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ISBN: 978-84-1386-783-0

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1

Las 100 cartas de amor que jamás fueron escritas

«La derrota era inminente, sin cesar continuaba y vislumbraba mi caída, eterna nodriza del desdén insospechado que catapulta los sueños de verano, verano aquel que mi alma se entrelazaba en las hojas de un clavel mientras tu cuerpo apasionado se perdía en la música de mi piano. Mi eterno amor marchado, sepultado, perdido y mi “yo”, jamás encontrado. Un viejo triste y olvidado qué hará ahora sin su amor de verano… ¿Existirá la vida más allá de las nubes?, y si existe, desde allá me verás solo y derrotado. Estas lágrimas que hacen eco a lo perdido, a mi desvalida capacidad para existir sin ti, lágrimas que caen y abonan la tierra y se marchan contigo… Ya he perdido todo. ¡Ay, de mí!, mi gran amor… Me aventuraré al mar y cabalgaré olas y soñaré encontrarte cada noche hasta que llegue la noche en que te encuentre.

En este trozo de metal lleno de hombres con anhelos y deseos de aventuras, tristes pasados que deseaban dejar en la penumbra un “fue” que no fue más. Hombres que, como yo, huían y miraban el horizonte sabiendo que nadie en esa dirección les extrañaría. Yo, en acto similar, miraba al cielo con el tonto pensamiento que quizás allí estuvieras extrañándome.

Navegamos mar adentro en los vientos huracanados de muchas tempestades que, sin piedad, nos hacían sentir ese gozo de aventura. Como cada cual noche de un romántico que escribe líneas para su amor, como un romántico te desluzco y te introduzco en el papel llenándote de lágrimas desesperadas que se consuelan con el creer de haberte visto entre las estrellas. Te veías como aquellos días donde el futuro se hacía para nosotros y el presente solo se hacía presente si estábamos juntos, pero ahora, ni el presente se hace presente, ni el futuro se hace para mí».

Así terminó la carta diaria que escribía cada noche el pobre anciano desde hacía ya cien días desde que abordó el barco. Dejando la carta sobre su mesa de noche, el anciano se fue a dormir. Al día siguiente, todo era igual, el capitán ordenando y todos obedeciendo. Llevábamos mercancía a Puerto Cabello. Se dice que el Caribe esconde diversos secretos, y este era el día de ver de cerca uno de ellos. El anciano hacía sus labores cuando, de pronto, escuchamos voces… No decían nada, sonaban como a olas, pero tenían cierta melodía, no le dimos importancia el anciano y yo y continuamos trabajando. La noche en que el anciano se sienta a escribir su carta diaria las olas empezaron a golpear el barco, estábamos a horas de llegar a Puerto Cabello y, de pronto, el anciano en frente de mí literalmente desaparece y el bamboneo del barco se calma. El anciano se había desvanecido en el mismísimo aire. Sentí miedo, no sabía qué ocurría… Empecé a buscar al anciano por todo el barco y no lo encontraba; pregunté a mis compañeros si le habían visto, pero ellos no sabían de qué les estaba hablando. Procedí a ir con el capitán, quería contarle lo que había pasado, pero dijo que él nunca aceptaría ancianos en su tripulación.

Regresé a la habitación, no sabía qué estaba ocurriendo. En la habitación había una pila de cartas y comencé a leer la primera que tomé, tenía un curioso título de nombre: «Del otoño a la primavera», y así decía:

«El sexto día de otoño vestías cual hermoso vestido rojo que hacía dar brillo a la luz del clemente atardecer. Al llegar la penumbra, tu brillo de luna acobijó mi corazón y pertinentemente me acerqué a tu mejilla y un beso inocente te di y de la mano te tomé. Caminamos por las calles baldías, viviendo cada momento, disfrutándonos cada segundo. Tu mirar tierno, lleno de alegría hacía florecer en otoño todos mis sueños; eras primavera, tú eras la vida mía, tú eres estas palabras que salen en un intento de poesía. Ya cegado por el sueño, termino esta carta diciéndote que te veré pronto, vida mía».

Había cien cartas, una por cada noche en este barco, empecé a preocuparme, ese anciano había desaparecido y yo era el único que sabía que él había estado en este barco. Solo quedaban sus cartas, solo existían sus cartas. ¿Me estaré volviendo loco? No, no es posible. Decidí llevar las cartas al capitán:

—Capitán Martínez, he traído acá una prueba de que había un polizón en el barco, un anciano estaba conmigo y hacía labores como si trabajara aquí…

—¿Un polizón, dices? Déjame ver eso. —Tomó las cartas y empezó a leer una de ellas—. Ya veo…, me intentas gastar una broma.

—¿De qué habla, capitán? Lo digo muy en serio, había un anciano en este barco. ¿Cómo es que nadie lo recuerda?

—Pablo, esta es tu letra. —Me pasó las cartas de vuelta muy enfadado—. No tengo tiempo para esto, hay mucho trabajo que hacer y tú me sales con estas bromas. Ve a trabajar.

No podía creerlo; vi las cartas otra vez y, en efecto, era mi letra. Todas las cartas estaban escritas a mi puño, a mi pulso. Fui a mi camarote y empecé a leer otra carta. No recordaba haber escrito ninguna de ellas, pero todas tenían mi letra. Empecé a leer:

«El calendario marca 22 de septiembre del 2012, me quedé viendo las estrellas con la memorable insistencia de buscarte en el cielo, quizá en la luna como lo hacía desde el primer día que me sentí de ti enamorado. El mar hoy está sereno. Me hace sentir tranquilo acunar mis pensamientos en ti, en este mar que cómplice es de ocultar mis lágrimas. Mi corazón late tan despacio. Era 22 de julio de 1965, hoy recuerdo ese “sí”, en aquella iglesia de Madrid. Recuerdo mis nervios al verte y aquel miedo incongruente que nada de amar sabía. Brillabas como esta luna de poniente, un vestido blanco y una sonrisa que de tu rostro hacía a mi cuerpo temblar. Te abracé, besé y te juré amar más allá de esta vida… Es hoy, siempre ha sido hoy, pues las promesas y mi corazón no tienen una fecha y de tiempo no distinguen. Tomados de la mano nuestros corazones se han unido, tú, yo y el infinito por delante; sin debilidades, sintiendo que nada nos podría separar. “¡Corre!”, grité y empecé a correr sin ninguna razón aparente; en segundos, corrías a mi lado. Tanta suerte la mía. Fue así como empezó mi felicidad. Hoy has sido tú la que ha corrido, no te preocupes, tal como lo hiciste…, solo dame un momento y te alcanzaré».

Así terminó la última carta que leí de la colección de cien, no sé qué pueda estarme ocurriendo, todas las cartas tienen mi letra; estoy empezando a dudar de que ese anciano exista realmente. Ya dejando la entrega en Puerto Cabello y alejándome de mi patria más y más, vamos partiendo de regreso a España.

No he tocado ninguna otra carta. Estoy tan asustado, no he conciliado el sueño en semanas, ya dejé de hablar del anciano, pero siento tanto miedo… Por las noches escucho su voz llamándome, o quizá lo esté confundiendo con el sonido de las olas, ya no estoy seguro de absolutamente nada. Me está preocupando mi salud mental, al llegar a España bajaré del barco y me quedaré en tierra firme por un tiempo.

Hace dos meses que llegué a España, he pasado la mayor parte del tiempo en casa, solo salgo para comprar suministros y cigarrillos, no tengo ganas de hablar con nadie, no he leído más cartas, tampoco quiero leerlas; las tengo guardadas en una gaveta lejos de mí. No sé por qué aún escribo en este diario.

Ayer tuve un sueño de lo más particular, desperté en el barco, podía sentir la marea golpeando en la proa, una tormenta muy fuerte hacía batir el barco de un lado al otro. El capitán gritaba muy fuerte, todos estaban asustados sin saber qué hacer. La silueta del capitán daba órdenes, una tras otra rápidamente. Sin previo aviso, el barco cambió su estructura a un galeón de siglos pasados y la figura oscura del capitán seguía dando órdenes:

—¡Icen las velas! Hoy iremos al infierno mismo y renaceremos en cada centellar de esta tormenta.

De un segundo a otro y, tras un relámpago, estábamos el capitán y yo solos en el barco mientras la tormenta se arreciaba a cada segundo.

—¡Capitán, si las velas siguen izadas nos quedaremos sin velas y no podremos volver a puerto! —le grité.

—¡Marinero de agua dulce!, ¿qué no ves que ya estamos cerca del tesoro? Dios nos ha bendecido con esta tormenta.

La tormenta bajó su intensidad y el capitán soltó el timón y se dirigió a mí, al acercarse, la silueta iba tomando forma, se trataba del anciano, no era el capitán. El anciano me tomó de mi hombro y me vio fijamente a los ojos con una mirada demente y dijo:

—¿Ya te has leído todas mis cartas? ¿Qué esperas para leerlas?

Desperté muy sudado…, me levanté, preparé café, prendí un cigarrillo y me quedé mirando la gaveta donde guardé las cartas del anciano.

2

Emily

He abierto la gaveta y me he sentado viendo cada una de las cartas; todas están escritas con mi letra, pero con un uso de la palabra que no es propio de mí. He estado intentando organizar las cartas, pero la verdad, ninguna tiene siquiera una fecha, todas son hojas desorganizadas y no hay forma de ordenarlas en algún orden exacto cronológico. Intento unir el rompecabezas según algunos detalles, algunos momentos que cuenten hechos para así tener una idea del orden en el que han sido escritas. Me senté a ordenarlas cuando, de pronto, alguien toca a mi puerta, no tenía idea de quién podría ser… Desde que llegué no había buscado a ninguno de mis amigos, nadie sabía que había llegado. Al abrir la puerta me sorprendí por quien estaba detrás, era mi amiga Emily.

—¡Pablo!, es verdad, sí has venido.

—Emily, hola.

—Maldito idiota, ¿por qué no me has dicho que has regresado? —dijo mientras me abrazaba muy fuerte—. Mira qué desastre aquí, latas de cerveza y cajas de cigarrillos por todos lados, pero ¿qué has estado haciendo? Nunca vas a cambiar, ¿cierto? Ven, dame otro abrazo.

Nos sentamos y ella no paraba de hablar, me ponía al día con todas las cosas que me había perdido.

—Detente un momento, Emily, deja que busque unas cervezas.

Fui a por unas cervezas y, cuando regresé, Emily tenía las cartas en sus manos.

—Pablo, ¿qué es esto? ¿Ahora escribes? ¿Es que te has enamorado? El señor: «No me enamoro nunca más y me voy al mar lejos de todos», se ha enamorado, pero mira qué ironías, Pablo.

—Nada de eso, tonta, dámelas.

—Vale, vale… Si no me quieres contar, está bien. —Me pasó las hojas con cara de enfadada—. Oye, ¿de verdad no me contarás?

Estuvimos hablando varios minutos más, yo intentado esquivar el tema de las cartas.

—Pablo, me tengo que marchar… Regresaré mañana, ni creas que te dejaré en paz ahora que por fin llegas de viaje. Te extrañé mucho, idiota.

—Está bien, no te preocupes…, estaré aquí un largo tiempo, ya me podrás ver a cada rato. —Me dio un abrazo y se fue.

Ya iba a ponerme a con las cartas otra vez, intentando continuar para darle un orden; cuando, de pronto, me doy cuenta de que falta una carta, Emily se la había llevado. Sin más que hacer, continué ordenando las demás y al otro día escucho que tocan la puerta y al abrir, era de nuevo Emily:

—Pablo, mira, te he comprado café del caro.

—Oye, gracias…, hace mucho que no bebo de ese café. Emily, ¿no tienes nada que decirme?

—No, ¿por qué? ¿Ocurre algo?

—¿Te has llevado uno de mis papeles?

—Ah, sí, pero mira qué descuido, sin querer he tomado una de las hojas y me la he guardado.

—¿Sin querer te la has guardado?

—Oye, pablo, no te enojes, que te he traído café del caro. —Me giña el ojo—. Además, mira, tengo otro regalo… Ayer quería llamarte y me di cuenta de que no tenías teléfono, toma este.

—Está bien, Emily. No puedo enojarme contigo, siempre has sido muy buena conmigo desde que llegué a España. Gracias.

—Aquí está la hoja. Oye, Pablo, sobre lo que está escrito, ¿qué es?

—Déjame ver qué has leído.

«Mi Sofía, mi amada, ya el capitán dice que estamos en el Caribe con rumbo a Venezuela. El clima cálido del Caribe y mis incontables vómitos favorecen cada vez más la deshidratación y la desaforada locura de que estés cerca y cuides de este viejo; la fiebre y los mareos son constantes y, llegada la noche, me siento algo mejor para empezar a sentirme mal. Sentirme así me hace pensar en el año 62, cuando me dio aquella enfermedad cuyo nombre nunca supe pronunciar… Me cuidabas como un niño. Con paciencia y con amor solías quedarte en vela viéndome dormir por si algo en la noche me ocurría; platicándome y animándome, horas y horas siempre cuidándome. Sin temor a contagiarte, a escondidas, me besabas con tus labios de miel, besabas con aquella lógica de contagiarte y que si compartíamos la enfermedad más rápido nos curaríamos. Qué linda e inocente mujer fuiste, quizá esté delirando, pero… casi siento tus labios con los míos. Amor, ¿intentas curarme? Quiero dormir y pensar que estás conmigo viéndome dormir, cuidándome siempre. Quizá y con suerte despierte contigo en aquel hospital. Oh, Dios mío, déjame despertar junto a ella».

—Pablo, eso que escribiste…

—No digas nada, no lo he escrito yo, o más bien sí… La verdad, no sé cómo explicarte esto.

Decidí mentirle a Emily y decirle que eran unas cartas que transcribí de un libro que había en el barco.

Emily olvidó el tema muy rápido y me invitó a una fiesta, me dijo que ahí iban a estar mis viejos amigos: Juan, Paco y Lucas. No había salido a ningún lado, la verdad es que no quería salir, pero Emily insistió tanto que terminé aceptando; después de todo lo que había pasado un poco de distracción no era una mala idea.

Al llegar a la fiesta, mis amigos me recibieron muy bien, había olvidado que tenía tan buenos amigos. En ocasiones, solemos zambullirnos tanto en problemas que no miramos quién está alrededor dispuesto a apoyarnos.

Paco. Él era el mujeriego, de los que siempre presumen su habilidad innata con las mujeres, del tipo de persona que las mujeres dicen odiar, pero solo con dos frases bien dichas de él ya las tiene a sus pies.

Juan. Mi mejor amigo, él era compinche de aventuras de Paco en sus idílicas conquistas. Me sorprendió mucho saber que en mi ausencia se había casado, por cómo me contaba todo, pude ver que era muy feliz al lado de su esposa. Me arrepiento de haberme perdido ese tipo de alegrías, realmente me hubiera gustado asistir al matrimonio de mi mejor amigo; me di cuenta lo mucho que me había alejado de ellos.

Lucas. Es el tipo de persona que siempre sonríe, no importaba qué tan mal nos pateara la vida, él siempre nos alentaba a seguir con una sonrisa. Realmente es una persona que admiro mucho y me alegro de verlo.

La fiesta transcurría en calma. Emily, Paco, Lucas, Juan, todos estábamos riendo, contando todas esas aventuras que juntos, y sin mí, habían vivido. Reía a carcajadas con las anécdotas que me había perdido, era bueno actualizarse. Parecía irreal, todo transcurría felizmente y lejos de la locura que me solía atormentar en mi piso, me refiero al anciano en el barco, mis pesadillas, todo eso ya no importaba, me sentía bien.

Entonces, cuando las cosas no podían ir mejor, la pude ver: Elizabeth, mi querida Eli… Unos meses antes de aventurarme al mar éramos novios y por un malentendido estúpido nos separamos. Decidí acercarme a hablarle, me excusé con los chicos y fui directo hacia ella:

—¿Eli? ¡Hola! —Le di un fuerte abrazo, la extrañaba mucho—. Mira qué linda estás.

—Pablo, estás de regreso en España… Pensé que no te volvería a ver jamás.

—Yo pensé lo mismo. Escucha, el pasado olvidémoslo, ¿sí? Quiero contarte tantas cosas, Eli.

—Por supuesto, quiero escuchar todo… Pero ya me debo ir. ¿Me dejas tu número?

—¿Cómo? Pero si apenas es media noche —intenté insistir para que se quedara, pero por su mirada sabía que no iba a hacerme caso. Le escribí mi número de teléfono—. Ahí lo anoté en el papel. Por favor, escribe o llama, realmente me gustaría que saliéramos alguna vez.

Ella se fue y me volví con mis amigos. Paco estaba muy feliz de que todos estuviéramos reunidos. Empezamos a hacer planes de ir al bosque como cuando éramos jóvenes o salir un día de playa, pero ya yo estaba harto del mar. La noche parecía no ser suficiente para nosotros, no queríamos separarnos, a partir de ahora todos nos pondríamos en contacto para reunirnos más. Ya ebrios, todo parecía claro, la amistad era lo que más importaba en el mundo, habíamos compartido tantos momentos, realmente nos conocíamos muy bien y todos valorábamos eso, y es que, para mí, ellos son mi familia.

Los chicos me llevaron a mi piso después de dejar a Emily en su casa. Pude ver en el teléfono que tenía un mensaje que no había leído, era de Eli, el mensaje decía:

«Me ha gustado mucho verte, desde que te perdí, siempre intenté recuperarte, no valoré la persona que tenía a mi lado y eventualmente terminé muriendo. No, no quiero olvidar el pasado, pues el pasado es todo lo que tengo ahora. Por cierto, ¿ya leíste tus cartas?».

No presté mucha atención al mensaje. Demonios, estaba tan ebrio. Al despertar, tenía un dolor de cabeza terrible. Fui a la cocina, allí se encontraban Emily y Juan, habían entrado, creo que dejé la puerta abierta cuando había llegado de la fiesta. Me alegré de verlos, estaban preparando café:

—Chicos, ¿qué hacen aquí?

—Pablo, qué buena borrachera te tiraste ayer. Pasamos a ver si estabas vivo.

—Pero de qué hablas, Juan, si no me embriagué… Tú, en cambio, parecías un zombi de tanto que bebiste —le dije mientras me serví café y encendí un cigarrillo—. ¿Sabes, Juan? Vi a Elizabeth ayer, está realmente linda.

—¿Cómo? ¿Cuál Elizabeth? —preguntó Juan.

—¿Cómo que cuál? Pues la chica que conocí en Sevilla, la de la heladería.

Emily y Juan me miraron de una extraña manera, no podía entender el motivo. Emily de pronto dijo:

—Eso no es posible, Pablo. Elizabeth, tu exnovia, murió hace 5 meses…, quería decírtelo, pero no encontraba la manera.

—Eso no puede ser verdad, hasta me escribió esta madrugada. ¡Esas no son bromas, Emily! —Tomé el teléfono para mostrarles el mensaje y, al tomarlo, me di cuenta de que el mensaje no estaba en «Recibidos», se encontraba en «Borradores», era como si yo lo hubiera escrito y no lo hubiese enviado.

Empecé a temblar como desquiciado y le dije a Emily y a Juan que tenían que irse ya, se mostraron muy preocupados, aun así, no dije nada, solo los acompañé a la puerta y se marcharon.

Esto que tengo está tomándome… Realmente vi a Eli, ella estaba ahí. Mi Eli, tú no puedes estar muerta.

3

La psicóloga

No tenía cabeza para absolutamente nada, no podía pensar bien, tampoco podía dormir, no podía hacer nada. Eli, mi amada, ¿qué demonios me está pasando? ¿Cómo es que recuerdo haberte visto? ¿Realmente lo he imaginado todo? Tengo mucho miedo, temo no poder distinguir entre lo real y lo que estoy imaginando.

Llamé al día siguiente a Lucas y le pregunté si sabía dónde se había enterrado el cuerpo de Elizabeth, me dijo que sí, que lo sabía. Él entendió mis intenciones de querer ir a visitarla y se ofreció a llevarme; se lo agradecí. Dijo no querer dejarme solo en un momento como ese.

A las 15 p. m. pasó por mi piso y empezamos nuestro viaje. Eran unas 4 horas para llegar a donde yacían sus restos. En el camino nos pusimos a hablar, evité decirle lo que me estaba pasando. Me dijo que Eli había estado buscándome antes de morir y que parecía desesperada, él quería saber qué había ocurrido entre ella y yo, pero no quise decirle nada. Realmente la amaba, separarme de ella fue muy duro y un error.

Llegamos de noche al cementerio, qué tétrico lugar. Caminamos un poco y por fin llegamos al lugar de descanso de Elizabeth, le empecé a hablar como si la tuviera de frente:

—Elizabeth, lamento mucho haberme ido cuando más me necesitabas, perdona aquel desastre de mí. Esto es culpa mía, ¡yo tenía que estar contigo!, no tenía que separarme de ti… Me siento de lo más inconsolable y juro que no sé qué hacer, ya no sé qué hacer sin ti. Eli, estoy perdiendo la cabeza con cada minuto que pasa, incluso puedo notar cómo pierdo la cordura. Estaba realmente muy feliz de haberte visto en aquella fiesta. No sé qué está pasando, esto es mi culpa. Eli, he tenido miedo de preguntar cómo moriste, me da tanto miedo pensar que has sufrido. Lamento tanto no haberte dado más alegrías… Elizabeth, Elizabeth, Elizabeth…, amor, te amo… Me siento un tonto, ni siquiera te traje rosas. Te dejaré aquí tus cigarrillos favoritos. —Saqué uno de la caja y lo dejé encendido justo en el agujero donde deben ir las flores.

La tristeza llenaba un perfecto nudo en mi garganta. Lucas habló intentándome consolar:

—Descuida, no ha sufrido. Murió en un accidente de auto, estaba junto a su madre, ambas murieron en el primer impacto. Acá, a su lado, está la tumba de su madre.

—Lucas, ¿tú viniste a su funeral?

—Por supuesto, Pablo. Ella había tenido constante contacto conmigo antes de morir, ella estaba intentando localizarte.

—¿Intentaba encontrarme?

—Estaba desesperada con ello, cada semana me escribía o llamaba preguntando si ya habías regresado. Esperaba decírtelo apenas hubiera tiempo. Lo lamento tanto, amigo.

El humo que salía de la tumba de Elizabeth se empezó a confundir con una neblina producto del frío y la noche, vi entonces la figura de una mujer a lo lejos y gritó fuertemente mi nombre; apenas lo escuché, tuve un extraño escalofrío que recorrió mi espina dorsal y me desconectó del mundo.

Desperté en un hospital que está a solo unas cuadras de mi piso. Cuando desperté, me dijeron que estuve 16 horas inconsciente y que había convulsionado. En la sala de espera estaban mis amigos, ellos pudieron verme al día siguiente:

—Oye, qué susto nos diste, Pablo —dijo Paco.

—Lo lamento… ¿Qué me ha ocurrido?

—Pablo, cuando te traían en la ambulancia murmurabas: «Anciano, las cartas del anciano» —dijo Lucas—. ¿Cuáles cartas y cuál anciano? ¿Estabas soñando acaso?

—¿Oh? ¿Unas cartas y un anciano? Creo que se trata de unas cartas que transcribió, están en su piso —dijo Emily.

—Pablo, ¿esto que te ha ocurrido tiene que ver con esas cartas? ¿Hay algo que te perturbe como para murmurar de ellas inconsciente? El doctor dijo que una convulsión tan repentina era producto al cansancio mental que has estado sufriendo.

—Es la noticia de Elizabeth, me ha…

—Sí, sé lo de Elizabeth, pero algo más te preocupa, ¿no es así? —dijo Lucas.

—Vamos, Pablo, dinos qué ocurre, somos tus amigos —dijo paco.

Ya no podía mentir más, les prometí que les contaría la verdad una vez saliera de allí. Así tenía que ser, ya no podía seguir atravesando todo esto solo.

Una vez salí del hospital, todos se reunieron en mi piso. Les conté de inicio a fin la verdad. Mi preocupación con la posibilidad de estar perdiendo la cabeza, la razón por la que no les había buscado una vez llegué a Madrid, simplemente les conté todo.

Emily creyó que algo paranormal estaba pasando, en cambio, Juan, Paco y Lucas se mostraron escépticos y realmente preocupados por mi salud mental. No sabían qué hacer o decir para hacerme sentir mejor. Dijeron que me ayudarían con todo, que estarían ahí para mí. Temía todo esto, que sintieran lástima de mí y preocuparles…, pero los necesito.

Han pasado dos semanas desde que les conté a mis amigos la verdad, desde entonces he estado más calmado con ellos a mi lado. No he intentado leer más las cartas; mis amigos creen que no es prudente que las lea. He tomado la iniciativa de buscar ayuda profesional, incluso, hoy iré a mi primera cita psicológica.

Me desperté nervioso y con miedo. ¿Qué mirada mostrará el psicólogo cuando le cuente? No podía dejar de pensar lo loco que me sentiré.

Empecé a preparar café, aún quedaba un poco del que me regaló Emily. Paco tocó a mi puerta, le abrí y me preguntó cómo estaba. Veo en su mirada una profunda preocupación. Mis amigos hicieron un pequeño pacto para no dejarme solo y así ayudarme con todo esto que estoy viviendo, realmente lamento ser una molestia para ellos, pero son lo único que tengo y agradezco lo que están haciendo por mí.

Paco pasó y le ofrecí café, venía a acompañarme a mi primera consulta con el psicólogo. Yo no sabía dónde ir con exactitud y, por lo tanto, Paco me llevaría a una psicóloga que él conocía. La psicóloga donde Paco me llevaría era una eminencia en España, tenía estudios importantes en psicopatías muy graves, o eso me explicó Paco de camino, me dijo que le estuvo hablando de mí y parece que la psicóloga está interesada en mi caso.

Después de tomarnos el café y ya listos para salir e ir a la consulta con la psicóloga, el miedo se acrecentaba más en mí, nunca me habían tratado psicológicamente antes, siempre me pareció que los psicólogos eran unos vagos que ganaban dinero escuchando problemas de los demás, pero aquí iba, de camino a uno de ellos para contarle mis problemas; vaya ironía, me siento todo un hipócrita.

Llegamos al lugar, Paco dijo que me esperaría fuera. Entré al consultorio, había olvidado preguntarle el nombre a Paco, pero eso no importó, tenía una placa plateada en la puerta con su nombre: «Valeria Bandura».

—Hola, un placer. Tú debes ser Pablo, bienvenido, toma asiento —dijo Valeria.

La psicóloga era una mujer muy joven, su consultorio estaba lleno de distintivos y logros impresionantes, además, era muy linda, lo que explicaba mejor que Paco me hubiera traído acá. Ella siguió diciendo:

—Paco me habló mucho de ti, estuve estudiando varios aspectos de tu caso, no obstante, vayamos a lo rutinario, ¿te parece, Pablo?

—Sí, por supuesto. —Estaba realmente asustado, contarle mis cosas a un desconocido no me hacía gracia en ningún sentido.

—Dime tu nombre completo.

—Pablo José Garcés Ramírez.

—Muy bien, Pablo. Dime la fecha en que naciste.

—Noviembre, 25, del año 88.

—Dime la fecha del día de hoy.

—Creo que es 25, no, 26 de abril del 2013.

—Bien, dime tu color favorito.

—Rojo.

—Paco me dijo que eres extranjero, ¿de qué país eres?

—Soy de Venezuela.

—¿Por qué te has venido a España?

—Mi madre me trajo a los 12 años.

—¿Dónde está ella?

—Ella murió hace 6 años, de cáncer.

—Tenías 19 cuando murió, debió ser un duro golpe.

—Sí, lo fue…, la amaba mucho; desde entonces tuve que dejar de estudiar y empecé a trabajar, hice algunos cursos para capacitarme y así empecé a trabajar en los puertos, después de eso me solicitaron en una embarcación para llevar y traer mercancías. La paga del trabajo era buena, duraba meses trabajando y luego podía estar tranquilo en tierra firme.

—Ya veo, Pablo... Tu padre, ¿dónde está?

—Realmente no lo sé, en algún lugar de Venezuela, imagino; dejó a mi mamá cuando yo tenía 7 años, desde entonces jamás se preocupó por mí, por ello me olvidé de él.

—Muy bien. —Empezó a tomar notas—. Cuéntame, ¿qué es lo que te ha traído aquí conmigo?

—Hace unos meses hice un viaje de trabajo, iba con rumbo a Venezuela a una ciudad llamada Puerto Cabello, tenía mi camarote que compartía con un anciano, él era un poco extraño, solía escribir todas las noches desde que había abordado el barco, también, en ocasiones, este salía y pasaba noches enteras sin estar en el camarote, había días que no lo veía, pero era algo normal, era muy fácil no ver a alguien en mucho tiempo debido a los turnos de guardia. Muchos de nosotros se quedaban fuera y regresaban en la mañana cuando le tocaba trabajar a otros, por ello era normal no ver al anciano de vez en cuando.

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