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Читать книгу: «El Anti-Zaratustra»

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© Daniel Frutos

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-255-2

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,

Dedicado a la memoria de mi madre,

Patricia Frutos Sumarán.

PRÓLOGO

LA TRAGICOMEDIA DE NIETZSCHE

El espíritu libre es un espíritu aventurero, independiente y conquistador. Es necesario reconocer que la civilización de Occidente ha tenido origen en el desarrollo de este espíritu emprendedor y rebelde, pero también es preciso señalar que la declinación y la vejez de este mismo espíritu provienen de su aletargamiento en el atardecer de nuestra época. El deseo de aventura del marinero soñador (que se desprendió de la costa paterna para sumergirse en el océano infinito del porvenir), el afán de conocimiento del hombre solitario (que caminó por las playas observando las estrellas infinitas de la noche en desafío valiente contra las interpretaciones tradicionales de los adivinos) y la rebeldía del esclavo libre de las cadenas autoritarias del explotador (y que levantó su brazo contra todos los tiranos) evolucionaron, con el paso de la historia, en las cualidades contrarias, pero correspondientes a este mismo impulso de crítica e independencia: el deseo de aventura del comerciante modificó su interés en la búsqueda de seguridad que procuran las riquezas abundantes y la acumulación del capital; a su vez, el afán de conocimiento del filósofo libre mutó en el reverso de un cobarde deseo, ya como sofista, en recibir los aplausos y el reconocimiento del público; mientras que la rebeldía del revolucionario se transformó en el temor del tirano por perder su poder y autoridad arbitraria… Es decir, que el comerciante aventurero, el filósofo independiente y el conquistador rebelde de los antiguos tiempos devinieron, de un instante a otro, en las figuras de un capitalista temeroso de malbaratar sus bienes, en el profesor dependiente de la opinión pública y en el dictador receloso de la masa… esta es la tragedia, y la comedia1, de la civilización del Occidente: la paradójica transvaloración de los comportamientos humanos que ya vislumbraba Nietzsche en su época, y que, al mismo tiempo, constituye la «tragicomedia» de este filósofo.

Friedrich Nietzsche (1844-1900) —es preciso reconocerlo— fue también un espíritu libre que mantuvo un espíritu aventurero y que incursionó en nuevos mares del pensamiento y del lenguaje; un espíritu independiente que no se sometió jamás a ninguna autoridad del pasado; y un espíritu conquistador que desbarató «prejuicios» e «ideales», imponiéndose en la vanguardia de la reflexión filosófica del futuro. Sin embargo, los senderos descubiertos por su filosofía, durante todo el transcurso del siglo XX, se plebeyizaron, se democratizaron y terminaron por servir de justificación a toda depredación social, económica y política del siglo, dando paso a conformar esa «opinión pública» imperante, de manera que solo ella establece los problemas que son legítimos y autorizados reflexionar en nuestro tiempo.

Por esta razón, este libro no tiene otra intención sino traer a la memoria aquella advertencia que realizó el apóstol Pablo a su discípulo Timoteo, en su segunda epístola, y cuya previsión corresponde realmente con la actitud de nuestros contemporáneos: «Pues vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina, antes, deseosos de novedades, se amontonarán maestros conforme a sus pasiones y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas»2. ¿Y quién podría argüir, en contra de esta afirmación, argumentando que el hombre contemporáneo no ha puesto sus oídos en fábulas tales como la del hombre rousseauniano (el buen salvaje), el descubrimiento de la Nueva Atlántida, la utopía del comunismo, la moral del deber kantiano o la de un régimen democrático supuestamente racional que responden, más que al amor a la verdad, a la modelación de doctrinas de acuerdo a los deseos desordenados de los individuos por conquistar una «paz perpetua» en esta tierra y de un marcado desprecio frente a toda autoridad intelectual y moral del pasado? Casi la totalidad de los pensadores modernos y contemporáneos han sucumbido a esta necesidad de «novedades» y han supuesto estas «fábulas» en sus respectivos pensamientos, como podrá constatarse en el desarrollo de este escrito. El mismo Nietzsche no se encuentra ajeno a este espíritu general, ¿o qué representan esas doctrinas suyas del «superhombre», «la voluntad de poder» o «el eterno retorno de lo idéntico», sino ilusiones y fábulas concernientes a un espíritu independiente que devino en taumaturgo y en profeta?

Es preciso establecer, por lo tanto, que el lector que abra las páginas de este libro con la esperanza de hallar, en él, la refutación sistemática y consistente de cada una de las posturas y doctrinas de este filósofo alemán (por la impresión que habrá sacado del título), no le quedará otra cosa sino retirarse del mismo, decepcionado… Este no es, de ningún modo, el propósito de este libro. Por el contrario, este texto pretende revisar algunas de las polémicas más cruentas de Nietzsche en relación a temas tan importantes de la moral contemporánea como son la configuración actual del hombre medio, el nihilismo como un hábito adquirido en los comportamientos morales del Occidente, la crítica de los valores morales según su procedencia histórica, la trascendencia y el significado de la «muerte de Dios» en cada uno de los ámbitos de la sociedad contemporánea, las consecuencias prácticas que este postulado conlleva para el futuro de la civilización y la conformación de un nuevo orden mundial. De este modo, aquí, las principales doctrinas de este filósofo (el nihilismo, la muerte de Dios, el último hombre, la genealogía de la moral, la voluntad de poder, el übermensch y el eterno retorno) funcionan solamente en cuanto «motivos» que ofrecen materia para reflexionar y llevar a cabo una disquisición ética acerca del impacto que algunos de los pronósticos, críticas y afirmaciones de Nietzsche contienen para la moralidad contemporánea. De hecho, esta última temática es el punto central que organiza y da coherencia al amasijo de problemas disconexos que esta obra aborda.

Esto no significa, tampoco, que yo evite o rehúya la crítica de la filosofía nietzscheana —asunto que también es primordial en este texto—, sino solo quiero advertir que aquel problema no es el centro o la razón principal de este conjunto de ensayos. Sin embargo, para quien quiera encontrar lo más parecido a una crítica del pensamiento de Nietzsche, puede remitirse, libremente, al apéndice de este libro, el cual lleva el título «Contra el Anticristo» y en el cual, en efecto, existe una confrontación directa de mi parte, punto por punto, contra el filósofo del Anticristo de una forma consciente y lo más honesta posible. En dichas páginas, tomo cuidadosamente los dardos afilados que este famoso anti-cristiano disparó contra el cristianismo y demuestro que su filo, en realidad, no es tan penetrante como pudiera haber parecido a una primera lectura: este texto, de alguna manera, sería mi autobiografía espiritual en compañía de Nietzsche.

Pero, tengo que repetirlo, lo realmente sustancioso de este escrito consiste en el análisis y en la valoración crítica de algunos «prejuicios» o «dogmas morales» contemporáneos que se encuentran identificados en cada uno de los siguientes ensayos; y en la revaloración de las críticas más afortunadas de Nietzsche en contra de ciertas posturas de su tiempo histórico y que han adquirido un mayor número de seguidores en nuestra era posmoderna: me refiero principalmente al kantismo y al socialismo como aquellas doctrinas filosóficas y éticas que tuvieron un auge sorprendente en el siglo XIX y que adquirieron una fuerza hegemónica durante el siglo XX, a causa de su novedad y del mensaje supuestamente «liberador» que proponían —y pretenden proponer todavía— para el hombre contemporáneo.

Immanuel Kant (1724-1804) diseñó la disciplina ética que es la «forma» de toda moral moderna y de cualquier ejercicio autónomo por querer establecer un comportamiento racional y universal ante la divergencia moral y la multiplicidad fáctica en que viven los individuos de hoy en día. Este filósofo ilustrado propone unas «pautas morales» y establece un encuadre realmente rígido que da validez a toda organización social, política y cultural de una época democrática y post-revolucionaria. Kant realmente quería convertir a sus semejantes en hombres libres y autónomos, pero su error de perspectiva consistió en que, en vez de postular perfiles vívidos o modelos reales de moralidad, pensó que la «libertad» provenía de la regularidad del deber y del automatismo de un reloj que marcha sin desviar su rutina; esto es, se propuso él mismo como modelo de la humanidad: él, que era llamado el reloj de Könisberg por la regularidad con la que marcaba el transcurso de su ciudad natal. ¡Su máximo ideal hubiera sido que, en cuanto al hecho moral, los hombres actuaran de forma tan rígida como relojes «autónomos», por no decir «autómatas»! Afortunadamente, el hombre común ha destacado más por actuar de una manera parecida a un «reloj descompuesto» que no se acomoda, casi nunca, a los horarios más recientes de la historia, retrocediendo constantemente su «hora» hacia los tiempos pasados, es decir, a los tiempos de la heteronomía moral. Y esto no ha cambiado en la actualidad, por más que los relojeros contemporáneos quieran adaptar esta rigidez kantiana a una flexibilidad más sofisticada, pero que en el fondo no representa sino la misma maquinaria kantiana y su misma rigidez de siempre.

Por su lado, Karl Marx (1818-1883) fue el filósofo que ha dado materia a las «ilusiones sociales» y a las «utopías morales» más encantadoras y más erróneas que posiblemente hayan existido en la historia. Si la época moderna quiso despojar de ímpetu religioso a la humanidad, este filósofo judío dotó de una religiosidad más fanática a su ideología, en tanto que se presenta como la más atea y opositora a cualquier tipo de vínculo religioso. En este sentido, Marx es el «ideólogo» favorito de tantos seguidores fanatizados y radicales a los que, muchas veces, pudieran ser comparados con una «pira de cerdos». En verdad que George Orwell (1903-1950), con una argucia psicológica admirable, atinó en su observación del marxismo cuando, en su novela La rebelión de la granja, dibujó a los socialistas rusos de la revolución como unos marranos de granja. Si es correcto equiparar a Marx con el Viejo Mayor de la novela, también es legítimo identificar a todos los hijos de Marx con unos cerdos revoltosos. ¿Y cuál es el mayor anhelo de un cerdo?: ¡Que el mundo entero se convierta en un lodazal! Hacia este propósito ha trabajado desde siempre el marxismo y hacia este fin se dirige la revolución, no existiendo ningún medio que impida ensuciar el mundo con sus porquerías: los mismos cerdos ya no tienen recelo de «bautizarse» en el cristianismo con tal de infiltrar su mugre y sus métodos violentos dentro de esta religión de naturaleza contrarrevolucionaria.

De cualquier modo, Nietzsche, anticipándose a la explosión de estas doctrinas, supo advertir del peligro que en ellas habitaba. Con respecto a Kant, son muchos los aforismos que dedica en atacar la supuesta «pureza» de su apuesta moral, tildándola de una mojigatería que esconde, en el sótano de sus aspiraciones, la debilidad del hombre moderno que ya no es capaz de entusiasmarse con altos propósitos y acciones heroicas…; con respecto a la doctrina de Marx, acusa a las «socialistas» y «anarquistas» —y hermanos espirituales de aquel— de enfangar el sentido histórico del hombre y de incitar la rebeldía de todo lo «plebeyo» contra lo «noble». Es verdad que Nietzsche nunca hace una referencia directa a Marx, pero analiza, de forma magistral, la psicología resentida que subyace en los movimientos revolucionarios y marxistas del siglo XX y del siglo XXI. En ambas críticas, por cierto, no resta más que reconocer la perspicaz mirada de este filósofo que supo anticipar algunos «focos» de atontamiento general del hombre contemporáneo; así como también es importante admirar el fino olfato de este psicólogo en detectar las «cañerías» que estaban, en su época, prontas a explotar y esparcir su horrible peste espiritual hasta nuestro tiempo. Por consiguiente, de tal manera como Nietzsche combatió, en su momento histórico, a estos dos padres de la moralidad contemporánea, yo pienso que mi deber consiste, como antiguo seguidor de este filósofo, en combatir, a mi vez, a los hijos respectivos de estos dos padres: en específico, a los filósofos morales del discurso y a los teólogos de la liberación.

Por esta razón, en este libro, tratan de prevalecer cualidades filosóficas tales como la sospecha, la circunspección, la «dureza de corazón» y la crítica incisiva que yo creo haber aprendido bien de Nietzsche. De hecho, este filósofo no escapa de ser objeto de mi crítica y es la referencia más importante en el examen de las controversias y los comportamientos heredados por la humanidad de su filosofía. De aquí proviene el título de este libro: El Anti-Zaratustra. Propongo el nombre de este personaje nietzscheano —y no del nombre de su pensador—, porque las doctrinas que son motivo de mi ensañamiento contra este filósofo son expuestas, en rectitud, mediante la figura de Zaratustra: estas son la doctrina de la voluntad de poder, la idea del superhombre y la filosofía del eterno retorno. En una próxima segunda parte, pretendo realizar una crítica profunda de cada una de ellas.

El contenido más valioso de la filosofía de Nietzsche, a mi juicio, consiste en sus pronósticos hacia el futuro: tales doctrinas incluyen la muerte de Dios, el nihilismo y la profecía del «último hombre». En ellas, sobre todo en esta última, es posible constatar la casi perfecta anticipación de este pensador decimonónico con respecto a los comportamientos morales que el individuo contemporáneo adoptaría de acuerdo a la transformación de los tiempos democráticos. La previsión de Nietzsche resulta desoladora: él anticipa que el hombre, a diferencia de los pronósticos ilustrados, habría de convertirse en un ser humano más susceptible, ególatra, pusilánime y profundamente cobarde. Este diagnóstico se encuentra resumido en la profecía del «último hombre», en la cual he hallado sintetizada la correspondencia de las cualidades de este tipo de ser humano en relación a las características del perfil contemporáneo. Por lo cual, en el primer ensayo de este libro, analizo esta profecía nietzscheana y la relaciono con el problema de la democracia y de la moral democrática, teniendo como principal interlocutora a Adela Cortina (1948- ) y su ética de mínimos.

En el segundo ensayo, por su parte, hago la valoración crítica de la genealogía de la moral de Nietzsche. Aquí trato el problema antropológico del hombre y su relación histórica con la moral, deteniendo mi atención en la enfermedad constitutiva (la mala conciencia) que el filósofo parece atribuir a toda la especie humana. En esta cuestión, yo recupero la noción de «pecado original» (iluminada por el cristianismo) y, a partir de este concepto, reflexiono si no sería más apropiado explicar los padecimientos psicológicos, fisiológicos y espirituales del hombre histórico según aquella categoría religiosa. De la misma forma, contrapongo esta noción de pecado proveniente del cristianismo tradicional contra la visión marxista que realiza la teología de la liberación y la pretendida «interpretación» del pecado que tal teología establece.

Por todo lo que acabo de especificar, considero que este libro no es de ningún modo apto para los neófitos en problemas filosóficos y éticos, sino que su lectura exige un reto de paciencia e interés por cada uno de los temas debatidos en él. De aquí provienen las dificultades internas y externas que este texto pudiera ocasionar en el lector; y de aquí también la rugosidad, la escabrosidad y lo esperpéntico del estilo en el seguimiento de cada una de sus líneas y de sus argumentos. Quiero aclarar que no ha sido mi intención escribir, a propósito, de una manera tan difícil y ardua, sino que, más bien, la dificultad interna de los problemas tratados me ha obligado a aumentar la extensión de este libro y me ha inspirado la rigurosidad de cada uno de sus párrafos.

En este sentido, este libro aspira a ser riguroso, no en el manejo de las fuentes bibliográficas3, pero sí en la exposición de los pensamientos de aquellos filósofos a los que me he atrevido a criticar, con el fin de exponer mis objeciones y mis dudas hasta después de la comprensión auténtica de cada una de sus doctrinas. Si no he sido fiel en el desarrollo de cada una de dichas filosofías o de su contenido, ha sido más a causa de mi falta de entendimiento y comprensión de tales doctrinas, que de querer sacar una ventaja ilegítima frente a las mismas.

Quiero concluir afirmando, antes de terminar este prólogo, que reconozco el «espíritu libre» en todos esos filósofos a los que he osado referirme, pero también quiero indicar que este afán moderno por alcanzar la «libertad», la «independencia», la «liberación» y la «autonomía» del sujeto, ha dejado atrás otros conceptos tan —o más— importantes, como son el «amor a la verdad» o la humildad ante un Ideal supremo que rebasa nuestra capacidad intelectual y frente al que todo individuo puede devotamente inclinarse para hallar un sentido moral a su existencia. Este espíritu soberbio de la modernidad y posmodernidad ha introyectado demasiado inconsistencias en la filosofía y ya es tiempo de denunciar este endiosamiento del hombre que nos ha conducido, más que a su exaltación, a postrarlo ante «ídolos» tan vanos como los que haré mención en este texto.

Daniel Frutos

LA PROFECÍA DE NIETZSCHE SOBRE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

I. La vocación profética de nuestra época

Nuestros tiempos son aptos para la profecía. Basta observar, por doquiera, el vertiginoso incremento de una manía apocalíptica que se apodera de los ciudadanos del siglo XXI y que pronostica eventos interesantes en los próximos tiempos. En este sentido, no carece de sentido revisar, en nuestro calendario, cuántas fechas son producidas en el cine y amparan un buen número de tramas fantástico-terroríficas sobre catástrofes que amenazan con extinguir a nuestra especie entera en gigantescas inundaciones, en choques de meteoros lejanos, o en posibles avistamientos alienígenos a lo largo y ancho del mundo. Además de esto, es posible notificar el vértigo in crescendo que domina a las masas, con el que algunos presuntos profetas de la noticia trafican para producir los amañados pronósticos de una crisis monetaria o, simplemente, denunciar los diversos «signos» que hacen manifiesta la situación gravísima de decadencia en que, supuestamente, se sumiría la civilización completa en un futuro: la alerta nuclear, la crisis pandémica, el calentamiento global, la inmigración masiva y la sobrepoblación planetaria.

Sean cuales fueran los rasgos con que se acondiciona esta epidemia espiritual, es necesario señalar que estos «últimos tiempos» se ciernen cada vez más a prisa hasta nosotros. Y no porque nuestros tiempos sean, en efecto, «apocalípticos» en comparación con los anteriores, ya que, de cierta forma, todos las épocas de la historia son «apocalípticas» para la milenaria vocación de profecía que padece la humanidad entera, sino por los evidentes trazos que se hacen «patentes» en la fisonomía espiritual del hombre contemporáneo y que es preciso diseccionar con cuidado y seguir su rastro con olfato atento.

A la par que crece la demanda hacia estos acontecimientos apocalípticos que la multitud espera comprarse, también aumenta —hasta sumas más irreconocibles aún— el número de profetas que se prestan a satisfacer esta necesidad de «postrimerías» entre la gente. Muchos son —más bien infinitos— los individuos que se «venden» como portavoces solitarios en estos desiertos virtuales dentro de un enorme conglomerado mercantil de ruido y agitación crepitante que nuestra civilización globalizada promueve y propaga; pero lo cierto es que nuestros tiempos son aptos para ello, como una alfombra dispuesta para que, sobre ella, se monte desde la más disparatada de las historias, hasta los llamamientos terribles que contienen cierto grado de verosimilitud profética.

Viéndolo así, es preferible taparse los oídos para no sucumbir cual víctimas fáciles de un atolondrado que solo busca atención, fama y quizá alguna que otra moneda, y hacerse con un empleo o un trabajo digno para evitar estas variopintas elucubraciones que solo nos conducen hasta el idiotismo ideológico. Por todo lo cual, yo he preferido emplear mi tiempo en discernir entre toda esa maraña de profecías y hacer una distinción entre profecías por cumplir y «profecías cumplidas»; lo cual quiere decir que, más que estar a la expectativa por hechos que están por consumirse en la historia, he decidido centrarme en inspeccionar aquellas profecías que sí han tenido un cumplimiento real en nuestros días y que pueden ofrecernos una clave para distinguir, con mejor tino, entre profecías falsas y profecías verdaderas, entre falsos profetas y auténticos mesías, y entre verdaderas «tomadas de pelo» y premoniciones ciertas.

Innumerables son los fiascos y los traspiés que la humanidad ha dado, de bruces, por tomar como «verdades» ciertas profecías. Famosa, por ejemplo, fue aquella proclama de William Miller (1782-1849) que pronosticaba, en la joven nación de América del Norte, la segunda venida de Jesucristo para el año de 1831, y que varios creyentes (que por cierto renunciaron a sus propios cultos de nacimiento para seguir las esperanzas de este clarividente) comprobaron, con desilusión, cómo ese año advenía sin ningún retorno de Jesucristo, ni indicio evidente de la Parusía. Por una multitud de casos de esta especie, el oficio de profeta comprende enormes riesgos4. Para no caer en este tipo de ridículos, resulta fundamental estudiar —como ya dije antes— aquellas profecías que sí tienen visos de parecer comprobables en nuestro tiempo y abandonar las profecías que confeccionan su discurso a través de fechas inventadas para un futuro cercano o lejano.

Ahora bien, descartando las profecías de un claro contenido fantástico, cuya mayoría habla sobre acontecimientos magníficos que están por sucederse en venidero, la seriedad, si es posible hablarse de seriedad en estos asuntos, invita, por el contrario, a enfocarse en profecías de un tinte más sociológico que puedan comprobarse, más que en la irrupción manifiesta de grandes desgarres y rompimientos metafísicos, en los pequeños bocetos psicológicos que se aclaran, con mayor diafanidad, en la disección de caracteres perceptibles en el perfil de una época o de un periodo histórico.

Para no divagar más sobre este tema, quiero concentrarme en una de aquellas profecías que, a mi juicio, ha alcanzado un cumplimiento real, completo, vívido y evidente para nuestra generación, por ser la que menos escándalo engloba en torno a sí, en tanto que más se ha encarnado incisivamente en la generalidad de mis contemporáneos y en mí mismo. Me refiero a la profecía que pudiera parecer una perogrullada más en el notable cúmulo de anuncios dramáticos y cuyo profeta se encuentra muy lejos temporariamente de nosotros hasta encallar en el mismísimo siglo XIX. Dicho profeta —como lo sugiere el título de este capítulo— llamase Friedrich Nietzsche (1844-1900), y la profecía que me propongo recuperar, no es la muerte de Dios, ni el nihilismo como su realización inmediata, sino la doctrina, aunque más silenciosa, que acompaña ambas como su condimento necesario: la profecía del último hombre.

II. ¡Dios ha muerto!,

y nosotros lo hemos olvidado...

Para cualquier lector culto debiera causar hartazgo el que se adscriba sobre nuestra época el nombre de Friedrich Nietzsche como el profeta de la «muerte de Dios» y el «padre del posmodernismo», en una cantinela repetida que se coloca en toda solapa de libros eruditos, los cuales nacen con la intención de realizar un sondeo rápido sobre las características generales de un fenómeno cultural a gran escala y propio de nuestro tiempo. Resulta gratuito, por lo tanto, el que yo intente aumentar más la bibliografía sobre temas tan trillados como la muerte de Dios, el nihilismo o el último hombre, como si pretendiese descubrir el entresijo más oculto de una rueca constantemente usada, descompuesta y manufacturada de nuevo.

La muerte de Dios ha marcado a sangre y fuego la conciencia de los habitantes del siglo XXI, con todas las consecuencias que pudiera implicar y que enumeraré más adelante con detenimiento. Al mismo tiempo, el nihilismo, que antes presentaba un cariz completamente extraño y aterrador para la cabeza vulgar, hoy se ha vuelto una estampa de advertencia colocada sobre el portal de la sociología y un eficaz motivo para todo investigador que pretenda realizar un estudio ágil y conciso sobre las aristas más enrevesadas de la moralidad contemporánea. Asimismo, «el último hombre» ha devenido en un leit-motive popular entre autores de libros best seller como el famosísimo de Francis Fukuyama5 y que toman este tema nietzscheano como «bandera» para celebrar el triunfo de la opinión pública y la democracia liberal.

Pese a todo esto, creo sinceramente contribuir con «algo» a renovar el estudio de estos solícitos temas, además de que, con este intento, no daño a nadie ni interfiero con alguna publicación de más sólido basamento. Con «algo» me refiero principalmente a un hecho que he podido constatar entre mis coetáneos: que estos avisos proféticos de Nietzsche, si bien se han convertido en locuciones favoritas de cafés y conferencias, quedan, en el fondo, sin un arraigo y una pregnancia real que nos comprometa a mirar frente a frente hacia esa «nada infinita» que llega hasta nosotros después de la muerte de Dios. Quiero decir que, en la mayor parte de textos filosóficos serios que he leído y en los cuales se citan estos anuncios proféticos, casi siempre se hace con el propósito inmediato de refutarlos, superarlos y construir una ética, una política y un derecho más allá de Dios y del nihilismo, como si fuera tan fácil pasar esta existencia sin un «sentido» y sin ningún Dios que justifique alguno.

Quizá yo no sea un espíritu tan astuto ni fuerte, y mi torva miopía intelectual solo alcance a «leer mal» en algunos signos de nuestro tiempo, pero confío en que el análisis de ciertas posturas morales que han pretendido superar el nihilismo me ayuden a adoptar un procedimiento pragmático para abandonar definitivamente esa mirada temblorosa que surge de contemplar al abismo durante un lapso grande de tiempo6. Y debo comenzar mi estudio con la muerte de Dios. El sonsonete reiterado una y otra vez que dice: «Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado»7, lo encontramos por primera vez en el aforismo 125 de aquel libro precursor del Zaratustra, la Gaya scienza de Nietzsche. No voy a transcribirlo aquí mismo, sino que solo recuperaré algunas de las burlas que hacen los espectadores del «loco».

Cuando este aparece en el mercado, anunciando la muerte de Dios, sus oyentes realizan unas preguntas que resultan interesantes porque son las reacciones naturales que cualquier hombre inteligente podría tener ante un discurso tan extraño y maníaco: «¿Es que se ha perdido?, dijo uno. ¿Es que se ha extraviado como un niño?, dijo otro. ¿O se está escondiendo? ¿Es que nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Emigrado?»8. Interrogaciones interesantes —repito— porque la respuesta correspondiente solo puede ser un rotundo «sí» desde cualquier punto de vista en que se atienda la metáfora. Dios parece haberse perdido, haberse extraviado como un niño, haberse escondido, embarcado y emigrado hacia algún sitio, dejándonos huérfanos y, en cierto modo, abandonados, porque por más que uno pretenda gritar por su presencia y rogar con fuertes alaridos por su retorno, solamente un eco, tan frío como sordo, nos responde, así como Zaratustra hace con el papa jubilado: «Pues ese viejo ya no vive, está muerto de verdad».9 Que Dios, por tanto, haya muerto, solo puede tener grávidas consecuencias y dolorosas fracturas en la historia del occidente. ¿Cuáles son estas consecuencias?

Nietzsche, en uno de sus cuadernos póstumos firmados el 10 de junio de 1887, escribe un fragmento que siempre ha servido para la especulación moral sobre aquello a lo que este filósofo se refería con la palabra «nihilismo europeo». En él, se pregunta lo siguiente: «¿Qué ventajas ofrecía la hipótesis moral cristiana?»10. La inmediata respuesta a esta pregunta puede resultar útil para describir las consecuencias claras sobre la muerte de Dios. Esta es la respuesta del filósofo:

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9788413862552
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