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Eduardo Villanueva Mansilla es doctor en Ciencia Política y magíster en Comunicaciones por la PUCP, donde es profesor principal del Departamento de Comunicaciones. Como parte de su interés en los estudios de internet, investiga la relación entre medios digitales y transformaciones políticas, así como las políticas públicas sobre información y comunicación política en medios digitales.



Rápido, violento y muy cercano:

las movilizaciones de noviembre 2020 y el futuro de la política digital

Serie Zumbayllu 2

© Eduardo Villanueva Mansilla

© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2021

Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú

feditor@pucp.edu.pe

www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

Imagen de portada: Alexandra Mucha Marcilla

Diseño de logo de serie: Augusto Patiño

Dirección de Comunicación Institucional (DCI) de la PUCP

Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP

Primera edición digital: setiembre de 2021

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

Las opiniones vertidas en este libro son de entera responsabilidad de su autor.

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2021-09821

ISBN: 978-612-317-681-5

Contenido

Presentación

Agradecimientos

A modo de introducción

Los eventos

Las narrativas

La acción colectiva como acción conectiva

Viralidad y mutación

Convergencia, divergencia y fake news

Glocalismo

El futuro

Referencias

Presentación

«El canto del zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los árboles negros

que cuelgan en las paredes de los abismos».

José María Arguedas, Los ríos profundos

¡¡¡Zumbaylu!! ¡¡¡Zumbaylu!!!, resuenan los gritos alborotados que sacan al niño Ernesto de la desazón, la melancolía, la soledad, el aislamiento y la incertidumbre que lo agobian en el internado donde lo ha dejado abandonado su padre.

¡¡¡Zumbayllu!!! ¡¡¡Zumbaylu!!!

¿Qué podía ser el zumbayllu?

El zumbayllu da título a uno de los capítulos más hermosos de Los ríos profundos. Como explica la estudiosa Isabelle Tauzin-Castellanos: «es un trompo al que Ernesto atribuye poderes mágicos. La danza del juguete restablece la comunicación entre los alumnos mientras lo contemplan, alzando el vuelo y bañado por la luz del sol»1.

Un trompo que da vueltas interminables sobre su eje. Y en su incesante movimiento, canta. Y en su incesante movimiento, brilla. Y en incesante movimiento, recoge la luz. Nos lleva del pasado al futuro, comunica, dialoga.

El Fondo Editorial PUCP presenta una nueva serie de ensayos cortos, en un formato de bolsillo y a un precio asequible, con el fin de que la voz de nuestra comunidad llegue a todas las personas que aman al Perú.

En el año del bicentenario les presentamos nuestra serie Zumbayllu.

Fondo Editorial PUCP

1 El otro curso del tiempo. Una interpretación de Los ríos profundos. Lima: Instituto Francés de Estudios Andinos y Lluvia Editores, 2008, p. 34.

Agradecimientos

I never thought I’d (miss) so many people

David Bowie, Five Years (alterado)

Este libro nació como una reflexión personal, alojada en mi blog, ante los sucesos de noviembre de 2020. La idea inicial fue un post de 2000 palabras, que se convirtió en más de 9000 cuando las ideas fueron tomando forma, y luego de consultar varias fuentes para ordenar ideas sobre lo viral y la mutabilidad de los mensajes digitales. Se convirtió en libro cortesía del interés del vicerrector de investigación de la PUCP, Dr. Aldo Panfichi Huamán, a quien le debo el interés y la confianza por mis ideas y trabajo desde hace un tiempo.

Mientras escribía el original, amigos varios tuvieron la paciencia de leer y comentar lo que comenzó como una colección algo dispersa de ideas. Con la mayoría, la deuda de gratitud y amistad es larga; con otros se ha creado hace poco. Pero a Henry Ayala, Hernán Chaparro, Eduardo Dargent, Jacqueline Fowks, Jorge Frisancho, Rodrigo Gil, Rafael Gutiérrez, Laura León Kanashiro y Marco Sifuentes, les debo el tiempo y las varias consideraciones, correcciones y pullas que permitieron que salga este texto. Al Fondo editorial PUCP, tanto a Militza Angulo como a Patricia Arévalo, les debo el aliento y los ajustes.

A Lilia le debo la paciencia, la compañía y el aliento; y muchas más cosas que ella sabe.

Escribir un texto sobre un acontecimiento tan preciso en tiempos de pandemia resulta, inevitablemente, algo confuso. Por una semana los peruanos olvidamos un horror para enfrentar la posibilidad de otro; seguimos lidiando con el primero, constante y prolongado, pero estamos saliendo adelante, como el mundo entero. Pero más allá de las lecciones y posibles rutas para mejorar nuestro maltratado país, estos años de coronavirus nos han dejado penas y pérdidas. La muerte de dos peruanos durante esos siete días de noviembre fue una variante precisa de una sucesión de tragedias que no terminará hasta dentro de muchos meses, si no años; estas nos obligan a pensar en cómo no volver a hacernos daño por omisión o intención. Y al mismo tiempo, son tragedias personales, precisas: las pérdidas que nunca son un datapoint en un gráfico, sino un devastador, constante horror que nos acompañará por décadas.

Esa lección de la pandemia es la que no quiero olvidar; para que este ejercicio intelectual sirva siquiera un poco para hacer un país menos injusto para todos los que quedamos, y en memoria de los perdimos, va este libro.

A modo de introducción

Desde que la internet se volvió un componente cotidiano de nuestras vidas, vivimos un tiempo en el que muchos procesos sociales y culturales se han acelerado enormemente. No solo la internet permite acelerar la transmisión, sino que además diversifica el acceso: en un mundo de medios masivos como la televisión, podríamos ver canales de todo el mundo y sin embargo no tener la posibilidad de encontrar pequeños videos hechos por interesados en un tema, películas perdidas rescatadas por algún fan o transmisiones de eventos completamente especializados.

Esta diversificación de la comunicación ha traído consigo muchas consecuencias, no solo para la política, sin duda. El consumo de contenido permite a muchas más personas enterarse de lo que pasa, pero no solo desde la mirada «neutral» de los medios de comunicación masiva, sino desde las diversas perspectivas, personales y colectivas, que encuentran expresión en los medios digitales, como se suele llamar a las formas de comunicación que usan como mecanismo técnico a la internet.

La pandemia de 2020/2021 ha producido una exacerbación de este fenómeno. Incluso en países desiguales como el Perú, la penetración de los servicios de acceso a los medios digitales —como la telefonía móvil con servicio de datos— es significativa: el Osiptel reporta más de 90% de hogares limeños con conexiones móviles a la internet; cada vez más jóvenes viven su vida «en la pantalla», es decir interactúan con el mundo y entre sí a través de sus dispositivos digitales; y en tiempos de encierro en casa, lo digital se vuelve un cabo que nos rescata de la soledad y nos conecta con el mundo. Incluso cuando las cosas pasan delante de nosotros, por así decirlo, las vemos y las vivimos digitalmente. La televisión es una experiencia secundaria para jóvenes que pueden pasar horas saltando entre videos, memes y posts; likeando contenido; compartiendo con amigos lo que encuentran; incluso creando sus propios videos cortos en TikTok, la primera plataforma china de presencia mundial.

La protesta política y social, sin duda encuentra su lugar en los espacios digitales. En el Perú, durante la década pasada muchos casos apuntaron al potencial de movilización y capacidad de resultados de esas protestas: la «ley pulpín» (2015) o «Ni una menos» (2016), pero también «Con mis hijos no te metas» (2017). El potencial significa precisamente eso: cualquiera lo puede usar. Igualmente, en el mundo vemos como se comenzó con los pingüinos y se llegó al estallido social en Chile, pero también cómo QAnon creció de un espacio fringe a la fuerza unificadora que permitió el asalto al Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021.

La crisis de noviembre, el contragolpe popular frente al golpe palaciego, la reacción de la generación del bicentenario: muchas posibles denominaciones para lo que sin duda fue un momento crítico pero breve en la historia peruana; al mismo tiempo una suerte de respuesta sin continuidad, una movilización extraordinaria que no ha tenido cómo significar algo más. Es la versión local de muchos acontecimientos internacionales, con su lógica y razones locales, pero sus ritmos y prácticas globales; sobre todo con factores políticos propios, como la debilidad de la clase política en general, fácil de destituir pero también incapaz de crear algo que se parezca a una legitimidad social, acompañada además de la pobreza de los liderazgos encarnados en el fugaz encargado de la presidencia.

Esto no impide que se afirme que en cierta dimensión, más mediática y social, el contragolpe de noviembre de 2020 no es muy distinto de acontecimientos que no son directamente comparables a nivel político, como los ya mencionados, pero también como la primavera árabe, el movimiento de los paraguas de Hong Kong de 2014, las protestas de Black Lives Matter de 2020… sus orígenes son distintos y los actores también; lo que este ensayo explora es aquello que siendo similar, en varios planos, tomó una forma específica durante esa semana de noviembre.

Insistimos, hay elementos. Discutir si estamos efectivamente ante una generación —más allá de la dimensión demográfica— no es algo que resulte pertinente tan cerca de los acontecimientos, especialmente si sumamos las elecciones generales al panorama a ser evaluado. Plantear una conexión con las oleadas de protestas globales, o incluso con una suerte de movimiento social global, resulta no solo muy discutible sobre la base de los indicios, sino directamente imposible si consideramos la evidencia. Las acciones, la performance, tiene mucho que ver con el componente global y en esa medida hay que rescatarlo; pero un juicio más contundente sobre el espacio que ocuparían los actores del contragolpe en una mirada histórica nacional o política global demanda paciencia.

En este contexto, el componente digital fue de suma importancia para el desarrollo del contragolpe. En esa tensa e intensa semana que duró desde la noche del 9 de noviembre hasta el mediodía del 15 de noviembre, en el Perú vivimos un evento local, pero reconocible como parte de una tendencia global; fue un éxito inmediato pero con relativamente pocas consecuencias reales; fue además un terremoto social que tuvo efectos políticos gracias a que delante no hubo nadie realmente capaz de enfrentarlo. Particularmente, fue una colección de interacciones digitales que conectaron, amplificaron y multiplicaron las acciones en el «mundo real», hasta volver lo que podría haber sido una colección de protestas aisladas en una revuelta social que trajo abajo a una gavilla de usurpadores, que se fueron tan rápido como llegaron. Explorar estas afirmaciones es lo que busca este ensayo.

Los eventos

Durante una semana, en el primer año de la pandemia, una secuencia de eventos donde se mezclaron la familiaridad con la novedad conmocionó a la política peruana. Primero, el lunes 9 de noviembre se produjo un golpe palaciego: un grupo de congresistas maquinó, tras las sombras y sin mayor respaldo popular, la remoción del presidente, Martín Vizcarra. Como correspondía, el presidente del Congreso debía asumir la presidencia de la república hasta que el nuevo gobierno a ser elegido en abril de 2021 tomara posesión el 28 de julio de 2021. Luego de la juramentación de Manuel Merino de Lama —un político gris, sin mayores logros y carente de capacidad alguna de comunicación con la gente— como encargado de la presidencia, quedó claro que la convergencia de intereses particulares que llevó a la caída de Vizcarra iba a aprovechar el terreno para avanzar precisamente esos intereses. Iniciativas parlamentarias varias, sin orden ni concierto —pero claramente pensadas para favorecerse— salían de las distintas bancadas, mientras el nuevo gobierno ejecutivo armaba con esfuerzo un gabinete ministerial que representaba a sectores de la derecha más tradicional —limeña, privilegiada, tecnocrática, quizá bien intencionada en algunos casos, sin ideas, sin éxitos electorales, y repleta de prejuicios en vez de argumentos— que solo llegó a proponer una medida clara: el levantamiento de la suspensión de la circulación de vehículos particulares en domingos, medida contra la pandemia que había tomado el gobierno de Vizcarra hacía meses.

El contexto político general en los días de la vacancia de Vizcarra era crítico, pero no demandaba su caída. Informalmente, existían motivaciones diversas para reclamar un cambio de curso, ante el desastre humanitario que la pandemia había producido, en parte por la corrupción permitida, en parte por las medidas equivocadas tomadas. Como en muchos lugares del mundo, un grupo de personas planteaba medidas que iban desde la inmunidad de rebaño implícita (en el espíritu de la declaración de Great Barrington) hasta la urgencia por otro tipo de manejo con el uso de ciertos medicamentos. El fracaso de las medidas de apoyo social y la precariedad casi incontenible del sistema de salud público exacerbaban la sensación de desastre. Ese fracaso de las medidas de protección social era otro motivo, pero ahora desde la izquierda, para reclamar la caída de Vizcarra, aunque en ningún momento pareció que cualquiera que fuese el gobierno que viniera luego de la crisis fuese a tener mejores recursos para cubrir las necesidades de la población.

Todo esto ocurría durante un periodo de calma en la pandemia, tras la cuarentena de tres meses y medio y de un pico de contagios y muertes que dejó secuelas en todo el país y permitió ver una distribución dispareja de infecciones. La pandemia había retrocedido pero no había desaparecido, el riesgo seguía ahí; pero la presión por volver a la normalidad era evidente: un sector de economistas y empresarios proponían una reapertura mucho más acelerada de la economía, planteando que no habría segunda ola ante el alcance de los estragos de la primera —aseveraciones que fueron criticadas por especialistas en salud pública y desmentidas por la realidad a partir de fines de diciembre de 2020.

Cuando ocurrió el empujón final, quedó claro que las excusas eran débiles, pero sobre todo tenían poquísima legitimidad social, fundamentalmente porque los promotores eran los grupos congresales, que carecían de mayor representatividad y eran identificados por la población como corruptos o como apoyo a los corruptos. La vacancia fue apoyada por tres grupos distintos en el Congreso: una agrupación reaccionaria, encarnada en personajes limeños de clase alta (o de pretensión de clase alta) que, incapaces de ganar elecciones, se venían acomodando tras candidatos varios para obtener poder y reivindicar su agenda: catolicismo conservador, políticas sociales conservadoras, preservación del modelo económico sin reforma alguna.

El segundo grupo incorporaba a corruptos varios alrededor de negocios específicos: universidades de mala calidad en proceso de cierre y poderes locales de menor cuantía. El interés era particular: bloquear los cierres de esas universidades de mala calidad, así como cualquier intento de racionalización de negocios variados como el transporte público o interprovincial; favorecer el extractivismo ilegal minero y forestal, y un largo etcétera. Este grupo no estaba articulado más allá de la defensa de intereses propios, y no dialogaba mucho con el primer grupo, pero la vacancia les convenía, pues les dejaba el terreno libre en el Congreso al asegurar la complacencia del Ejecutivo en funciones.

El tercer grupo fue el de los tontos útiles: la izquierda parlamentaria —con específicas y encomiables excepciones— y el partido teocrático FREPAP, los que plantearon su voto como una lucha frontal contra la corrupción; no quisieron o no pudieron darse cuenta de que lo único que hacían era entregarles el país a los dos primeros grupos.

Como anota Martucelli (2021), un dato importante es la heterogeneidad de la coalición golpista. Estamos ante una confluencia de intereses que son percibidos como negativos / malignos / delincuenciales sin que necesariamente se tenga una comprensión perfecta de cómo y por qué esta coalición existe. Pero no se duda de que exista. Lo que de alguna manera hizo el golpe palaciego fue llevar a primer plano lo que hasta entonces era una suerte de escenografía ineludible, pero que no era propiamente el argumento central del gobierno: los corruptos están ahí, hay que tolerarlos, pero algo se hace, no siempre pueden hacer lo que les da la gana, los peores no gobiernan. Pero resulta que esta vez sí, querían gobernar.

¿Fue eso lo que colmó el vaso? Tal vez. Lo cierto es que el vaso se colmó, aunque sea difícil saber cómo o por qué. La performance de los que tomaron el control del aparato del Estado fue una confirmación contundente de las terribles limitaciones reales que la coalición golpista tenía para manejar el país.

Merino de Lama, al ser presidente del Congreso, debía asumir la responsabilidad presidencial; si se hubiera negado o hubiera intentado moderar los avances de los vacadores, es posible que la crisis no hubiera ocurrido; fue con su anuencia que la situación llegó a los extremos que alcanzó. El procedimiento de vacancia fue apresurado y casi casual en su manera de plantearse: apenas un par de meses antes se había intentado sin éxito otra vacancia. El motivo, la incapacidad moral, fue más un pretexto y una excusa: no hay una definición clara de tal condición, y debido a que fue resultado de un proceso acelerado y sin una gran crisis política de por medio, creaba el antecedente de sacar presidentes solo por componenda entre grupos políticos. El contraste con el caso más parecido del pasado reciente, la vacancia de Alberto Fujimori en 2000 deja en claro la diferencia de situaciones: Fujimori renunció por fax luego de ir a una conferencia completamente innecesaria en medio del colapso de su régimen; casi exactamente veinte después, Vizcarra controlaba el Estado, seguía en su puesto, y no mostraba indicio alguno de intención de huir2.

Al darle el control del Estado a Merino de Lama, los golpistas dejaron en claro que el manejo estaría en manos del primer grupo, con el segundo al servicio del golpe a cambio de la tolerancia a sus intereses en el Congreso. El tercer grupo, tontos útiles finalmente, quedó fuera del todo. Además, consolidado el panorama político así, se tenía un gobierno parlamentario.

Políticamente, la justificación de la vacancia era tenue; era además la segunda intentona, y estaba claro que más allá de las razones planteadas respecto a las acciones del presidente Vizcarra, la opinión pública no sentía necesidad alguna de cambio de mando y veía con desconfianza los motivos de los promotores de la vacancia. Sumemos a eso que el segundo grupo no tenía nada que ofrecer en términos políticos como justificación del golpe de Estado, mientras el primero se envolvía en argumentos inviables. Pretextar la lucha anticorrupción o la defensa de los intereses del pueblo no tenía sentido alguno frente a la percepción que existía sobre sus acciones pasadas y presentes.

Estábamos entonces ante una situación nada inusual en la historia del país, pero que no ocurría hacía mucho: el golpe palaciego. Sin darle importancia a la legitimidad política o al respaldo social, grupos específicos de representación de intereses privados optaron por producir una crisis política. Por qué razón asumieron que a nadie le importaría y que todo se reduciría a quejas aisladas, nadie lo sabe. Lo cierto es que luego de meses opresivos de restricciones por la pandemia, y de completa desconexión entre el poder legislativo y cualquier forma organizada de representación política masiva, los que promovieron el golpe palaciego no esperaron necesitar legitimidad, y se sorprendieron de que eso fuera importante.

Las protestas fueron inmediatas: la noche del mismo lunes, cuando se tomó la decisión en el Congreso, ya ocurrían en pequeña escala, y su crecimiento fue enorme y sin parar. No solo era una cuestión de legalidad o legitimidad en abstracto, sino que la claridad con que se estaba actuando en favor de intereses en medio de una crisis de escala existencial como la pandemia, dejó sin piso a los grupos que favorecían el golpe. Se trataba del uso formal de la legalidad para lograr objetivos políticos particulares, por parte de grupos políticos que carecían de representatividad y eran percibidos de manera casi unánime como corruptos, más allá de que pudieran recibir votos en elecciones varias. Agrupaciones políticas que han intentado plantear una relación transaccional con el electorado, a través de medidas que son populares pero no son parte de narrativa alguna (para no hablar de ideologías políticas), y que no producen lealtad entre los electores.

Las protestas no solo fueron «en redes», ni tampoco solo callejeras. Los cacerolazos, acción común pero habitualmente limitada en su adopción, poco a poco fueron volviéndose contundentes. La incapacidad política del presidente en funciones fue acompañada por la necedad ancestral del designado primer ministro, Ántero Flores Aráoz, alguien que aparte de representar a las clases privilegiadas limeñas más arcaicas, jamás fue un político especialmente hábil, y que ahora no parecía tener idea de por qué alguien habría de oponerse al golpe palaciego. Su designación el martes 10 inició un proceso de búsqueda de ministros para completar el gabinete, que serviría, en teoría, como señal de normalidad.

El escenario quedó claro muy rápido: el golpe palaciego no tenía capacidad alguna de convocatoria, y la indignación era masiva. No era la primera vez que el poder formal cedía ante las protestas luego de que la represión no alcanzara. Esto lo han aprendido todos los gobiernos desde el año 2000: su fragilidad y la carencia de legitimidad hacen fácil que las protestas masivas los hagan retroceder, en muchos casos sin que los gobernantes entiendan por qué ocurre tal cosa. Tales fueron los casos, por ejemplo, de Conga, los llamados «Arequipazo», y «Moqueguazo», Bagua, Pomac o la ley pulpín. Pero siempre se había tratado de problemas distantes de Lima o de relativa pequeña escala, y la combinación de retroceso y represión bastaba para que el gobierno de turno continuara, con mucho menos poder, pero continuara al fin. Además, no existía un elemento reivindicativo claro, sino que se expresaba indignación de manera más general, ante la acción y ante la clase política misma.

A lo largo de estas crisis se fueron revelando múltiples instancias de corrupción en diversas escalas. Hay que recordar que todos los presidentes electos del Perú desde 1990 están encarcelados, procesados o han huido de la justicia de distintas maneras3. En un país así, no es que sorprenda un político corrupto, y se puede esperar cierta indolencia frente a denuncias por corrupción; pero tampoco es que exista alguien que pueda reclamarse como incorruptible, y que los grupos ya mencionados promovieran un golpe palaciego con el pretexto de la corrupción era casi una broma. Las protestas entonces pueden ser entendidas no como defensa del presidente vacado, sino contra el pastiche de legalidad usado para justificar lo que se veía como mera angurria de poder; la debilidad consuetudinaria de los gobiernos peruanos también era un factor a considerar.

Tras dos días de protestas relativamente pequeñas, la escala cambió. El jueves 12 juramentó el gabinete de ministros, pero lo más importante fue la protesta masiva a nivel nacional, que fue reprimida con brutalidad innecesaria por parte de la policía, especialmente en Lima (figura 1). En memorables declaraciones, Flores Aráoz dijo: «Quiero comprender que algo les fastidia, pero no sé qué», respecto a los jóvenes, los más visibles en los espacios callejeros. Eso demostró que el gobierno no tenía claro qué hacer, y que salvo la represión carecía de alternativas, pues tampoco lograba articular una agenda, mostrar ideas o liderazgo. La mediocridad de Merino de Lama era una tara difícil de disimular, pues no mostraba iniciativa alguna ni parecía saber qué estaba haciendo. El nuevo gabinete no ofrecía nada, ni siquiera la impresión de control sobre el Estado. Compuesto por una variedad de figuras genéricamente de derecha, contaba entre sus miembros con personas sin duda honorables, pero que evidentemente no tenían idea de las consecuencias políticas del golpe palaciego. Es posible que pensaran que tenían un deber público primordial al aceptar el encargo, pero mostraron que no sabían qué estaba pasando en el país.


Figura 1. Primera plana del diario La República, 13 de noviembre de 2020 (https://impreso.larepublica.pe/impresa/larepublica-lima/13-11-2020#lr_impreso32)

Las protestas tuvieron varios escenarios. El digital, sin duda, donde mucha gente utilizó distintos medios para diseminar su opinión —favorable o desfavorable— sobre las protestas. Los intentos de manipulación o las opiniones progolpistas tuvieron contendores intensos y dedicados en estos espacios, y el debate fue sin duda un facilitador de la victoria del contragolpe. Desde sus hogares, muchos peruanos protestaron con los ya mencionados cacerolazos. En la calle, marchas de todo tipo, desde tranquilas y ordenadas en distritos acomodados hasta turbulentas e intensas en las zonas céntricas, fueron acometidas por una masa que, como nos nuestra la evidencia existente, estaba compuesta fundamentalmente de jóvenes. Estos además podían ser divididos en tres grupos, conectados entre sí por cercanías varias: los activistas dedicados, no siempre políticos sino de causas sociales; los grupos no políticos pero igual movilizados esta vez, como barras de equipos de fútbol; y los espontáneos, desde los periféricos o simpatizantes de los grupos anteriores, hasta amigos de barrio o estudios que optaron por «ir a ver» y terminaron en medio de todo4. Clave para entender lo sucedido es la ausencia, para efectos prácticos, de militantes políticos explícitos.

En la madrugada del 13, luego de la masiva manifestación que fue apenas la versión limeña de la misma protesta en todo el país, aparecieron «pintas senderistas» en el centro de la ciudad, supuestas pruebas de la infiltración terrorista. Lástima que fueran, digamos, versiones libres de la hoz y el martillo (figura 2). La velocidad con la que ese y otros montajes de estilo tradicional, incluyendo el argumento de que se trataba de manifestantes pagados o de una intervención externa —desde Soros para abajo— fueron desbaratados, y demostraron que el gobierno y las fuerzas represivas no sabían ya que hacer y que el viejo repertorio no funcionaba, por la torpeza de los ejecutantes, pero también porque una maniobra así dura lo que un charco de lluvia limeño: minutos. A través de sus cuentas de medios sociales o redes, como se les conoce coloquialmente, los manifestantes demostraron que era evidentemente falso que esas mal trazadas versiones libres fueran la prueba pretendida. El apoyo bien poco disimulado de algunos comentaristas en medios no servía de mucho tampoco, y poco a poco estos se fueron replegando para dejar en completa soledad al desavisado usurpador.

Con la misma intención viral, los protagonistas de las protestas, con la colaboración de algunos medios de prensa, difundían imágenes de brutalidad policial y consistentes reclamos sobre la ilegitimidad de los golpistas. Las protestas comenzaron a verse favorecidas por las demostraciones de absoluta falta de imaginación del gobierno; con la ausencia del limitado Merino de Lama, falto completo de juego político; con discusiones que dejaban a varios de los nuevos ministros en pésima ubicación —el ex marino Fernando D’Alessio escribió antes de juramentar que la marcha convocada para el 12 de noviembre estaba siendo organizada por el MOVADEF, la organización

cuasi formal de Sendero Luminoso que aboga por la liberación de sus líderes en prisión5.


Figura 2. «Hoz y Martillo» falsos.

De otro lado, la oposición formal no existía. La izquierda parlamentaria protestaba, sin eco alguno, respecto a ciertas medidas, luego de haber perdido credibilidad por facilitar el golpe. Las organizaciones sindicales no respondían, solo se reunían para evaluar la situación. Los defensores de intereses propios, aliados a los reaccionarios, no decían nada; algunos gobernadores regionales y candidatos presidenciales exigían medidas para el pueblo o respeto a los que protestaban, pero sin llamar a revertir la decisión del Congreso, y menos a un cambio de presidente.

El viernes 13 fue más tranquilo, acompañado de cacerolazos y acciones aisladas, pero la cobertura mediática dejaba claro que lo ocurrido no era un asunto menor, o que se tratara de algunos descarriados utilizados por terroristas. Las protestas no solo eran masivas, sino que tenían una lógica simple: Merino de Lama debía irse. Ese viernes, con partido de la selección peruana en Santiago de Chile de por medio, todo parecía indicar que nada detendría lo que ocurría en la calle.

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