promo_banner

Реклама

Читать книгу: «Dígame, ¿quién le ha dicho?»

Шрифт:

Durante casi un siglo, los miembros de cuatro generaciones, quienes aparecen secuencialmente inscritos en un Tablero familiar, nos muestran en simultáneo un poco de la historia política, social, religiosa y futbolística en el Perú republicano. Inesperados sucesos que tienen la curiosa capacidad de repetirse en el tiempo y hacerlos trastabillar, hacen que sus vidas alternen entre el romance y la tragedia, sin embargo el amor que se prodigan prevalecerá hasta el final.



«Esa noche, en la privacidad de su cuarto en San Miguel, apuntaba en las páginas ahora amarillentas de aquella libreta Minerva al nieto número veinticuatro en el Tablero familiar. En su interior, ella presentía que este sería el último, por varias circunstancias: sus hijos casados y mayores, por cuestiones de edad, difícilmente serían otra vez visitados por la cigüeña; Fina siempre le comentó que deseaba tener solo dos hijas; y porque sus solteras hijas Nena y Otilia, habían sobrepasado su tiempo para contraer nupcias y, fundamentalmente, poder encargar bebés. Este augurio, con el tiempo, se consolidaría inamovible. Ella dibujó una complaciente sonrisa, recordando la tarde en que su desaparecido compañero con atrevimiento pronosticó, muchísimos años atrás, que tendrían una abundante descendencia» (DL).






Dígame, ¿quién le ha dicho?

Primera edición electrónica: enero de 2022


© David Loayza 2022

© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2022

para su sello Narrar

APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,

San Martín de Porres, Lima

http://paracaidas-se.com/

editorial@paracaidas-se.com


Composición: Juan Pablo Mejía

Fotografía de portada: David Loayza

Retrato del autor: Archivo personal


ISBN ePub N.° 978-612-48825-1-7


Se prohibe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.


Producido en Perú.

A mi esposa Gabriela y a mis hijos Regina, Rebeca y Francisco por alentar y respaldar siempre este proyecto.

Cuando te vaya bien, disfruta ese bienestar; pero cuando te vaya mal, ponte a pensar que lo uno y lo otro son cosa de Dios, y que el hombre nunca sabe lo que ha de traerle el futuro.

Ecleciastes, 7:14

La abolición de la esclavitud en el Perú, decretada oficialmente por el progresista e innovador presidente Ramón Castilla el 3 de diciembre de 1854, benefició a 25 505 esclavos. Esta medida, que reconoció la libertad a los afroperuanos, ocasionó insuficiencia de mano de obra en la agricultura —específicamente en las haciendas de algodón y caña de azúcar—, en el trabajo en la instalación de los rieles ferroviarios, en las islas guaneras y en la servidumbre urbana; afectando gravemente la economía del país, regentada por los hacendados y comerciantes. Ante esta vicisitud, se dictaminó la «Ley China», que permitía el ingreso multitudinario e indiscriminado de trabajadores provenientes de diversas provincias de la China imperial. Esta infortunada gente —que subsistían entre la indigencia y la desventura— fue engatusada a través de contratos de semiesclavitud que los obligaban a trabajar bajo la presión de ciertas deudas asumidas por su traslado y manutención. Mediante esta modalidad llegaron durante cuatro décadas, entre noventa y cien mil ciudadanos chinos. Cada travesía naviera era una auténtica odisea, demoraba cerca de ciento veinte días este itinerario. De esta forma, a mediados de abril de 1890, llega la embarcación danesa Valdemar II al muelle de Salaverry, situada a unos catorce kilómetros al oeste de la localidad de Trujillo, departamento de La Libertad; ciudad portuaria creada veinte años antes en honor al prócer de la independencia peruana, general Felipe Santiago Salaverry, y que después del Callao era considerado el segundo más importante en el Perú. En esta embarcación llegó Félix de veintiún años, nativo de la provincia de Guangdong o Cantón, primer puerto al sur de China, ubicado a ciento veinte kilómetros de Hong Kong. Se mostraba muy flaco, casi esquelético, medía tan solo un metro sesenta y cinco, de cabello hirsuto largo y negro, sus oscuros ojos pardos apenas se podían encontrar escondidos en un rostro amarillo pálido, el cual intentaba disimular cuánto sufría por tener lejana a su familia. Sus patrones lo bautizaron así, aunque su verdadero nombre chino nadie lo supo o quizás nadie jamás se lo entendió porque sonaba algo como Fhe-Lee. Su apellido original era Athón, pero al escucharlo se burlaban pronunciándolo «ratón», motivo por el cual él decide modificarlo, empezando a escribirlo como Athó. Poseía una personalidad muy reservada y temperamento tranquilo, era completamente independiente y siempre buscaba sus propios caminos. Quizás esta idiosincrasia fue el factor detonante que lo impulsó a salir de su tierra natal, aunque alimentaba la ilusoria y remota esperanza de regresar a su casa. Su cuerpo se encontraba allí, pero en su interior aún conservaba los lazos y la nostalgia ancestral. El primer contrato de trabajo establecía un vínculo de ocho años con don José Celestino Mundaca, propietario de la Hacienda Santa Catalina, a orillas del Valle de Moche, distrito situado a solo siete kilómetros al sur de Trujillo, lugar que además conserva como patrimonio histórico la denominación de una de las culturas precolombinas más importantes de América. Aquí empieza a trabajar en la siembra y cosecha de la caña de azúcar. Ya no extrañaba las altas temperaturas y la humedad asfixiante de su nativa localidad. Fácilmente se acostumbró al exquisito clima trujillano, al recio quehacer de diez a doce horas diarias, los siete días de la semana, y también a beber ron de caña para amortiguar la fatiga agobiante de la faena. Y como la mayoría de sus coterráneos, aceptó «la yapa», es decir, extender por seis meses más, repetidas veces, su relación contractual con su patroncito, porque ya se había acostumbrado a esa rutina laboral.


A principios del siglo del Vanguardismo o comúnmente llamado siglo XX, Félix, luego de intentar, con aciertos y tropiezos, aprender el idioma castellano y las costumbres peruanas —desechando por completo su inicial plan de retorno a China— se animó a constituir una panadería a un par de calles de la Plaza de Armas de Moche. Su sentido de la observación le ayudó a descubrir que al peruano le encanta el pan; religiosa y diariamente consumen este alimento, y que además se podía comerciar allí otros productos complementarios como en una bodega: mantequilla, queso, café, té, fósforos, azúcar, fideos, entre otros; y que, obviamente, la mercantilización de estos agregados artículos era lo que le reportaría mejores ganancias. Luego de entrevistarse con un baqueteado panadero, construyó su propio horno a leña, con paredes revestidas de ladrillo lo suficientemente grande para cocer con capacidad y comodidad conveniente. Como resultado de sus preliminares ensayos, obtuvo panes deformes, desabridos, ahumados y/o quemados; errores de principiante que debería enmendar. Subsanados los primigenios inconvenientes, decide inaugurar su negocio. Resultando muy práctico dejar listos por la tarde los bollos a base de harina, levadura y especies; levantarse a las tres de la mañana para empezar a prender las leñas y avivar un fuego homogéneo; colocar y retirar las bandejas oportunamente; con el fin de ofrecerlo al público a partir de las seis y media de la mañana. Poco a poco fue generando una fiel clientela.

Casi un año después, este laborioso y pujante panadero, que con las damas era muy alegre y encantador, conoce y se encandila con Rosa, una jovencita de dieciséis años nativa de Moche, que poseía una peculiar hermosura, como la flor. Era amable, simpática y divertida; vivía con sus familiares, quienes aún trabajaban en la Hacienda Santa Catalina atendiendo la cocina de los patrones. El «chinito» gradualmente conquista, con humildad y espontaneidad, el corazón de Rosa y posteriormente, con la aprobación de sus padres, ambos se entregan intensamente a esta relación persiguiendo su bienestar y equilibrio como pareja. Ella empieza a trabajar en el negocio, atendiendo a los clientes, y por las tardes preparando postres: camotillos, cocadas y sanguito. Como resultado de esta unión de etnias y culturas distintas, el mismo día en que Francia celebraba desde 1789 la Toma de la Bastilla, y con ello la caída del régimen monárquico e inicio de la Revolución Francesa, nace su primera hija, a la que nombran Felicita en honor a su progenitor; pequeña que inmediatamente los llenó de gozo. Tres años después tendrían a un varoncito al que bautizaron con el nombre de Manuel. Ambos heredarían los rasgos orientales, además de la vitalidad y energía del padre.

Un lustro después de iniciado el negocio, la panadería había incrementado considerablemente el número habitual de clientes, debido al crecimiento de la población en Moche. Ellos no podían estar solos al frente, abastecerse de suministros y de mercaderías, mantener la limpieza, elaborar el pan, preparar los postres, y encima cuidar a sus dos traviesos y pequeños hijos. Ante esta necesidad, Félix decide emplear a Gilberto Urbano para que se encargue por las noches de la elaboración del pan, pero el chinito se lamentaría con el correr del tiempo de haberlo contratado. Este no resultó tan gil como su nombre decía. Era un joven mulato, resultado del efímero amorío entre don Teodoro, un apuesto lugarteniente criollo, y Carlota Urbano, una bella afroperuana libertada en tiempos del mariscal Castilla. Gilberto medía un metro setenta de altura y era solo dos años mayor que Rosa; sus hombros eran ligeramente más anchos que su cadera mostrando una silueta armónica. Aprendió raudamente el oficio y llegaba todas las noches para empezar a realizar su trabajo, rutina que consistía en amalgamar la harina con agua, sal y levadura. Este proceso de sobar y presionar firme y constantemente la masa hasta que agarre consistencia, con el tiempo le ayudaría a fortalecer sus habilidosas manos, desarrollar su caja torácica, bíceps y tríceps, aumentando su atractivo varonil. Mientras que Félix dormía, Rosa observó en más de una ocasión cómo Gilberto amasaba imperturbable con el torso desnudo, provocando en ella numerosas fantasías eróticas, imaginado ser ella la masa del pan, soportando la presión de sus palmas en sus desatendidas nalgas, caderas y pechos, soñando y excitándose hasta alcanzar varias veces una lubricación vaginal. Bajo esta premisa, ella, en las pocas oportunidades que tenía a solas con él, no reparaba en comentarle abiertamente cómo había mejorado su contextura física desde que trabajaba en la panadería, evidenciando su licencioso interés.

—Mi marido está contento con la rapidez con que aprendió usted a preparar el pan —adulándolo y esbozando una sonrisa coqueta.

—Me alegra escucharlo —mientras que el ayudante vaciaba la harina a un contenedor— porque a veces no le entiendo bien lo que me dice.

—Ah, sí —ríe de compromiso, mostrando una fingida alegría—, don Félix tiene un limitado vocabulario en castellano, pero yo entiendo más sus gestos.

—Y usted, ¿qué opina? —interroga y fija la mirada en ella.

—Bueno, para mí —baja la mirada, trata de reír, pero solo titubea— usted aprendió muy pronto su trabajo —volviendo a mirarlo fijamente.

Mientras tanto, Gilberto empezó paulatinamente a abstraerse con la belleza, gracia, simpatía y ocultos flirteos de Rosa. Ella, además, era una mujer muy intensa y exigente, que deseaba mantenerse emocionalmente satisfecha y estable con su pareja; al parecer, el chinito, quien superaba los cuarenta y cinco años, no estaba cumpliendo proporcionalmente con los demandados deberes para con su joven y encendida mujer, dedicaba más su tiempo al trabajo y a sus responsabilidades de comerciante y padre de familia. El diestro aprendiz se presenta ante Rosa como el personaje con quien alcanzaría esos negados objetivos, ofreciéndole satisfacer cabalmente esas exigencias. Ella, decidida, perseverante y luchadora por alcanzar sus ambicionados ideales, pero fundamentalmente seducida por la súbita pasión ofrecida por el incendiario amante, luego de acumular secretamente una mediana cantidad de dinero ahorrado, no dudó demasiado en tomar una osada determinación: abandonar a don Félix y a sus dos menores hijos. Así, sin importarle nada, se traslada inmediatamente junto con su nuevo marido a la ciudad capital, Lima, para reiniciar su vida. Alejándose principal y estratégicamente de las conservadoras críticas y comentarios que definitivamente le arrojarían sus cercanos familiares y amigos. En esta nueva ciudad nadie conocería su pasado.

Rosa era la segunda de tres hijos. Todos se caracterizaban por la piel morena clara, ojos pardos oscuros y redondos, cabello lacio negro, contextura delgada y con una talla promedio del metro cincuenta y cinco. Pedro era el único varón e hijo mayor. A diferencia de sus hermanas, era más alto, poseía un espíritu muy generoso y desprendido, además de un alma de innato buen mercader; pocos años atrás había establecido una tienda de abarrotes en el centro de Trujillo, y cada día le iba muy bien, por su perseverancia y cualidades administrativas, siendo el único en su infancia que disfrutó y se benefició de la educación primaria impartida en la escuela fiscal de Moche. Mientras tanto, Isabel, la hermana menor, aún soltera, seguía viviendo y laborando en la casa de sus patrones en la Hacienda Santa Catalina. Don Félix, fracturado sentimentalmente por el accionar de su fugada compañera, luego de reflexionar y conduciéndose con absoluta frialdad asiática, irreversiblemente transfiere sus vástagos a la joven cuñada, quien los recibió con el corazón y los brazos extendidos. El hecho de que Isabel no tuviera un esposo ni hijos a quien brindarle un desmesurado amor, fue el esencial factor para que ella ofreciera inmediatamente la ternura y afectos que los retoños demandaban de la figura maternal.

Felicita de seis años y Manuel de tan solo tres, al principio, quizás por su corta edad, no comprendieron por qué sus genuinos padres habían renunciado a ellos; se hacían muchas preguntas, sin imaginar siquiera una eventual respuesta. Cuando alguno consultaba a la tía Isabel sobre el paradero de sus padres, ella sutilmente les cambiaba el tema. Después de varios meses se alejó de ellos el recuerdo paternal, porque no existía fotografía alguna para rememorar o acordarse de él. La última vez que lo vieron fue aquella tarde en la puerta de la casa de Isabel, donde dimitió y se despidió de ambos con un abrazo prolongado y fuerte, una cascada de lágrimas cubría su rostro desarticulado, y balbuceando algunas indescifrables súplicas y frases entre castellano y chino mandarín. Tan solo unos años más tarde, completamente abandonado y desamparado, el chinito, luego de contagiarse de la funesta peste bubónica, fallece en un lazareto en las afueras de Trujillo junto a cientos de personas contaminadas con esta enfermedad, aún no se conocía medicina alguna para sanarse o sobrellevarla.


* * *


Rosa y Gilberto se instalaron en el corazón de los Barrios Altos, una zona muy criolla y vernacular de la metrópoli limeña, estableciendo juntos una fonda, que en esos momentos eran los populares y económicos restaurantes donde la gente iba, de lunes a domingo, a comer. Por aquel entonces en el Perú se acostumbraba almorzar a partir de las once de la mañana, y la cena o comida después de las tres de la tarde. Con el correr del tiempo y los cambios de hábitos, usos y costumbres, en nuestros días estos horarios se fueron retrasando un par de horas más tarde, agregándose el desayuno como primera comida del día. En esta aventura para sobrevivir y salir adelante, doña Rosa había desarrollado su arte y amor por la cocina, preparando a diario para decenas de clientes los más deliciosos platillos limeños con un sutil e indiscutible toque mochano: desde el menestrón, causa limeña, arroz con pollo y el escabeche, hasta terminar la tarde con los postres: el arroz con leche, el frejol colado, la mazamorra morada y el ranfañote.

Producto del intenso amor que se prodigaban, rápidamente los autodesterrados norteños encargaron niños, teniendo primero a Teófilo, luego a Carlota y, después, a Blanca. Este aumento en la población del hogar motivó a que doña Rosa le requiera a su hermana Isabel la presencia de su hija mayor en Lima. Felicita, que ya contaba con doce años, podía resultar de gran ayuda a la incrementada familia. Ella significaría un excelente apoyo para atender la fonda y también cuidar a sus mediohermanos. Juntas empiezan a compartir y alternar labores, doña Rosa no solamente se encarga de enseñarle a cocinar todos los guisos y dulces que ofrecía a sus comensales, sino además todos los detalles del cuidado de la casa: lavado de ropa y pañales, lavado de platos y ollas, limpieza de los cuartos, entre otros. En los años siguientes tuvieron dos descendientes más: Iris y Mario. Así, Felicita se convertiría técnicamente en la madre de estos dos últimos, debido a que la verdadera progenitora dirigió todos sus esfuerzos a la conducción del establecimiento y atenciones al concupiscente marido.


A mediados del primer año de la segunda década del siglo veinte, Felicita, apenas cumplidos los diecisiete años de edad, conoce y es pretendida por don Juan Sarrazino, de veinticuatro años, un distinguido y adinerado limeño que pertenecía a una notable y respetada familia de origen vasco. Tan sobresaliente que su hermana menor, Lucrecia, era una cantante soprano que luego destacaría y se presentaría frecuentemente en el Teatro Municipal de Lima y en diversos escenarios en el Perú y Europa. Don Juan había terminado sus estudios en el colegio La Recoleta, ubicado en la Plaza Francia, en el centro de Lima, y era un próspero comerciante que quedó subyugado por la gracia e inocencia peculiar de Felicita. Él le promete amor y una vida diferente; así, al siguiente verano, después de unos meses de un entusiasmado noviazgo, los novatos enamorados deciden sellar este romance contrayendo nupcias. El último sábado de febrero, al promediar el mediodía, por ante la Iglesia de la Santísima Cruz, ubicada en el corazón de Barranco, distrito próximo al mar —de allí proviene su nombre—, Felicita estrenaba un moderno y hermoso traje de novia, medias y zapatos blancos, con un velo sobre la cabeza, el cual además le cubría la espalda; mientras que don Juan lucía un pulcro y elegante frac, sombrero de copa alemán, zapatos y corbata, todos de color negro, finamente combinado con un chaleco gris y guantes blancos. La ceremonia fue realizada ante la presencia de algunos familiares y amigos de los novios. Ella no podía creer lo que estaba experimentando, una jovencita que tan solo unos años atrás aún corría descalza en Moche, llena de polvo en sus humildes prendas, sin mayores obligaciones que atender sus tareas en la escuela fiscal y ayudar en las labores a la tía Isabel, hoy se estaba uniendo en matrimonio en la capital, con una instruida persona que se ocuparía, aparentemente, de todas sus necesidades. Felicita estaba muy inquieta y entusiasmada por iniciar una nueva etapa en su corta vida. Tomando además esta acelerada decisión por las recomendaciones y exhortaciones de su madre, se transformaría en una señora socialmente importante, motivada particularmente por emprender y guiar a su propia familia. Como consecuencia de este matrimonio procrearon, una semana antes de la Navidad de ese mismo año, a Haydeé, quien heredaría los ojos redondos color marrón de su padre y la sonrisa Mona Lisa de su madre. Fue su cónyuge quien le sugiere el nombre a Felicita, este lo había leído primero en los poemas de Don Juan, obra satírica del inglés Lord Byron, donde ella se enamora apasionadamente del personaje principal, y, con posterioridad, en El Conde de Montecristo, obra cumbre de Alejandro Dumas, donde esta era una de sus amantes. Por cosas del destino, al poco tiempo del nacimiento de la hermosa niña, esta relación no floreció, tuvieron un cúmulo de conflictos maritales y, básicamente, desacuerdos familiares, por el lado de él muy cultos y encopetados, por el de ella, muy rústicos e insignificantes, motivando la inevitable e irreversible separación. Felicita y su pequeña niña regresaron a la fonda para ayudar a doña Rosa.

Barrios Altos, nombrado así por su singular ubicación geográfica en Lima, donde se fueron estableciendo monasterios, teatros, iglesias y plazas públicas; denominada también por la pluralidad de diversos barrios: Cercado, Carmen, Maravillas, Santa Catalina, Santa Ana, entre otros. Aquí residía Absalón con toda su familia, en una formidable y virreinal Casa Huerta, heredada desde principios de la conquista por sus ancestros españoles, entre la calle de Conchucos y la Iglesia de Santo Cristo. Don Absalón, como lo llamaban todos sus conocidos, era un criollo limeño alegre, respetable, educado y extremadamente atractivo, nacido en el segundo semestre del primer año de la última década del siglo diecinueve. Dueño de una inconfundible y cautivante sonrisa; amigable, entretenido conversador y fundamentalmente preocupado por el prójimo; hijo de la unión entre misiá Gliceria —en ese tiempo se usaba esta antigua palabra para nominar a las señoras— y don Adolfo. Ambos provenían de ilustres, honorables y acomodadas familias de origen hispánico. Esta dichosa y encantadora pareja tuvo a Absalón, quien fuera el primogénito, y al que le sucedieron, con intervalos entre sí de tres años, sus hermanas Paula, Otilia y María Luz. Al fallecer repentinamente don Adolfo, al hijo mayor le correspondió asumir el rol protector y cuidador de la familia, responsabilizándose que ellas se labren una profesión. Paula se encaminó para estudiar farmacia, mientras que Otilia y María Luz optaron por la docencia.


* * *


En tiempos posteriores a la segunda elección de don Augusto B. Leguía como presidente del Perú, don Absalón acostumbraba frecuentar a un entrañable y cercano pariente; sus padres fueron hermanos, compartían al mismo abuelo paterno, enorgullecidos del mismo apellido. Era el primo Francisco, quien ostentaba el título de cónsul y trabajaba en el Palacio de Torre Tagle, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, en el centro de Lima; él era un recorrido diplomático que superaba los cincuenta años de edad, mientras que Absalón bordeaba la edad de Cristo al morir. A pesar de la diferencia de edades —casi dos décadas—, gozaban de largas y cautivadoras tertulias. Francisco, siempre bien informado, poseía una insaciable vocación por la lectura; por su parte, Absalón no solo era un privilegiado oyente, sino que colaboraba con suculentos cuestionamientos y satíricos puntos de vista, dándole ese ingrediente apetitoso al diálogo, resultando muy provechosa y rica su atinada crítica. Una tarde de julio, posterior a la celebración de la fiesta de independencia, el plenipotenciario le comentaba a su interlocutor lo rápido que transcurrían los días, porque se cumplían siete años del asesinato de su amigo, el doctor Benjamín De La Torre Mar.

—Conocí a Benjamín cuando ingresamos a la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos —mirando con nostalgia un escudo de madera de álamo que representaba su Alma Mater y que orgullosamente exhibía en la pared de su oficina—, dos años después transitamos juntos a la Facultad de Derecho. El decidió ser abogado y yo me desvié por el sendero de la diplomacia.

—Sabes, primo, siempre fue mi sueño convertirme en un abogado sanmarquino —replicaba con amargura Absalón—, pero las cosas son como son, todos cumplimos un objetivo en esta vida, las cartas en este juego de naipes no las elegimos, solo se presentan y debemos continuar jugando.

—Efectivamente, el destino de cada uno está marcado —coincide.

Este hace un breve paréntesis, esperando que Absalón continúe, pero prefiere dejar el tema ahí y así, respetuosamente, decide continuar con su tema inicial.

—Luego, Benjamín se orientó por la política, convirtiéndose en diputado primero y luego senador por el Cusco. Él era dueño de una granja en el poblado de Huyro, en el distrito de Huayopata, provincia de La Convención, en el Cusco.

Mientras narraba empezó a buscar algo en un anaquel de madera de cerezo.

—Hace quince años me desempeñaba como cónsul del Perú en Yokohama, Japón. Ahí conocí muchos mercaderes asiáticos que se dedicaban a la comercialización del té. Esta bebida intentaba competir industrialmente con el café. Ellos me presentaron las bondades de esta infusión, y también me explicaron cuál sería el mejor clima para cultivarlo y cosecharlo, de preferencia en una región calurosa y húmeda, con lluvias regulares, temperatura promedio de dieciocho grados centígrados. Como siempre estuve en comunicación epistolar con mi buen amigo Benjamín, en una de ellas le comenté acerca del té, este se interesó de forma inmediata, al extremo que presentó una propuesta técnica ante el Congreso de la República para iniciar un experimento agrícola en su chacra.

Finalmente, encontró lo que buscaba, un álbum de fotos.

—Absalón, mira este recorte de El Comercio —enseñando con orgullo—, era 1913. En este barco a vapor japonés, Anyo Maru, trajimos desde Yokohama ciento veinte libras de semillas para ser sembradas en su granja, dos años después se hizo la cosecha obteniendo con éxito un té de alto rendimiento. Lamentablemente, su antiguo capataz decidió acabar con su vida por un lío de faldas. Menos mal sus herederos transformaron el proyecto constituyendo la Hacienda Huyro, la cual produce hoy en día un té de excelente calidad.

—¿Y nadie reconoció tu gestión? —preguntó el primo—, porque gracias a ti hoy disfrutamos de un té nacional.

—Tampoco al buen Benjamín —concluyó.

Luego de beber juntos una taza de té, alrededor de las cuatro de la tarde, en honor del desaparecido compañero universitario, Absalón emprendió solitario su ruta de regreso a casa. A la altura de la calle Los Naranjos se percató de que existía una fonda denominada «Misiá Rosita», la cual anunciaba en la puerta uno de sus postres predilectos. Como un oso atraído por la miel, decide hacer un alto en su caminata.

—Buenas tardes, ¿me puede traer un Frejol Colao? —preguntó al encargado, don Gilberto, luego de ingresar y empezar a explorar el interior del comedor.

—Sí, señor, enseguida lo atenderemos —aseguró.

A los pocos minutos apareció la joven Felicita transportando el dulce solicitado por Absalón. A primera vista, ambos intercambiaron acentuadas e interrogantes miradas. Ella se acercó al desconocido revelando una modesta sonrisa, dejándole en su mesa el solicitado manjar al apetente visitante, además de una extraña sensación nunca antes percibida. Fue en este instante donde surge el amor entre ellos. A partir de este momento, don Absalón se convirtió en un asiduo consumidor. Siempre ella lo atendía. Mostrando primero su exótica belleza, producto del mestizaje de una india peruana y un ciudadano de la China, y progresivamente fue advirtiendo la inteligencia, espiritualidad, ternura y fortaleza que delineaban su personalidad. Absalón era trece años mayor que Felicita, pero esto no constituyó ningún impedimento para empezar una amistad. Ella contemplaba que él era educado, auténtico, un verdadero caballero y, concretamente, poseía un extremado sentido del humor; le narraba algunas anécdotas personales o extractos de novelas e historias leídas, jactándose siempre de haber observado transitar más agua que ella por el río Huatica. Semanas posteriores, sin importarle ni preocuparle que ella hubiera tenido un fracasado matrimonio anterior y que la pequeña Haydeé, de casi dos años, fuera parte de su vida, le propone emprender una nueva relación en la Casa Huerta. Al principio, fueron el punto de críticas e inusitadas interpretaciones coloquiales de algunos familiares y circunvecinos, pero poco o nada les significó, ambos tenían cristalinos sus sentimientos y sus proyectos como pareja.

Aquella propiedad de estilo colonial perteneció a los padres de misiá Gliceria, quien a su vez lo heredó y comparte junto con sus hermanos solteros Pascual y Josefina. El ingreso principal era a través de un zaguán pavimentado de enormes adoquines de piedra lisa por la calle Conchucos, y que a ambos lados de la entrada tenía empotrados dos grandes faroles de cobre que lo iluminaban por la noche; para traspasar al interior existía un gran portón de roble que poseía dos aldabas de hierro fundido con la forma de cabezas de león en cada hoja, ocho bisagras, cerradura, cerrojo, y una mirilla para observar al exterior. Al interior inmediato había una sala amplia, finamente decorada con muebles estilo victoriano de cedro y caoba, cortinas de paño europeo, una enorme araña de bronce con dieciséis bombillos que iluminaban plenamente este ambiente, diversos óleos de ancestros y pinturas religiosas provenientes de la escuela limeña y cusqueña, y un hermoso piano negro de cola Bosendorfer donde, con relativa frecuencia e indistintamente, las hermanas menores de don Absalón interpretaban desde un «Nocturno Op. 9 N.° 2», de Chopin hasta «Sonata para piano N.° 11 en La Mayor», de Mozart, derrochando cultura, arte y, esencialmente, alegría a sus familiares y amigos. Una rica y variada biblioteca particular que contenía libros de historia, arte, diccionarios, biblias en español y en latín, atlas geográficos, enciclopedias y un sinnúmero de obras literarias, que reforzaban académicamente a Josefina en su labor como maestra; también los libros sobre medicina del doctor Pascual; finalmente, los textos farmacéuticos de Paula, así como los de pedagogía de Otilia y María Luz. En el comedor principal existía una enorme mesa y doce sillas de fino roble, para albergar a igual número de comensales y, además, dos aparadores de cedro tallados a mano que contenían la fina vajilla de plata y de porcelana importada de Europa, que se usaban para ocasiones especiales. Estos primeros tres ambientes: sala, biblioteca y comedor, tenían completamente el piso blanco de mármol Carrara. Existían ocho recámaras donde dormían cómodamente todos los miembros de la familia, tenían pisos enchapados en selecta madera de roble y amplios ventanales frente al huerto. Esto hacía determinar que la cocina poseía una amplitud suficiente para preparar convenientemente los alimentos diarios a esta familia. Sí, en este tiempo y específicamente en esta Casa Huerta, la tradición familiar era preparar el almuerzo y la cena, cuyos guisos diferían los unos de los otros, no existía la mínima ni remota posibilidad de repetir el mismo manjar en el día, ni tampoco durante la misma semana, la costumbre era degustar una comida recientemente elaborada y variada. Era inconcebible el «calentado». Es aquí donde encajó perfectamente Felicita, en base a su experiencia en el negocio que compartió junto con su madre tiempo atrás. Quizás este fue el elemento adicional que conquistaría el corazón y el paladar de don Absalón, acaso no dicen que «el amor entra por el estómago».

399
427,38 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
203 стр. 6 иллюстраций
ISBN:
9786124882517
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Эксклюзив
Черновик
4,7
256
18+
Эксклюзив
Черновик
4,9
46