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Читать книгу: «Los que van a morir te saludan»

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© LOM ediciones

Primera edición, diciembre 1997

Segunda edición, noviembre 2018

Impreso en 1.000 ejemplares

ISBN IMPRESO: 9789560010322

ISBN DIGITAL: 9789560013101

RPI: 69.478

Imagen de portada

Fotografía de obreros chilenos de principios del siglo XX.

Las publicaciones del área de

Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones

han sido sometidas a referato externo.

Edición y maquetación

LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

Teléfono: (56-2) 2860 68 00

lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

Índice

  Presentación a la edición de 1997

  Prólogo La historiografía entre la ciencia y la concientización

  Los que van a morir te saludan

  Capítulo primero Comienzos de diciembre

  Capítulo segundo Domingo 15

  Capítulo tercero Lunes 16

  Apéndices al día 16

  Capítulo cuarto Martes 17

  Capítulo quinto Miércoles 18

  Capítulo sexto Jueves 19

  Capítulo séptimo Viernes 20

  Capítulo octavo Sábado 21

  Apéndice biográfico

  Anexo fotográfico

Presentación a la edición de 1997

Se cumplen 90 años de los acontecimientos de Santa María de Iquique. Este libro se escribió hace 10 años. Fue en cierto modo una conmemoración. La «Introducción» da cuenta de la sensibilidad de la época. Todavía estábamos en dictadura. La muerte había golpeado reiteradamente; el tema de la muerte era una obsesión. Felizmente, hemos podido renovarnos, renacer con nueva piel (en parte).

A este libro no se le ha cambiado nada. Apenas unas erratas suprimidas. Un pequeño prólogo agregado. Reescribirlo era una tarea ante la cual me sentí incapaz; tampoco tengo una propuesta claramente diversa. Las investigaciones no han sido muy grandes, a excepción de la buena recopilación documental publicada por nuestro amigo Pedro Bravo Elizondo.

Está claro: escribir sobre una masacre, por ser un hecho tan terrible, es una forma de escribir sobre el presente. Tal vez podría haber mirado hoy día las cosas con mayor optimismo, haber sido capaz de valorizar más el sentido de la sangre derramada en aras de la justicia, de la democracia, de la igualdad, de la vida. Quizás mi lectura de los hechos habría sido diversa. También estoy 10 años menos joven y 10 años menos ignorante.

Pero no es únicamente una cuestión personal o nacional. Del mismo modo, el gremio de historiadores está en otra. Hay temas así, como ópticas, que cumplieron una labor, habiendo sido dejados atrás (¡ya volverán!); hay otros que se han instalado. También es un gremio menos vivo, menos rebelde, menos creativo probablemente. Eso sí, ha ganado espacios, se ha constituido más en un referente, no es tan marginal. Ha logrado cambiar un poco la visión autoritaria de nuestra historia.

El gremio que se ocupa de los estudios históricos es hoy día más pequeño, pero más profesional; más concentrado en el país, pero con mayores contactos y proyecciones internacionales; menos creativo, pero con metodologías más asentadas; menos polarizado etariamente entre viejos e «historiadores jóvenes»; menos polarizado institucionalmente entre los que están en las universidades y los que están fuera. Todo esto nos lleva a pensar nuestro quehacer y a posicionarnos en el escenario nacional (e internacional) de otra manera.

Tenemos además actualmente una generación de menos de 40 años formada en los posgrados nacionales y que se va constituyendo (difícilmente) en actor de la discusión historiográfica. Difícilmente, digo, pues le ha costado ganar espacios. La chimenea tuvo tiraje, pero poco espacio le ha tocado a este grupo. Había muchos que esperaban y con formación extranjera muy sólida.

Escribir hoy en día un libro sobre las masacres de comienzos de siglo significaría en algún modo hacer un balance. Comienzo de siglo y fin de siglo: ¿se logró lo que se quería? ¿Las víctimas alcanzaron sus objetivos? ¿Los victimarios lograron los suyos? Muchos pensarán que los victimarios obtuvieron más. Yo soy de los que piensan diferente: que los trabajadores han sido más favorecidos por el siglo. Pero es una discusión muy larga y muy difícil de plantearla para poder avanzar un poco. En todo caso, parece evidente que en muchos aspectos el siglo XX quedó corto, ya que en 1900 o 1910 se esperaba más de este. No es menos verdadero que dio algunas cosas que no se esperaban, o que ni siquiera se podían esperar.

Vista desde ahora, la cultura obrera ilustrada fue muy ingenua. Pero no es menos ingenua la cultura oligárquica o la campesina. En cierto sentido, el siglo XX les quedó grande a todos. A muchos de nosotros, el fin de siglo también nos está quedando grande, aunque por otro lado a muchos los asfixie.

Pienso que el siglo que se abre no tiene auspicios optimistas. No creo que hoy día, como en 1900, existan muchas personas que piensen que durante el siglo XXI se van a solucionar los grandes problemas de la humanidad. ¿Qué piensas, lector? ¿Crees que a fines del XXI tendremos (tendrán) menos pobreza, menos injusticia, menos contaminación o explotación, que viviremos (vivirán) más en paz con nosotros (ellos) mismos, que seremos (serán) menos intolerantes?

Tampoco se trata de hacer futurología, sino preguntarnos en primer lugar por lo que significan para los chilenos, y por qué no para los latinoamericanos –asumamos esa supranacionalidad–, las masacres de comienzos de siglo.

Obviamente no significan para todos lo mismo. No faltará quien exclame en la actualidad que «¡bien merecido se lo tenían!». Pero en general no se escribe para ese tipo de gente, sino para quienes son capaces de hacerse, en cierta forma, uno con el otro, de comprender, de compartir, de sufrir y de morir un poco. Para quienes mueren un poco, pero a la vez son capaces de seguir viviendo.

A quienes lean este libro les hago dos sugerencias. La primera, que lo lean como un producto de mediados de los 80; la segunda, que fue y sigue siendo un libro con dos objetivos: informar y hacer pensar. Claro está, son libres de leerlo como les dé la gana.

Este libro fue escrito para evitar las matanzas. No tanto para que los matadores fueran más clementes, sino principalmente para que los eventuales muertos no se pusieran en situación de ser baleados. Un afán constructivo y positivo quiso ponerse en relieve. Trabajadores más dispuestos a construir sus alternativas que a morir contra las alternativas burguesas. Trabajadores capaces de asumir su propia historia, no sólo para no repetirla sino para utilizarla de peldaño y, por qué no, de trampolín. ¿Tal vez se trata de una pretensión muy ambiciosa de mi parte?

Que tengan suerte en esta lectura.

Eduardo Devés

Diciembre de 1997.

Prólogo La historiografía entre la ciencia y la concientización
Proyecto para una generación de historiadores
Primera parte
I. Un tupido velo

Hay que correr un tupido velo...

Entre quienes lean este prólogo habrá, sin embargo, muchos que no conozcan Casa de Campo ni tampoco sepan de Enrique Zañartu, personaje histórico que bien pudo haber sido una ficción de José Donoso: «Respecto de los sucesos de Iquique, que todos lamentamos, los diputados que deliberamos en esta Cámara, casa de vidrios a través de los cuales nos contempla el país entero, debemos trabajar porque más bien caiga sobre aquellos acontecimientos el manto del olvido, evitando de ese modo que se fomente la división de clases» (SS. C. de DD. 11-07-1908).

Combinación de Casa de Campo y Casa Crande, manto-del-olvido y tupido-velo, historia y literatura, Donoso y Orrego Luco, 1910 y mito sobre Chile; oligarquía y mentira, espaldas, cara-a-cara, hacerse cargo del peso del pasado, no abrumarse por lo sin remedio: el Chile oligárquico del centenario, el Chile del salitre, de la cuestión social, del afrancesamiento, de los ferrocarriles, del intelectual crítico y de la filosofía positivista, de la hacienda ganadera, triguera o vitivinícola y del imperialismo inglés.

¿Qué quiere decir eso de que deba correrse-un-tupido-velo o eso de trabajar-por-que-caiga-el-manto-del-olvido? ¿Cuál es el significado semántico y sobre todo existencial de estas expresiones? Tapar algo, ocultarlo a la vista, cubrirlo para que no sea visible, negarse a contemplarlo, negarle el derecho o la necesidad de ser visto. Cerrarse a esas verdades peligrosas que vienen a cuestionar la existencia o la convivencia, realidades peligrosas porque hacen patentes otras verdades dolorosas, evocan lo que no se desea evocar, recuerdan lo que es mejor no recordar. Patentizan el dolor de los otros, el sufrimiento, la injusticia, la miseria, la indignidad y, paralelamente, toda nuestra pequeñez, iniquidad, vergüenza y, consecuentemente, como acelerada reacción en cadena, toda la mierda de la existencia humana que como pesado río de lava iría cubriéndolo todo. Es la defensa del no ver, curiosa defensa, pero defensa real. No debe olvidarse que los ojos que no ven quiere decir corazón que no siente. Cerrar los ojos o cerrar las cortinas. No debe olvidarse tampoco que los ojos son las primordiales ventanas del alma. Hay que cerrar las ventanas y correr las cortinas, tapiar las ventanas, bajar las persianas, trancar las puertas, encerrarse bajo siete llaves para no ver este mundo sucio de dolor. Aislarse en casas hermosas, con altas murallas ocultas de árboles frondosos, para no ver. Enceguecer un poco. Tener ojos únicamente para la belleza. Curiosa defensa, pero defensa real contra tanto peligro de extramuros, que no es sino defensa ante lo que está dentro de uno mismo. Cerrar puertas y ventanas a la ponzoña infecciosa transportada por aires malsanos, filtrar incluso lo que va a respirarse para evitar tanta polución: ecologismo aséptico; evitar o impedir que entre esa infección que es fuerza catalizadora de tantas enfermedades potenciales, germen, fuerza cuyo ingreso va a ser como un negro mensajero; uno de esos golpes en la vida tan fuertes, esos que son provenientes de la cólera de Dios, que el pobre y cansado poeta no sabe si identificar con los potros de bárbaros atilas o con los heraldos negros que nos manda la muerte; esa ponzoña reactiva, infección permanente, corruptora de la confianza en el propio destino histórico, veneno que se empoza en el alma, como resaca, rompiendo el equilibrio de la psiquis y de la dominación social. Terapéutico; dar-la-espalda a tanta cosa triste, cumplir esa función de olvido tan necesaria para no irnos haciendo presentes 24 sobre 24 horas todos aquellos recuerdos penosos, todas nuestras vergüenzas, torpezas, ingenuidades, metidas de pata, etc.

La denuncia es muchas veces la tortura, la sinceridad es simultáneamente sadismo; enunciar una verdad es en tantas ocasiones un martilleo martirizante a la conciencia, golpeteo permanente y destructivo de la autoimagen, demolición del ego, de la estima, de la confianza necesaria para la supervivencia, para la fuerza, para el proyecto. ¡No! Todo tiene su límite. Ante esas realidades peligrosas, ante esas verdades perniciosas debe correrse-un-tupido-velo, nada se va ganando con majaderías de masoquismos autodestructivos, de flagelación espiritual, de confesiones aniquiladoras.

Correr-un-tupido-velo es labor medicinal o preventiva para autoconciencias puestas en cuestión. Terapéutica del dar-la-espalda, de la negativa a refocilarse en la autodestrucción. Es, sin embargo, remedio de febles, de incapaces para enfrentar las cosas, recibirlas, comérselas y digerirlas. Es la forma de no estar obligados a enfrentar la injusticia, la miseria, la reivindicación de un derecho; es la forma de no aceptar o de no estar moralmente obligados a aceptar aquello que, en principio, estamos convencidos que debería ser aceptado. Es medicamento para cobardes, pero de cobardes con principios; aquél sin moral alguna puede hacerlo todo y mirarlo todo y para todo tiene estómago.

Develar es esencialmente misión del oprimido, de aquél que está siendo ocultado por el velo del poder, de quien en cierto modo escandaliza con su sola presencia. Mirar la realidad cara-a-cara es misión de todo ser humano, pero es sobre todo tarea del intelectual.

Sin embargo, ¿podrá haber un develamiento cabal? ¿Habrá alguno capaz de llevar a cabo, hasta las últimas consecuencias, la misión inversa a la propuesta por Enrique Zañartu? ¿Hay alguno entre los humanos que no lleve flaquezas ni debilidades? Podría tal vez esta misión realizarse hasta lo último por quien careciera de intereses creados, de historia y de pasado en absoluto; aquél, quizás, que nada poseyera sino las cadenas, podría hacer la crítica universal, siendo capaz de mirar a toda realidad y a toda verdad sin temor alguno, más limpio que Adán en el paraíso. Pero qué tipo de labor podrá desempeñar quien nada ha hecho, quien nada ha vivido; desde dónde podrá realizar la revisión universal quien carece en absoluto de pasado histórico.

Ese no es un ser humano, porque, en parte, uno se habitúa incluso a las propias cadenas, se aguacha con los carceleros, se deja seducir por los cantos de sirena de los dictadores. Ese pájaro sin peso, globo inflado de aire en atmósfera sin presión ni viento, nada puede hacer. La crítica de quien nada ha vivido ni sufrido ni hecho es vocinglería vacía: insignificante y muda. Impotente. ¿Cómo podría haberse hecho historia sin haber tropezado en las múltiples rocas con las cuales está empedrado ese camino? ¿Cómo podría no haber algo de qué arrepentirse, algo doloroso que olvidar, algo cuyo recuerdo nos atenace? Ya no vivimos la época heroica; hemos sufrido muchas traiciones, más de una vez nos hemos traicionado a nosotros mismos.

Hoy se ha cumplido un año desde que tres fueron degollados. Cómo no evocar la sombra terrible de Facundo, de la mazorca y de quien fue modelo de caudillos bárbaros. Cómo no evocar a Silva Renard o Pedro Montt o las sombras de tantos caídos, de esos que llevan un delgadísimo collarcito rojo o de aquellos cuya piel está manchada de grandes lunarones marca Mauser. Claro, no soy Sarmiento, ni su genialidad ni su tiempo romántico me han sido dados. No puedo hacer sus mismas preguntas, no puedo evocar al epónimo de los mazorqueros, quizás en primer lugar porque nuestro mazorquero mayor vive aún. Su cáncer no ha sido todavía su Barranca Yaco; dicen que no quiere morir en el lecho del enfermo sino que en su propia ley: la de bala, cuchillo y parrilla.

Ya que no es posible evocar la sombra de Facundo ni de otros mazorqueros posteriores, hubiera querido al menos plantear el proyecto: Chile, sinceridad, 1986. Pero tampoco. Ninguna pregunta, ningún proyecto, ninguna tarea ni camino alguno puede ser para nosotros seguido o imaginado como en 1850 o en 1910. América Latina ya no es la misma, ni Sarmiento ni Alejandro Venegas pueden ser cabalmente maestros, y esto aunque sus proyectos guarden algo o mucho de irrenunciable para nosotros.

Y después de todo, ¿qué nos va quedando? ¿Qué cosas van quedando en pie todavía? ¿O tendremos que construir con escombros de otros mundos anteriores, con ladrillos dispersos, con trozos de viejas columnas que sostuvieron techumbres de tiempos más serenos? Tendremos que construir tal vez con adoquines que sirvieron como barricadas, con arena sucia de papeles o plásticos jubilados, con maderas un poco quemadas y otro poco apolilladas, con pedazos de molduras donde aún pueden intuirse restos de una piña o de un racimo de uvas griegas u hojas de algún vegetal muy noble; quizás con fierros retorcidos y cubiertos de orín. La cultura chilena tiene algo de capital del Líbano: revestimientos quebrados, pinturas descascaradas, tejas corridas que dejan ver impúdicamente el ensardinado de cielos terrosos, aluminios con restos de vidrios adheridos, puertas destartaladas de bisagras gimientes atravesadas por clavos enmohecidos e inútiles, alcantarillas aparecidas del suelo como carcomidas raíces petrificadas de antiguos árboles huecos.

Civilización y sinceridad. Respeto a los derechos humanos. Qué civilización, qué sinceridad, qué respeto a qué derechos, querrán preguntar algunos. No podemos dejar de evocar la muerte a cada paso, ya que en nuestro caminar hay algo de tránsito por un campo sembrado de cadáveres y de sangre, y nuestros pasos deben ser cautelosos para no pisar la muerte.

II. El carácter de una generación de historiadores
A. Entre lo empírico y la teorización

La gran intención de las páginas que siguen es elucidar lo ocurrido en ese aquí y en ese ahora, para que después no nos puedan contar cuentos: que los trabajadores saquearon, que las autoridades estuvieron siempre de acuerdo con los ingleses, que el movimiento fue dirigido por mancomunales. Para poder confirmar o falsificar teorías que sostengan que en toda huelga de comienzos de siglo en Chile ocurrió tal o cual cosa, que las relaciones entre patrones y trabajadores fueron de cierto tipo, que las condiciones de vida eran percibidas por los operarios así o asá, que cierta ideología era la que dominaba en los movimientos sociales nortinos u otras miles de teorías posibles. Saber qué ocurrió para poder al menos decirles a quienes gustan de elaborar grandes interpretaciones del pasado de Chile o de su realidad sobre la base de pocos documentos o pocos datos, que hay mil informaciones que invalidan sus ambiciosas teorías. Si no llegan a la verdad, al menos tampoco revolcarse gozosamente en el soberbio error y, en todo caso, permanecer siempre en el espíritu de la crítica y la pregunta. Es necesario, por lo demás, tener muy en cuenta que los que tienen mucha fe en sus teorías o en sus ideologías casi siempre terminan por considerar ocioso el estudio empírico: «para qué, si las cosas tienen que haber sucedido así». Cuando más, ven como necesario precisar algún nombre o alguna fecha, pero lo central ya ha sido fijado por el fundador de la ideología. Este ya ha descifrado la historia: a la edad religiosa sucede la edad metafísica y la metafísica es sucedida por la científica.

Cierto es, por otra parte, que toda labor de investigación apunta a construir nuevas teorías. La teoría es imprescindible y siempre está presente de algún modo, con más o menos fuerza. Es por ello, entre otras cosas, que dentro del grupo generacional que hoy se reúne bajo el nombre de Encuentro de Historiadores, en Santiago de Chile, nadie abomina de la teoría ni piensa que su labor empírica agote el quehacer intelectual, aunque es cierto que más se le teme al teoricismo que al empirismo datista y, por eso, esta generación ha pasado más horas en archivos opacos que en brillantes especulaciones para las cuales seguramente no faltará tiempo más adelante. Hemos querido aprender, más que enseñar.

Es una generación que se ha formado a partir de Jobet, Ramírez, Segall o Vitale, también en base a Góngora y Villalobos, que ha leído algo a Vicuña, Barros, Encina, Edwards, Eyzaguirre y Ricardo Donoso, que se ha dejado influir por los franceses anales o marxistas, por Halperin o José Luis Romero, por Tuñón de Lara o Bhkemore y otras personas más. Pero es una generación que todavía no ha elaborado síntesis acabadas, que no tiene una(s) proposición(es) clara(s) que entregar, aunque sí tiene –a pesar de ello– cierta identidad que le viene posiblemente más de su no ser que de su ser. Hay, sin embargo, algunos elementos que la definen y que no son puramente carencias. Aparte de la obvia cercanía de edades, está la semejanza en la formación universitaria, el afán por abordar temas poco tratados por la historiografía nacional, el eclecticismo metodológico, el uso de un marxismo mínimo, la oposición a la dictadura, el trabajo académico en instituciones alternativas a las oficiales, el origen santiaguino.

Pero no es fácil interrogar el pasado, porque este no se deja descifrar así no más. Entrega fragmentos, como datos, fechas y cantidades, que pueden encadenarse de formas muy distintas. No entrega una ilación apodíctica. El sentido no se deja aprehender como una pequeña constante factual.

Y en verdad, somos de cierta forma muy tímidos. Pero es que el desafío es muy grande. En Chile algo se ha quebrado y recomponerlo o parcharlo o rehacerlo o enyesarlo no es cosa simple. Errar es mucho más fácil que acertar. Como el desafío es grande y se tiene conciencia de ello, se desechan las respuestas simplistas. Y claro, el riesgo es quedarse siempre de este lado del río, eso lo sabemos. Quedarse de este lado permite hacer algo de historiografía, pero nunca hacer historia, eso también lo sabemos.

Dicen que los llaneros venezolanos cuando se encuentran ante un gran río echan el caballo al agua, por delante, se agarran de la cola y se dejan arrastrar por él hasta algún islote, y de allí a otro, hasta llegar a la orilla opuesta. Dicen que en la zona del Alto Amazonas o del Marañón los pueblos tienen sus prácticos que conocen el río y sus evoluciones, ellos con sus balsas sortean los remolinos, los peñascos sumergidos, los rápidos, etc; pero, ¿quién será caballo de llanero o práctico botero? ¿Quién se atreverá a decir que conoce suficientemente a Chile? ¿Quién tendrá la osadía de afirmar que conoce el rumbo seguro? ¿Quién se aventuraría a cruzar este río sin tomar precauciones? Tal vez un ciego que, por serlo, no se percate de los obstáculos ni de los peligros, pero ¿quién querrá caer con él en un torbellino que lo lleve a las profundidades para que después sean las corrientes las que lo depositen en las playas, aunque sea convertido en el ahogado más hermoso del mundo?

Hay por todo esto un afán de seriedad y honestidad intelectual que se sabe condición necesaria para todo aunque suficiente para nada. Porque nuestro mayor desafío como intelectuales es entender este Chile insólito en que vivimos y pensar maneras para sacar a este Chile postrado de su triste condición. Pero la tarea no es hacer propaganda, no somos publicistas. Hay que hacer diagnósticos y proposiciones certeras; para ello hay que tener penetración, inteligencia y sensibilidad más que convicción o afán proselitista.

Nuestra situación es envidiable desde un punto de vista: grandes desafíos dan lugar a acciones memorables. Desde otro punto, nada envidiable, es posible que permanezcamos siempre como enanos acomplejados ante la monstruosidad.

¿Qué fue esa masacre de la Escuela Santa María de la cual tanto se habla y tan poco se sabe? Nuestro objetivo es rehacer el devenir de los sucesos que ocurrieron en la pampa árida y en las casas, calles y plazas de Iquique.

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