaginar la terrorífica realidad a la que mi amiga tanto teme.
—¿De verdad crees que podrían despedirte por cogerte una baja?
No hay una respuesta inmediata; se echa hacia atrás, colocando la espalda sobre el cojín y suelta un suspiro, subiéndose las gafas a su lugar. Cuando hablo, noto un toque amargo en sus palabras:
—Ya sabes que se lo pensaron mucho a la hora de contratarme, no quisiera darles incentivos para que se lo piensen mejor y...
—Pero… ¡qué dices! —interrumpo—. Eres una de las mejores ilustradoras, tus dibujos son increíbles.
Es la verdad: Álex siempre se ha tomado más en serio este trabajo que yo. Desde que nos conocimos en la universidad, en realidad, se lo ha tomado todo mucho más en serio que yo. Siempre fue una de las mejores de la clase, se esforzó por tener un expediente impecable, obtuvo becas de excelencia y en cuarto curso incluso la contrataron en una beca de colaboración. Cuando nos graduamos, hace ya un año, a pesar de ese impecable historial, no encontró trabajo de inmediato. Yo misma llevé su currículum a la empresa en la que acababa de entrar, que no era ninguna maravilla, pero al menos serviría para que pudiera seguir pagando su alquiler y no tuviera que volver a casa de sus padres. Pidió a la universidad una carta de recomendación, se encargó de que su excelente rendimiento quedara bien remarcado, llevó algunas de sus mejores obras a la entrevista… y a pesar de eso, se lo pensaron demasiado. Son las injusticias por las que tienen que pasar las mujeres como Álex: puedes tener un excelente currículum, que por el simple hecho de que te consideren diferente, pueden prescindir de ti.
En ese tipo de mundo vivimos.
—Además, si te despidieran iría yo detrás, no estaría de parte de esa injusticia —añado, apretando los puños al imaginar que tuviera que pasar por eso por el simple hecho de enfermar.
—Sabes que no te dejaría hacer eso —responde, con un tono algo más duro.
—¡Es lo que deberíamos hacer todos! Si se comete una injusticia, arremeter contra ellos, al fin y al cabo, el cliente es el que selecciona, ¿te has planteado qué pasaría si todos le hiciéramos boicot a una gran empresa?
Es un pensamiento que siempre he tenido muy presente. ¿En qué nos convierte el hecho de saber lo que está ocurriendo y mirar hacia otro lado? Ese nivel de cobardía, de pasotismo, en mi opinión, te convierte en lo mismo que la persona que comete la injusticia. Hay quien no nos conformamos con no mirar hacia otro lado, hay quien queremos ir más allá. Quien quiere luchar hasta el final, pero no puede porque se encuentra completamente sola en su causa. Sé de sobra que nadie me seguiría y no estoy segura de si eso me apena o me saca de mis casillas.
—Eso es imposible.
—Por culpa de ese pensamiento vivimos a su merced. —Niego con la cabeza, cruzándome de brazos.
Álex me dedica una sonrisa agradecida; no sé en qué momento ha ido a por mi portátil y lo ha encendido, pero me quedo embobada mirando el fondo de pantalla de nuestro viaje a la Toscana, el que hicimos juntas cuando terminamos el grado. Reímos, abrazadas, con la impresionante Italia a nuestra espalda.
—¿Has empezado con el diseño del cartel? Veo que no.
Me muerdo el labio inferior, dedicándole una mirada de disculpa. Por supuesto que no lo he empezado: no he encontrado fuerzas ni ganas para empezar ese trabajo por encargo tan… poco esperanzador. Siempre que empiezo un diseño así me pregunto si pasaré el resto de mi vida haciendo carteles para externos a los que lo único que les interesa es que su mensaje quede claro, sin importar el diseño de detrás, por mucho trabajo que haya costado. No valoran el arte, no está bien pagado y… la empresa no parece hacer nada por poner remedio a eso. Ellos son felices con embolsar su tarifa, en mi opinión, demasiado baja teniendo en cuenta los quebraderos de cabeza que nos trae a los ilustradores.
—He estado ocupada y...
El sonido de unos pasos en la habitación de Leyre me interrumpen. La joven tose un par de veces antes de volver a sumirse en el silencio al que debe estar habituada. Álex me mira, con el ceño fruncido.
—¿Está la rara? —pregunta, confusa y abre mucho los ojos cuando me ve asentir—. ¡¿Qué dices?!
—¡Álex! —la amonesto—. No es rara...
He hablado a mis amigas de mi compañera de piso y todas parecen estar de acuerdo con Álex en que es una rarita. No me gusta que empleen ese calificativo con ella, de hecho, no me gusta nada esa palabra. Todos somos raros a nuestra manera, pero algunos tenemos la suerte de encontrar quien comprenda y adore nuestras rarezas. Probablemente si Leyre viera mi habitación colmada de dibujos también pensaría que soy una rara, pero Álex comparte conmigo el amor por el dibujo. Es una de las cosas que nos unió desde el principio y por el que esta amistad continúa a pesar de que ya no vamos a la universidad. Estoy segura de que la vida que lleva Leyre tiene una explicación lógica, aunque, a decir verdad, si yo trabajara tanto, me volvería completamente loca.
—No… casi nada —ironiza Álex, volviendo a posar la mirada en el portátil.
—Creo que tenía el día libre en la oficina, aunque no me ha dado detalles...
—¿Habéis mantenido una conversación normal en todo este tiempo?
Es evidente que no, aunque no puedo decir que no sea porque yo no lo he intentado una y mil veces, pero Leyre siempre huye a su habitación antes de que pueda profundizar un poco más en los pensamientos de mi compañera de piso.
—Lo intento, pero nunca parece dispuesta a hablar. —Me fijo en el lugar que siempre ocupa cuando está en casa: frente al cristal—. Había pensado que tal vez pudiera invitarla a cenar o algo así, para conocerla.
—No creo que quiera salir por ahí, si nunca lo hace.
Una loca idea cruza mi mente de pronto. Una loca idea que quizá no sea tan mala.
—Quizá pueda solucionar eso...