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Prólogo del autor

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: eso dije al empezar este libro. ¡Que sea lo que Dios quiera! – pensé al concluirlo.

Siempre he considerado un acto de soberbia, un atrevimiento enorme, la publicación de todo primer libro; pero considero que ese atrevimiento llega á su colmo al tratarse de este mío.

Los que hoy son y valen, al publicar nuevas y mejores obras, han demostrado que la publicación de su primer libro, ni fué acto de soberbia, ni atrevimiento inaudito: fué la consecuencia lógica de sus grandes dotes literarias.

Yo, toda vez que mi anterior labor es demasiado modesta, no sé si con el tiempo podré justificar la publicación de mi primer libro. ¡Dios lo haga!

Al decidirme á publicarlo, lo hago declarando de la manera más solemne que es el peor de cuantos se han escrito, y que su autor es el último de cuantos tomaron la pluma como intérprete de sus ideas.

De cosas cortas lo compuse, pensando que para probar tu paciencia, caro lector, ellas se bastan.

Si tu bondad es tanta que te permite leerlo; si tu paciencia no se agota antes de terminarlo, y si, en caso de hacerlo, sientes por su lectura alguna complacencia, ella me recompensará de las dudas y zozobras que me embargan; mas si sus páginas no lograron interesarte ni un solo momento, sé indulgente con el que las compuso… Después de todo, un libro más, ¿qué importa al mundo?

Escuela de humorismo

I

El Jefe del Negociado 2.º – el departamento no hace al caso – , sentado ante la mesa de su despacho, concluyó, sin duda, el estudio de unos documentos que tenía delante, por cuanto, colocándolos todos juntos, unos sobre otros, dejó caer sobre ellos, á modo de pisapapel, su gruesa mano derecha; recostóse en el sillón que le servía de asiento, contemporáneo de Isabel II, como todos los demás muebles que había en el despacho, y meditó breves instantes; después, inclinando la cabeza hacia la puertecilla, siempre abierta, que ponía en comunicación su despacho con el que ocupaban los oficiales, formuló la siguiente pregunta, con recia voz de bajo profundo:

– ¿Quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez?

Los oficiales, al oir la voz del Jefe, suspendieron su tarea y se miraron unos á otros.

– ¿Qué ha dicho? – preguntó en voz baja el más joven de ellos, llamado Gutiérrez, á su compañero Martínez, que estaba sentado ante una mesa frontera á la suya.

– Pregunta por las tripas de no sé quién – respondió el interpelado.

Como quiera que el Jefe no obtuviese respuesta á su pregunta, apareció en la puertecilla de comunicación, con los antes citados papeles, formulándola de nuevo:

– He preguntado, que quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez.

– Tú, Pepe, ¿no las tienes?

– No, hombre, no; ¡yo qué voy á tener!

– A que resulta que no las tiene nadie – refunfuña el Jefe.

– Yo no las tengo – vuelve repetir Pepe – ; se las di á Jacinto hace cinco días… Tú, Jacinto, tú las tienes.

– ¡Ah! sí, es verdad – replicó el llamado Jacinto – ; aquí las tengo, en el cajón.

– Vamos… vamos – dice el Jefe, malhumorado por la tardanza en encontrar las susodichas tripas– . En qué estará usted pensando… ¡En escribir algún cuentecito de esos que le ponen á uno la carne de gallina!.. ¡Ni sé cómo le admiten ninguno!

Un coro de carcajadas siguió á las palabras del Jefe. Jacinto, abochornado y corrido, buscaba en los cajones de la mesa los malditos documentos que constituían las tripas del expediente de Antonio Rodríguez.

– Tome usted – dijo el Jefe, echando los papeles que tenía en la mano, sobre la mesa de Jacinto – . Cósale usted la cabeza y la nota, y téngalo listo para bajarlo luego á la firma. Pero tenga usted cuidado, no vaya á coser algún cuentecito de esos tan distraídos, entre las tripas.

Nueva explosión de risa, que fué en aumento al salir el Jefe, y que se prolongó largo rato, aumentando el azoramiento de Jacinto. Al fin, éste, queriendo disimular, hubo de decir:

– ¡Qué barbaridad!.. ¡A ver si es que nos vamos á reir todos!

De tal modo dió á entender con la entonación de sus palabras lo corrido que se hallaba, que las risas llegaron á su colmo.

Jacinto, de un humor rematado, doblaba los documentos que, por fin, había encontrado, en forma adecuada para ser cosidos con el expediente.

Cuando la hilaridad dió lugar á las palabras, dijo Gutiérrez:

– No te enfades, Jacinto…

– ¡No te enfades! – murmuró éste – . Os creeréis que voy á servir de mono.

– Pero si es que el Jefe tiene razón; si es que escribes cada cosa que le pones á cualquiera los pelos de punta.

– ¡Pues no las leas!

Nuevas carcajadas estallaron en el Negociado.

– Si escribieras cosas cómicas, verías cómo ganabas más.

– ¡Para escribir cosas cómicas estoy yo! ¿Es que tú te figuras que con 6.000 reales de sueldo, mujer y tres hijos, se pueden escribir cosas cómicas?

– Anda ése… – dice Pepe terciando en el diálogo – . Lo menos te has figurado tú que los demás no tenemos familia… ¡Bueno!

– Yo no te digo que tengas familia ó que dejes de tenerla; lo que yo te digo es que cuando se llega á casa y se ve lo que se ve… no se puede tener humor de escribir cosas cómicas.

– ¡Toma… toma…! ¿Y me quieres decir á mí qué adelantas con ponerte fúnebre? ¡A mal tiempo, buena cara! ¿Que te hace falta una cosa y no la puedes comprar? ¡Pues te pasas sin ella!

– Eso… eso… – grita Gutiérrez. – Mira, á mí me hacía falta haber comprado una cajetilla cuando he venido esta mañana…

– Y á mí también me había hecho falta que la hubieras comprado – añadió vivamente Martínez – ; así no te hubieras fumado los pocos pitillos que me quedaban.

– No te apures, hombre, no te apures por eso… Oye, tú, Pepe… echa un pitillo, que éste no tiene… y yo no he podido comprar…

– Oye, tú – contesta Pepe, remedando el tonillo de Gutiérrez – : cuando á uno le hace falta una cosa… y no la puede comprar, ya sabes lo que acabo de decir: se pasa uno sin ella.

– Bueno, Pepito; pero antes se cuenta con los amigos… como tú.

– Sí, ¿eh? Pues desde este momento puedes romper las amistades.

– Vamos, no seas así, Pepe… Si ya sabemos que tú eres un hormiguita que te llega el tabaco hasta fin de mes… Danos uno que sea gordo, y haremos dos. ¡Me parece que no podemos hacer más…!

– Toma… ahí tienes – dijo Pepe, tirando dos pitillos por el aire – ; pero despídete, ¿eh? despídete.

Los demás protestan airadamente, y Pepe no tiene más remedio que echar una ronda; lo cual le pone de un humor de todos los demonios.

– Lo que es mañana, como no os fuméis los mangos de pluma…

– Calla, burgués; no gruñas.

Jacinto, sin despegar los labios, y contento porque el giro de la conversación se hubiera desviado de su persona, daba fin al cosido del expediente.

– Verdaderamente, y yo lo declaro así, – dijo Montalbo, el oficial de más categoría del Negociado, que no había despegado los labios hasta la fecha – , es deprimente para nosotros y es vergonzoso para el Estado, que unos funcionarios públicos, como nosotros, no tengamos para fumar el día 26 de mes; porque yo, sin rubor lo manifiesto, tampoco tengo tabaco.

– No tendrás tabaco, pero bien chupas – agrega Pepe, que tiene clavada en el corazón la ronda de pitillos.

– Es vergonzoso que no tengamos para fumar.

– Para fumar… ¿eh? – masculló Jacinto…

– Cállate tú, Jacinto, y no nos amargues la vida – vocifera Gutiérrez.

– Sigue, sigue, Montalbo – exclama Martínez.

– Decía que es deprimente para nosotros y para el Estado…

Se oyen murmullos de aprobación.

– El Estado os va á dar chocolate en la oficina – interrumpe Pepe con un tonillo socarrón que promueve un diluvio de protestas:

– Que se calle.

– Eso, cállate tú, Pepe.

– Bien se conoce que tú te ganas otro sueldo por las tardes.

– ¿Y por qué no os las buscáis vosotros también?

Gutiérrez, poniéndose en pie y dando un puñetazo sobre la mesa, increpa á su compañero:

– ¡Ya nos las buscamos; pero no nos las encontramos!

– Muy bien – ruge Martínez estrechando la mano de Gutiérrez.

– Que hable Montalbo – se atreve á decir Bermúdez, que, tímido como una alondra, no habla nunca, y se limita á formar coro con los demás.

– Yo, señores, pondría remedio á todo esto de una manera muy sencilla – perora Montalbo con voz reposada.

– ¡Que lo ponga!

– Sí señor, que lo ponga – dicen Gutiérrez y Martínez, á la vez.

– Pues sí señor que lo pondría… si me dejaran. ¿Me queréis á mí decir para qué nos deja el Estado las tardes libres?

– Para que nos las busquemos. ¿No has oído á Pepe? – contesta Gutiérrez.

– O para que tengamos tiempo de elegir la forma mejor de suicidio – añade su compañero.

– Pues yo haría una cosa muy sencilla:

En este Negociado somos seis empleados ¿no es verdad? Pues yo dejaría tres, los haría venir por mañana y tarde, y les daría doble sueldo… ¿eh?.. ¿Qué tal?

– Muy bien – contestan todos.

– Bueno; pero tú serías de los tres que se fueran ¿eh? – pregunta Gutiérrez.

El Jefe, entrando en su despacho por la puertecilla particular, que daba á un pasillo, puso término á la pintoresca conversación que sostenían los oficiales, y ya no se escuchó en el despacho de éstos más que el rasguear de las plumas sobre el papel.

Gutiérrez y Martínez fueron los únicos que siguieron hablando, en voz baja, pues sabido era que no podían callar en toda la mañana.

El sol, filtrándose penosamente por los no muy limpios cristales de dos ventanas que á un estrecho y negro patio tenía el Negociado, pugnaba inútilmente por llevar un poco de luz y de alegría al interior de aquella lóbrega y pequeña habitación.

Cada empleado tenía junto á su mesa un viejo perchero con dos colgadores: en el inferior colgaban las capas ó gabanes; en el superior, los sombreros. Aquellas prendas, en su mayoría viejas, colgando escurridas y lacias, daban la triste sensación de cuerpos allí ajusticiados.

Jacinto, que hora es ya de que fijemos su personalidad, era un muchacho de veinticinco años, hijo de unos labradores ni mal ni bien acomodados, de la provincia de Cáceres.

Don Lesmes, el intrépido D. Lesmes, el representante de la instrucción en el pueblo, tomó á su cargo al muchacho, en sus tempranos años, y, tras de las primeras letras, enseñóle la instrucción primaria; dándose el caso estupendo de que el chico, cuando la terminó, sabía escribir con ortografía y era propietario de una letra muy decentita. Terminada la primera enseñanza, entró el cura en funciones; porque á todas luces se veía que Jacinto iba para algo más que para labrador.

Empezó, pues, la enseñanza del latín, que corrió por cuenta del cura, encargándose Don Lesmes de la Geografía y de la Historia de España. Era el muchacho listo y despabilado, y pronto llegó al fondo de aquellos dos pozos de ciencia que se llamaban cura y maestro. Y ¿qué hacer entonces con un muchacho que no se había encallecido las manos con la mancera del arado; que dominaba el latín mejor que el cura; que se sabía de corrido todos los ríos de la tierra, con ser tantos; que conocía los puertos de todas las naciones mejor que las casas del pueblo donde había chicas guapas? ¿Qué hacer con una criatura que, con sólo diez y seis años, conocía á fondo quién fué Carlos V y quién Felipe II; que sabía que á Enrique I lo mató una teja que cayó de un tejado… y que á Carlos IV se la pegaba su mujer… como si fuera un Carlos cualquiera sin numerar? Pues como quiera que el mandarlo á Madrid para que estudiara más era un dolor – ¡con lo que ya tenía en la cabeza! – , y cómo, además, este gasto fuera demasiado grande para que pudiera resistirlo el presupuesto de la casa, se acordó que lo que hacerse debía era proporcionarle un destino en la corte. El cuerpo electoral, en masa, que ya sabía lo que Jacinto valía, tomó á su cargo lo del destino; y el destino se consiguió, porque el diputado no tuvo más remedio que escoger entre el destino para Jacinto, ó no volver á salir diputado por aquella circunscripción; y fácil es comprender que no hay diputado que opte por lo segundo.

Fué, pues, Jacinto á Madrid con un destino, para empezar, de 1.500 pesetas en Gobernación.

A Jacinto, al principio, le pareció este sueldo una fortuna; mas poco tardó en comprender que aquellos veintidós duros y medio que le daban todos los meses, no servían para otra cosa que para pasar apuros y privaciones; apuros y privaciones que se iban remediando con alguna cosilla que, de cuando en cuando, le mandaban los padres.

El joven oficinista, á quien no agradaba que los padres tuvieran que hacer aquellos pequeños desembolsos, pensó en encontrar un remedio para sus apuros, y, al fin, dió con él: resolvió casarse.

Muchísimas veces había oído decir que en la vida ordenada y tranquila del matrimonio se gasta mucho menos que en el desarreglo de la soltería.

No le parecía á él muy lógico esto; pero tanto y tanto oía repetir que con lo que gasta un hombre soltero vive una familia, que decidió constituirla. A los padres les pareció de perlas el proyecto, por aquello de que un muchacho solo, en Madrid, está expuesto á muchos peligros.

Jacinto, hecho ya un señorito, ni pensó siquiera en alguna honrada muchacha de su pueblo, donde más de una había que le habría convenido; tampoco pensó en que no estaría de más que la que eligiera por esposa en Madrid, llevara alguna cosilla al matrimonio; así es que, guiándose sólo de sus sentimientos, se casó con Claudia, bonita muchacha que poseía bellas cualidades en muy alto grado, pero nada más; lo cual, que si no es poco, ni mucho menos, no es lo bastante para que un matrimonio salga adelante.

Al principio todo fué bien, porque el matrimonio vivía con la mayor economía; y, aunque bien veían que no podían extralimitarse en lo más mínimo, eran felices con su cariño.

Vino un chico, que antes viene esto en el matrimonio que cinco mil duros, y la alegría más grande llenó aquel modesto hogar; un chico no era ninguno, y cumplía el ardiente deseo de los padres. Pero es el caso que detrás vino el segundo… y dos ya son uno; y vino luego el tercero y con éste ya empezó á cambiar el aspecto de la casa: empezaron los apuros y las privaciones en el más alto grado.

La pobre Claudia no podía hacer más milagros que los que hacía con los veintidós duros y medio.

Jacinto, cada día se volvía más taciturno.

«Es que tu mujer no será arreglada» – le decían los compañeros casados de la oficina – . Y él pensaba: «Mi mujer no será arreglada, pero lo que es arreglada, vaya si la está la pobre». – Pero no, no era eso. ¿Qué desarreglo podía haber con aquella miserable paga? Lo que sucedía es que la infeliz señora no podía, no tenía poder para hacer el milagro de los panes y los peces.

Se trató primero, para ver de salirle al encuentro á la mala situación que se presentaba, de conseguir un ascenso para Jacinto; pero el diputado puso pies en pared y agarrándose al escalafón, dijo que no era posible saltar por encima de tanta gente. Se pensó después en hallar una segunda colocación; pero… ¡sí… sí…! ¡buenas estaban las segundas colocaciones! Jacinto recurrió al último extremo, al que recurre la inmensa mayoría de los españoles, siquiera los resultados sean nulos en la mayoría de los casos: escribió un cuentecito para un periódico; y, si bien no puede decirse que estaba mal escrito, sí puede decirse que lo publicó… gratis. No obstante, algunos más escribió, que consiguió publicar y hasta cobrar; pero esto era tan de tarde en tarde, que nada pudo mejorar la situación de la familia.

Jacinto llegó á preocuparse seriamente de la existencia de aquellos tres angelitos, que cada día le iba pareciendo más problemática. Su ánimo empezó á ensombrecerse y su persona tomó el aspecto tristón y retraído con que le hemos conocido.

Sus cuentos llegaron á ser verdaderamente espeluznantes.

II

Cuando Jacinto salió de la oficina, iba pensando en las palabras de sus compañeros. «¡Que escriba artículos cómicos! Pero, ¿es posible escribir artículos cómicos llevando una tragedia por dentro? ¿Seré yo una excepción de la regla? ¿Estaré yo preocupado sin motivo? Porque la verdad es que á mis compañeros no debe sobrarles, y, sin embargo, ellos ríen, están contentos y, al parecer, son felices. Gutiérrez tiene mujer y dos chicos; tiene el mismo sueldo que yo, y, que se sepa, los padres de ella, ya que él no los tiene, no le ayudan con nada. No obstante esto, difícil es encontrar un ser más alegre. ¿Será que no le preocupen las estrecheces de su casa? No; lo que es, ya lo han dicho bien claro: á mal tiempo, buena cara. Y tienen razón, ¡qué caramba! ¿Qué se adelanta con ponerse fúnebre? ¡Nada!»

El buen Jacinto, caminando hacia su casa, se hacía todas estas reflexiones para convencerse á sí mismo de que sus compañeros tenían razón.

«Sí; es preciso estar alegre – se decía argumentándose aún – ; es preciso reir: la risa es al alma, lo que la ropa al cuerpo: hay que presentarse de un modo agradable, aunque por dentro se vaya hecho una lástima. A la gente alegre todo el mundo la busca y en todas partes es bien recibida.»

De tal manera se argumentó Jacinto, para convencerse de lo infundado de sus tristezas, que casi empezó á sentirse contento.

«¿Que escribiera artículos cómicos? ¡Pues sí señor que los escribiría! Y no iba á tardar mucho: aquella misma tarde, en cuanto almorzara, se ponía á escribir el primero. ¿Que no tenía asunto?.. ¡De sobra! Con que contara lo que pasaba en su casa, figurando que sucedía en casa de un Fulano cualquiera, había veinte artículos. Sólo con relatar que una vez se le ocurrió pesar á sus tres hijos juntos, y se encontró con que entre los tres reunían 16 kilos de peso, había para hartarse de reir.

Pues, ¿y si contaba las batallas campales que los chicos sostenían con el gato para quitarle los cinco céntimos de cordilla? ¡Pobrecillos!..»

Aquel pobre gato cuyo espinazo era un serrucho —tal era su gordura– con el que se podía serrar toda la madera del mundo, era una verdadera ruina en la casa, con sus cinco céntimos diarios de gasto; porque, sobras en los platos… ¡Dios las diera!

Diversas veces había querido Claudia regalárselo á la portera; pero hablarse de esto y tirarse los tres chicos al suelo, berreando como desesperados, todo era uno.

En vano les decía su madre que el animalito estaría más distraído en la portería, por aquello de que podría asomarse á la calle á ver la gente.

Todo razonamiento era inútil. Además, que, ¿quién les negaba aquel gusto á los pobres nenes? ¡Era tan raro poderles dar alguno!

De tal peso fueron las razones que Jacinto se dió, que cuando llegó á su casa iba tan alegre, que ni él mismo se conocía. Cuando Claudia abrió la puerta y le vió con aquel semblante tan placentero, quedó muy sorprendida.

– ¿Qué te pasa, que vienes tan contento?

– Que estoy muy alegre. ¿No lo ves?

– Sí; sí que lo veo… Pero ¿por qué estás tan alegre?

– Porque ese, y no otro, es el estado natural del hombre; porque así es como se debe estar siempre: alegre, contento, satisfecho de la vida y de haber nacido. Tú también debes estar contenta.

– ¡No, por Dios; no me pidas que yo esté contenta!

– ¿Por qué no?

– Porque has de saber que, ya que era poco lo que teníamos encima, Luisito se ha puesto muy malito esta mañana, á poco de irte tú á la oficina.

– ¿Qué tiene? – preguntó Jacinto, sobresaltado.

– No lo sé – respondió Claudia, dejando correr las lágrimas, que, según brotaban, iba enjugando con la punta de su delantalito.

– Pues yo sí lo sé: lo que tiene Luisito es un empacho de tristeza.

Y Jacinto, al decir esto, tiró para la alcoba donde estaba el niño. Los dos mayorcitos habían ido ya al colegio.

– ¿Qué es eso, hombre?.. – preguntó Jacinto al niño, acariciando su rubia cabecita.

El niño, revolviéndose en su camita, contestó con un monosílabo que daba bien claro á entender las pocas ganas que tenía de conversación.

– He mandado á la portera que vaya á casa del médico y que le diga que venga cuanto antes – suspiró Claudia.

– Has hecho muy bien.

– Sí; pero ya ves, ahora ese gasto…

– No te apures, mujer: los médicos son unas bellas personas que esperan todo lo que se quiera para cobrar. ¡Ah! si se pudiera avisar que trajeran un jamón, con la misma facilidad con que se avisa al médico…

Claudia, en medio de sus lloriqueos, no pudo menos de echarse á reir al oir á su marido.

– ¿Qué has hecho para ponerte de tan buen humor?

– Nada, hija mía, nada: argumentarme, darme razones para convencerme de que el estado de funerario ambulante no me llevaba á ningún lado bueno; y tantas, y tan buenas, me las he dado, que me convencí, y aquí me tienes… Tú debes hacer igual, te lo repito.

– ¡Cómo quieres que me ponga contenta, hombre, viendo lo que pasa!

– ¿Qué pasa?.. ¡Nada!

– ¿Te parece poco este gasto del médico, siendo así que el mes que viene quería yo ver de arreglármelas para comprarles botitas á Paquito y á Carlos, porque los pobrecitos casi van descalzos?

– Pues se les compran: ya te he dicho que los médicos aguardan mucho…

– ¿Y la botica?

– ¿La botica?.. La botica… Pues mira, en último caso, si no se pueden comprar el mes que viene… ¡no se compran! ¿Se las vas á comprar con ponerte triste?

La campanilla de la escalera, al sonar, impidió oir la respuesta de Claudia; ésta, precipitadamente, pensando, con razón, que quien llamaba era el médico, corrió á abrir la puerta.

El doctor era, en efecto. Entró en la alcoba del niño, seguido de los padres, y tras de algunas preguntas á éstos, reconoció al enfermito detenidamente. Cuando hubo terminado el reconocimiento, salieron á la habitación contigua.

– No hay que alarmarse, pero hay que tener mucho cuidado: el niño no tiene nada y tiene mucho – dijo el galeno. – El niño necesita una buena alimentación: mucha leche, caldos de gallina y yemas de huevo para fortalecerle; después, este verano, á Santander, al Sardinero un par de meses, y… chico nuevo. Si me permite, voy á poner una receta y además el nombre de un reconstituyente que nos ayude un poco…

El médico tomó asiento ante la mesa de Jacinto; éste y Claudia se miraban mientras el doctor escribía. Lo que había dicho aquel hombre les había paralizado la lengua.

Extendida que fué la fórmula, el doctor se despidió, advirtiendo que el tratamiento debía empezar en seguida; que él volvería al día siguiente.

Cuando el doctor salió, Jacinto y Claudia, junto á la misma puerta de la escalera, quedaron mirándose sin hablar un buen rato.

– Leche… caldos… huevos… un reconstituyente…

– Y este verano ¡al Sardinero! – dijo Jacinto, continuando la relación empezada por su esposa.

– ¿Todavía estás alegre, Jacinto?

Éste, que al oir al médico había sentido que toda su alegría se le iba por los talones, al oir á Claudia, y al verla próxima á desfallecer, se rehizo, pensando que era preciso disimular para darla alientos, y dijo:

– Sí, sí; todavía estoy alegre… y lo estaré. ¿Por qué no? Al niño se le dará leche, caldos, huevos… y reconstituyente; todo lo que sea necesario…

– Pero ¿con qué, Jacinto, con qué?

– ¿Con qué? No lo sé, pero se le dará. Comeremos patatas, pan… duro; ¡no comeremos! Mis padres, tal vez puedan hacer algo para ayudarnos…

– ¿Y mientras llega ese socorro… si llega? Ya has oído que el tratamiento ha de empezar en seguida.

– Ahora mismo. Trae dinero, que voy á la botica; y de paso le diré á la portera que suba para que te traiga lo que necesites.

– ¡¡Dinero!! – murmuró Claudia.

Jacinto, al oir á su mujer, sintió que la espalda se le quedaba como el hielo, y que los pelos se le ponían de punta.

– ¿No tienes? – preguntó conteniendo la angustia que sentía.

– A duras penas quedará para los cuatro días que faltan del mes.

Jacinto quedó con la cabeza inclinada sobre el pecho. No pensaba en su hijo, no pensaba en aquel grave contratiempo de no tener dinero: pensaba en lo que le habían dicho sus compañeros; parecía que los estaba oyendo: – «Escribe artículos cómicos, hombre; escribe artículos cómicos.»

Cuando volvió á la realidad, Claudia no no estaba allí; pero poco tardó en volver con un estuche en la mano.

– Toma, Jacinto – dijo con la voz velada por la más honda emoción.

– ¿Qué es eso?

– ¡Toma! – volvió á repetir Claudia, cubriéndose la cara con el delantalillo.

– ¡Tu pulsera de pedida! – exclamó Jacinto cogiendo el estuche y abriéndolo.

– Qué le vamos á hacer; es la única alhaja que tenemos para empeñar. Llévala al Monte de Piedad; allí llevan pocos réditos y estará mejor guardada.

Jacinto guardó el estuche en un bolsillo de su americana; acercóse á Claudia, y rodeándola con los brazos, la estrechó fuertemente contra su pecho y estampó un beso en su frente.

– Anda, no te detengas, Jacinto, que el niño espera.

III

Apenas Jacinto se vió en la calle, soltó un formidable resoplido que ensanchó su corazón.

Enfiló la calle de Fuencarral, á paso ligero; metióse por la de Jacometrezo, atravesó la plaza del Callao y, por el postigo de San Martín, desembocó en la plaza de las Descalzas.

Al llegar allí, su paso, antes rápido, se hizo tan lento, que frente á la estatua de Piquer se detuvo. Dió otro resoplido, semejante al anterior, y quedóse mirando al ilustre fundador del piadoso establecimiento.

– «Francisco Piquer, yo te saludo – dijo Jacinto descubriéndose – . Perdona que no lo haya hecho antes; pero mejor que yo sabes tú, que nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena. Aquí, donde todo el mundo conoce el nombre de Soriano, de Lerroux y otros, sin olvidar á Melquiades Álvarez, son pocos los que conocen el tuyo. ¿En qué piensas, en qué meditas, ilustre bienhechor de los madrileños? ¿Es que el escultor que te retrató te dió esa actitud queriendo representar que meditas tu grande obra, ó es que pensó en simbolizar así la actitud de media humanidad? No lo sé; pero ¡vive Dios! que el tal acertó. Con el dedo en la frente nos pasamos la vida la inmensa mayoría de los mortales; pero nada sacamos en limpio, y raro es el que no tiene que acudir á lo que tú sacaste de la tuya. Tú pensaste en los desvalidos, y éstos, aunque no piensan en ti para nada, ni saben cómo te llamas, acuden á recibir de tu obra el modesto préstamo que, momentáneamente, enjuga sus lágrimas: con esto les basta. Pero es lo que tú dirás: ¿Qué me importa que ellos no sepan cómo me llamo yo, si yo sé cómo se llaman ellos? Doscientas veces habré pasado por aquí, y otras tantas he cometido la ingratitud de no fijarme en ti; lo cual no debe extrañarte, porque en este mundo, bien sabes que nadie se fija más que en aquel que puede servir de algo; y yo, dicho sea con franqueza, no creí que nunca necesitara de ti para nada. Hoy me encuentro con que me haces falta, y aquí me tienes confesando mi error. Pero no creas que llego hasta ti acongojado y abatido, como otros, no; vengo á pedirte unas pesetillas por esta pulsera, que me costó muchas privaciones poder comprar; pero vengo contento, alegre y con la esperanza de podértelas devolver pronto. ¿Tú crees que esto es motivo para entristecerme? ¡Quiá, hombre, quiá! Mira tú lo triste que yo estaré, cuando en este momento estoy hilvanando un artículo cómico… que ya verás… ya verás. Además, has de saber que tu obra caerá pronto en ruinas; lo que tarden en llegar al Poder Soriano, Lerroux y otros… sin olvidar á Melquiades Álvarez, que nos tienen prometido formalmente hacer de España y de los españoles, el símbolo de la felicidad.

A ti, Pontejos – dijo Jacinto, volviéndose hacia la estatua del marqués, – ni te saludo, ni nada tengo que decirte, porque nunca te necesitaré para nada.»

Jacinto, pensando que tal vez estaba llamando la atención, interrumpió su monólogo, diciendo:

– «Vamos, hijo mío, vamos; los malos tragos, pasarlos pronto, y además, que en casa te están esperando.»

Y como si esta última reflexión diera nuevos bríos á su decaída voluntad, avanzó resueltamente hacia el benéfico establecimiento.

Cuando llegó frente á la ventanilla del tasador, Jacinto, al pronto, se quedó como petrificado; después se puso sumamente encendido.

¿Qué le había sucedido ante aquella ventanilla, tras de la cual, un hombre alto y delgado, de mirar frío é indiferente, esperaba á que le alargaran la alhaja en cuestión?

Aquel hombre alto y delgado era un empleado de la misma oficina de Jacinto, Negociado 4.°; uno de los que se las buscaban con otro empleo que, por ser por la tarde, era compatible con el del Estado.

Saludáronse rápidamente, pues el otro, á fuerza de acostumbrado á tales encuentros, era prudente; y tras del frotar en la piedra con la pulsera, de tal manera que á Jacinto le parecía que le estaban frotando con lija en el corazón, y tras de probar con el ácido la nobleza del metal, el de al lado de allá de la ventanilla formuló la frase sacramental:

– Cuarenta pesetas.

– Bueno… si… está bien – respondió Jacinto, que estaba deseando largarse de allí cuanto antes.

– ¿Qué nombre…?

– ¿Nombre? Jacinto sintió que su cara se ponía como la lumbre. – El caso es que la pulsera es de una vecina que está enferma… y… pero póngalo usted al mío…

– Es igual – replicó el otro llenando un talón, con el que Jacinto tuvo que ir recorriendo ventanillas, que concluyeron de dar al traste con la poca serenidad que le quedaba.

Cuando se vió en la calle con aquellas 40 pesetas que tantas angustias le costaron, dió un tercer resoplido, que dejó chiquititos á los dos anteriores.

Renegando de su suerte y de aquel maldito encuentro, dirigióse precipitadamente, por la calle del Arenal, á la Puerta del Sol; entró en un botica y compró lo recetado por el médico; después, en un «Cuatro Caminos, por Fuencarral», fué á su casa.

Aquella noche, Jacinto obligó á su esposa á que se acostara, y él quedó velando á Luisín, para suministrarle la cucharada recetada, cada dos horas, combinada con la leche y los caldos.

A la luz de un mal quinqué, pues en la casa no había luz eléctrica, que entonces costaba un ojo de la cara, porque las Compañías no se habían decidido á darla perdiendo dinero, Jacinto preparó las cuartillas y se dispuso á escribir su primer artículo cómico.

La ocasión era la más propicia: la quietud de la noche, el silencio, sólo interrumpido por el débil toser de alguno de los niños; la triste y amarillenta luz del quinqué, todo, en fin, era adecuado para poner el ánimo de Jacinto en condiciones; y así debió ser, sin duda, por cuanto la pluma del pobre oficinista rasgueaba febrilmente, sin detenerse ni un instante, sobre el papel.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
11 августа 2017
Объем:
160 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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