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La perrita Blackie estaba hecha de polvo de estrellas.

Como todos nosotros.


Índice

Portada

El universo en tu mano

Créditos

Prefacio

Primera parte. El cosmos

1. Un estallido silencioso

2. La Luna

3. El Sol

4. Nuestra familia cósmica

5. Más allá del Sol

6. Un monstruo cósmico

7. La Vía Láctea

8. El primer muro del fin del universo

Segunda parte. Comprender el espacio exterior

1. Ley y orden

2. Un pedrusco problemático

3. 1915

4. El pasado en capas

5. Expansión

6. Sentir la gravedad y sus ondas

7. Cosmología

8. Más allá de nuestro horizonte cósmico

9. El Big Bang: pruebas de cargo

Tercera parte. Rápido

1. Preparación

2. Un sueño peculiar

3. Nuestro propio tiempo

4. Cómo no envejecer

Cuarta parte. Un chapuzón

1. Un nódulo de oro y un imán

2. Como pez en el agua

3. Al entrar en el átomo

4. El duro mundo de los electrones

5. Una cárcel peculiar

6. La última fuerza

Quinta parte. Hasta el origen del espacio y el tiempo

1. Tener confianza

2. La nada no existe

3. Antimateria

4. El muro detrás del muro

5. Los pasados perdidos están por todas partes

Sexta parte. Misterios inesperados

1. El universo

2. Infinidades cuánticas

3. Ser y no ser, más bien

4. Materia oscura

5. Energía oscura

6. Singularidades

7. El gris es el nuevo negro

Séptima parte. Un paso más allá de lo conocido

1. De vuelta al inicio

2. Muchos Big Bangs

3. Un universo sin límite

4. Un pedazo inexplorado de realidad

5. La teoría de cuerdas

Epílogo

Agradecimientos

Bibliografía

Nota editorial

Notas


CHRISTOPHE GALFARD (París, 1976) se doctoró en física en la Universidad de Cambridge bajo la tutela del mismísimo Stephen Hawking. Le gusta decir que aún conserva la camisa que vestía cuando investigaba con él los agujeros negros, aunque hace tiempo que abandonó el ámbito académico más cerrado para acompañar al gran público de la mano por los misterios del universo. Desde entonces se ha convertido en el divulgador joven más brillante y riguroso del momento, alternando animadas conferencias, apariciones en programas televisivos y alimentando la conversación directa con sus lectores a través de su página web (en especial en la sección «Pregúntame sobre el universo»). Con ese espíritu ha publicado tres novelas y también ayudó a su maestro y a su hija Lucy Hawking a escribir una exitosa novela juvenil, bestseller de The New York Times y traducida a 45 idiomas. Todas sus inquietudes y anhelos han quedado condensados en el titánico pero accesible El universo en tu mano, un libro en el que se propone dos cosas: no dejar a ningún lector atrás y emplear una sola fórmula (E=mc2). En Para entender a Einstein, su segundo ensayo, enfrenta al gran público a la teoría de la relatividad, aquella que cambió el curso de la ciencia y sentó las bases teóricas del mundo tal y como lo conocemos.

Título original: The Universe in Your Hand. A Journey through Space, Time, and Beyond

Diseño de cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la foto del autor: Flammarion. Foto de Astrid di Crollalanza

© de la ilustración de cubierta: Ignasi Font

© del texto: Christophe Galfard, 2015

© de la traducción: Pablo Álvarez Ellacuria, 2016

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

info@blackiebooks.org

Maquetación: Newcomlab

Primera edición digital: febrero de 2020

ISBN: 978-84-18187-32-2

Todos los derechos están reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

A Marius y Honoré

Prefacio

Antes de empezar, hay dos cosas que me gustaría compartir contigo.

La primera es una promesa; la segunda, una intención.

Mi promesa es que en todo el libro solo hay una ecuación. Esta:

E=mc2

La intención, mi intención, es que a lo largo de este libro ningún lector se quede rezagado.

Estás a punto de emprender un viaje por el universo tal y como lo entiende la ciencia actual. Estoy plenamente convencido de que todos somos capaces de comprender la información que nos puede proporcionar.

Y tu viaje comienza ahora, muy lejos de tu hogar, en la otra punta de la Tierra.

Primera parte

1
Un estallido silencioso

Imagina que te encuentras en una remota isla volcánica durante una calurosa y despejada noche de verano. Las aguas del océano que te rodea están tan calmas como las de un lago. El insignificante oleaje apenas alcanza a lamer la arena de la orilla. No se oye ningún ruido. Estás tendido en la arena, con los ojos cerrados. La arena, recocida por el Sol, calienta el aire, saturado de aromas dulzones y exóticos. Nada perturba la paz del ambiente.

De repente, un chillido a lo lejos te hace respingar y otear con preocupación la oscuridad.

Y a continuación... Nada.

Lo que fuera que chillaba calla ahora. No hay nada que temer, después de todo. Puede que esta isla sea peligrosa para algunas criaturas, pero no para ti. Eres un ser humano, el más poderoso de los depredadores. Tus amigos vendrán en breve para tomar una copa contigo; estás de vacaciones, así que te recuestas en la arena para concentrarte en pensamientos propios de tu especie.

Una infinidad de lucecitas parpadea a lo largo y ancho del firmamento. Incluso a simple vista notas que están por todas partes. Y recuerdas las preguntas que te hacías de niño: ¿qué son esas estrellas? ¿Por qué parpadean? ¿A qué distancia están? Y, por último, te preguntas: ¿llegaremos a saberlo algún día? Luego, con un suspiro, vuelves a relajarte sobre la arena calentita, te desentiendes de esas tontas preguntas y te dices a ti mismo: «¿Qué más da?».

Una diminuta estrella fugaz atraviesa el cielo y, justo cuando estás a punto de pedir un deseo, sucede algo extraordinario: como en respuesta a tu pregunta, 5.000 millones de años transcurren en un instante y, antes de que te des cuenta, ya no te encuentras en una playa, sino en el espacio exterior, flotando en el vacío. Eres capaz de ver, oír y sentir, pero tu cuerpo ha desaparecido. Eres etéreo. Una mente pura. Y ni siquiera tienes tiempo para preguntarte qué ha sucedido, ni para gritar pidiendo ayuda, porque te encuentras en una situación de lo más peculiar.

Ante ti, a unos pocos cientos de miles de kilómetros, vuela una esfera recortada sobre un fondo de estrellas diminutas y muy distantes. Refulge con una luz de un tono anaranjado oscuro y avanza hacia ti girando sobre sí misma. No tardas mucho en comprender que lo que recubre su superficie es roca fundida y que ante ti tienes un planeta. Un planeta licuado.

Desconcertado, una pregunta te pasa por la cabeza: ¿qué monstruosa fuente de calor es capaz de licuar así un mundo entero?

Y justo entonces aparece a tu derecha una estrella inmensa. Su tamaño, comparado con el del planeta, es asombroso. Y también gira sobre sí misma. Y, además, se desplaza por el espacio. Y parece estar creciendo.

Pese a que ahora está mucho más cerca, el planeta parece una diminuta canica naranja frente a la gigantesca bola que continúa creciendo a un ritmo insospechado. En apenas un minuto ha doblado su tamaño. Ahora mismo tiene un tono rojizo y expulsa violentos y descomunales filamentos de plasma de millones de grados de temperatura, que atraviesan el espacio a una velocidad muy similar a la de la luz.

Todo cuanto ves es de una belleza monstruosa. De hecho, estás presenciando uno de los acontecimientos más violentos de cuantos se producen en el universo. Y, aun así, no se oye nada. Todo está en silencio, porque el sonido no se propaga en el vacío espacial.

Esa estrella no puede seguir creciendo a ese ritmo, piensas para tus adentros; pero continúa haciéndolo. Supera ya cualquier tamaño que pudieras haber imaginado, y el planeta licuado, incapaz de resistir las fuerzas que lo asaltan, termina por desintegrarse. La estrella ni se percata de ello: sigue creciendo, centuplica su tamaño inicial y entonces, de repente, explota y lanza toda la materia que la componía hacia el espacio exterior.

Una onda de choque atraviesa tu forma incorpórea y, después, solo queda polvo esparcido en todas direcciones. La estrella ya no existe. Se ha convertido en una nube colorida y espectacular que se expande ahora por el vacío interestelar a velocidades propias de los dioses.

Lenta, muy lentamente, te repones de tu asombro y, mientras vas entendiendo lo que ha sucedido, un extraño momento de lucidez abruma tu mente con una verdad aterradora. La estrella que has visto morir no era una estrella cualquiera. Era el Sol. Nuestro Sol. Y el planeta derretido que ha desaparecido a su paso era la Tierra.

Nuestro planeta. Tu hogar. Desaparecido.

Acabas de presenciar el final de nuestro mundo. No una especulación ni una descabellada fantasía de supuesto origen maya. El final de verdad. El que la humanidad sabe —desde pocos años antes de que nacieras, y 5.000 millones de años antes de que suceda lo que acabas de ver— que ha de producirse.

Mientras intentas poner en orden esas ideas, tu mente regresa de inmediato al presente, a tu cuerpo, a la playa.

Con el pulso acelerado, te incorporas y miras a tu alrededor, como si acabases de despertarte de un sueño muy extraño. Los árboles, la arena, el mar y el viento siguen ahí. Tus amigos estarán contigo en un momento, puedes verlos a lo lejos. ¿Qué ha sucedido? ¿Te has quedado dormido? ¿Has soñado lo que viste? El desasosiego se extiende por tu cuerpo mientras empiezas a plantearte nuevas preguntas: ¿hay algo de todo eso que sea real? ¿De verdad explotará el Sol algún día? Y en ese caso, ¿qué pasará con la humanidad? ¿Puede alguien sobrevivir a semejante apocalipsis? ¿Desaparecerá todo, incluido el recuerdo mismo de nuestra existencia, en la extinción cósmica?

Contemplas de nuevo el estrellado cielo nocturno y, desesperadamente, intentas dotar de sentido a lo que acaba de suceder. En lo más profundo de tu ser sabes que no lo has soñado. Aunque tu mente ha vuelto a la playa y se ha reunido con el cuerpo, te consta que has viajado más allá de tu época hacia un futuro muy lejano, donde has presenciado algo que nadie debería ver nunca.

Inspiras y espiras lentamente para tranquilizarte y empiezas a escuchar ruidos extraños, como si el viento, las olas, los pájaros y las estrellas se hubiesen puesto juntos a susurrar una canción que solo tú puedes oír, y de repente entiendes qué es lo que están cantando. Es una advertencia y, al mismo tiempo, una invitación. De todos los futuros posibles que existen, dice su murmullo, solo una vía permitirá a la humanidad sobrevivir a la inevitable muerte del Sol y a casi cualquier otra catástrofe.

Esa vía es la del conocimiento, la de la ciencia.

Un viaje que solo está al alcance del ser humano.

Un viaje en el que estás a punto de embarcarte.

Un nuevo aullido salvaje rasga la noche, pero esta vez apenas lo percibes. Como una semilla plantada en tu mente que empieza a germinar, sientes la necesidad de descubrir lo que se sabe de tu universo.

Con humildad alzas de nuevo la vista y contemplas las estrellas con los ojos de un niño.

¿De qué está hecho el universo? ¿Qué hay cerca de la Tierra? ¿Y más allá? ¿Hasta qué distancia puede uno mirar? ¿Se sabe algo sobre la historia del universo? Es más, ¿tiene siquiera una historia?

Mientras las olas barren mansamente la orilla, mientras te preguntas si alguna vez serás capaz de penetrar esos misterios cósmicos, el titilar de las estrellas parece arrullar tu cuerpo hasta que cae en un estado de semiinconsciencia. Todavía escuchas las conversaciones de tus amigos mientras se acercan, pero curiosamente tu percepción del mundo es ahora muy diferente de la que tenías hace pocos minutos. Todo parece más rico y profundo, como si tu cuerpo y mente fuesen parte de algo mucho, mucho más grande que cualquier otro pensamiento que hayas tenido hasta ahora. Tus manos, tus piernas, tu piel... Materia... Tiempo... Espacio... Campos de fuerza entrelazados a tu alrededor...

Un velo que cubría el mundo, y del que ni siquiera tenías constancia, acaba de desvanecerse para dejar al descubierto una realidad misteriosa e inesperada. Tu mente ansía regresar junto a las estrellas, y tienes la sensación de que un viaje extraordinario está a punto de llevarte muy lejos de tu planeta natal.

2
La Luna

Si estás leyendo esto, significa que ya has viajado 5.000 millones de años al futuro. Un buen comienzo, se mire como se mire. Puedes estar bastante seguro de que tu imaginación funciona, y es bueno que sea así, porque la imaginación es lo único que vas a necesitar para viajar por el espacio y el tiempo y la materia y la energía, para descubrir todo cuanto sabemos acerca de nuestra realidad desde la perspectiva de comienzos del siglo XXI.

Aunque no fuera tu intención, te has acabado asomando al destino que le espera a la humanidad o, mejor dicho, a todas las formas de vida sobre la Tierra, si no se hace nada para comprender cómo funciona la naturaleza. Para sobrevivir a la larga, para evitar que nos engulla el furor de un Sol moribundo, solo tenemos una esperanza: aprender a tomar las riendas de nuestro futuro. Y para que eso suceda tenemos que desentrañar por nuestra cuenta las leyes de la naturaleza y aprender a utilizarlas a nuestro favor. No me equivoco si digo que nos queda bastante faena por delante. En las próximas páginas, sin embargo, verás más o menos casi todo lo que sabemos hasta ahora.

Al viajar por nuestro universo descubrirás en qué consiste la gravedad, y cómo interactúan entre sí los átomos y las partículas sin llegar a tocarse nunca. Descubrirás que nuestro universo está hecho, sobre todo, de misterios, y que estos han llevado a la introducción de nuevos tipos de materia y energía.

Y luego, una vez que hayas visto todo lo que se conoce, saltarás a lo desconocido y verás en qué trabajan algunos de los más brillantes físicos teóricos de la actualidad para explicar las extrañísimas realidades de las que al parecer formamos parte. Se hablará de universos paralelos, multiversos y dimensiones extra. Después de eso, probablemente en tus ojos refulgirá el brillo del conocimiento y la sabiduría que la humanidad lleva milenios reuniendo y puliendo. Eso sí, debes estar preparado para ello. Los descubrimientos de las últimas décadas han cambiado todo lo que considerábamos que era cierto: nuestro universo no solo es inimaginablemente más extenso de lo que creíamos, sino que también es inmensamente más hermoso de lo que ninguno de nuestros antepasados supuso jamás. Y ya que estamos, ahí va otra buena noticia: haber sido capaces de deducir tantas cosas nos hace a los humanos diferentes de todas las formas de vida que han pasado por la Tierra. Y eso no es malo, porque la mayoría de las formas de vida que ha conocido el planeta se han extinguido. Los dinosaurios dominaron la superficie terrestre durante unos 200 millones de años, mientras que nosotros no sumamos más que unos pocos centenares de milenios. Los dinosaurios tuvieron tiempo de sobra para analizar su entorno e inferir unas cuantas cosas. No lo hicieron, y así les fue. Hoy, los humanos tienen al menos alguna esperanza de detectar la amenaza de un asteroide con la suficiente anticipación como para intentar desviarlo. Es decir, tenemos poderes que ellos no tenían. Puede que no sea justo expresarlo en estos términos, pero sabiendo lo que conocemos ahora se puede relacionar la extinción de los dinosaurios con su desconocimiento de la física teórica.

Sin embargo, tú de momento sigues en la playa y tienes todavía muy presente el recuerdo del Sol moribundo. Aún no sabes gran cosa y, si somos sinceros, los puntitos titilantes que tachonan la noche parecen completamente ajenos a tu existencia. La vida y la muerte de las especies terrestres no les afectan en absoluto. Parece que el tiempo, en el espacio exterior, funciona en escalas que tu cuerpo no es capaz de asimilar. Para esos dioses distantes y relucientes, el conjunto de la existencia de una especie en la Tierra dura apenas lo que un chasquido con los dedos...

Hace trescientos años, uno de los científicos más famosos y eminentes de cuantos han vivido —Isaac Newton, el hombre que desde la Universidad de Cambridge nos trajo la gravedad— pensaba ya en estos términos a propósito del tiempo: para él, existía el tiempo de los humanos, que todos percibimos y que medimos con nuestros relojes, y luego estaba el tiempo de Dios, que es instantáneo y no fluye. Desde el punto de vista del Dios de Newton, la línea infinita del tiempo humano, que se extiende hacia atrás y hacia delante hasta el infinito, no es más que un instante. Puede verlo todo en todo momento.

No obstante, tú no eres Dios, y mientras observas las estrellas y una amiga te sirve una bebida, la inmensidad de la tarea a la que debes hacer frente empieza a parecerte abrumadora. Todo está demasiado lejos, y es demasiado grande, y demasiado extraño... ¿Por dónde empezar? No eres un físico teórico... pero tampoco eres de los que se rinden sin más. Tienes ojos, y eres de natural curioso, así que te tumbas en la arena y empiezas a concentrarte en lo que puedes ver.

El cielo es, en su mayor parte, oscuridad.

Y hay estrellas.

Y entre una estrella y otra eres capaz de percibir a simple vista una tenue franja que reluce muy débilmente con una luz blanquecina.

Sea esa luz lo que sea, sabes que se conoce esa franja como la Vía Láctea. Su anchura da la impresión de ser unas diez veces la de la luna llena. De niño la miraste muchas veces, pero últimamente no la has contemplado tanto. Ahora que te fijas en ella, te parece tan evidente que piensas que tus antepasados tienen que haberla conocido desde siempre. No te equivocas. Resulta irónico que ahora, tras tantos siglos durante los cuales hombres y mujeres han debatido acerca de su naturaleza, sepamos por fin de qué se trata... Justo cuando la contaminación lumínica hace que sea invisible en la mayoría de los espacios habitados.

Desde tu isla tropical, sin embargo, su presencia es abrumadora y, a medida que la Tierra gira y la noche avanza, la Vía Láctea se mueve por el cielo de este a oeste, como el Sol durante el día.

La posibilidad de que el futuro de la humanidad esté ahí fuera, en algún lugar más allá del firmamento terrestre, empieza a aparecerse ante ti como una posibilidad real, que además resulta fascinante. Te concentras y piensas si es posible ver todo cuanto hay en el universo a simple vista. Pero luego niegas con la cabeza. Sabes que el Sol, la Luna, algunos planetas como Venus, Marte o Júpiter, varios cientos de estrellas* y esa mortecina cinta de polvillo blancuzco que llamamos la Vía Láctea no es el conjunto de cuanto existe. Hay misterios ocultos allí arriba, invisibles a nuestros ojos, más allá de las estrellas, misterios que esperan a ser desentrañados... Si pudieras explorarlo todo, ¿qué harías? Empezarías en las inmediaciones de la Tierra, claro, pero luego... saldrías disparado e irías tan lejos como fuera posible. Y de repente... ¡tu mente obedece!

Pese a que parece increíble, tu mente empieza a alejarse de tu cuerpo y asciende hacia las estrellas.

Te invade el vértigo a medida que tu cuerpo, y la isla sobre la que está tumbado, se alejan rápidamente de ti. Tu mente, que ha adoptado etéreamente tu silueta, asciende hacia el este. No tienes ni idea de cómo puede ser posible, pero aquí estás, a una altitud superior a la de la más alta de las montañas. Ante ti aparece una Luna muy roja, suspendida en un horizonte muy lejano, y en menos tiempo del que se tarda en decirlo te encuentras fuera de la atmósfera terrestre, mientras recorres a toda velocidad los 380.000 kilómetros que separan nuestro planeta de nuestro único satélite natural. Desde el espacio, la Luna parece tan blanca como el Sol.

Tu viaje a través del conocimiento acaba de empezar.

Has llegado a la Luna, algo que solo una docena de humanos ha conseguido antes que tú. Tu cuerpo espectral camina sobre su superficie. La Tierra ha desaparecido tras el horizonte lunar. Estás en lo que se ha dado en llamar su cara oscura, la que nunca ve la Tierra. No hay cielos azules ni sopla el viento, y no solo ves muchas más estrellas encima de tu cabeza de las que jamás podrías ver desde cualquier punto de nuestro planeta: además, ninguna parpadea. Y eso se debe a que la Luna no tiene atmósfera. Allí, el espacio comienza un milímetro por encima de su superficie. No hay climatología que borre las cicatrices que surcan el terreno. Por todas partes se ven cráteres, recuerdos congelados en el tiempo de lo que impactó en el pasado contra este suelo baldío.

Mientras emprendes el camino hacia la cara de la Luna visible desde la Tierra, la historia de su génesis aparece como por arte de magia en tu inquisitiva mente y tú, anonadado, solo puedes contemplar el suelo bajo tus pies.

¡Cuánta violencia!

Hace aproximadamente 4.000 millones de años, nuestro entonces joven planeta sufrió el impacto de otro planeta del tamaño de Marte que arrancó un trozo considerable de su masa y la lanzó al espacio. A lo largo de los milenios siguientes, los escombros de aquella colisión fueron compactándose en una única esfera que orbitaba en torno a nuestro mundo. El resultado de ese proceso fue la Luna sobre la que ahora estás plantado.

Si se produjese hoy una colisión de ese calibre sería más que suficiente para erradicar toda forma de vida de la Tierra. En aquel entonces, sin embargo, nuestra Tierra estaba vacía, y se hace raro pensar que sin aquella catastrófica colisión no tendríamos una Luna que iluminase la noche, ni mareas significativas, y la vida, tal y como la conocemos, no existiría en el planeta. Cuando el azul de la Tierra aparece ante ti en el horizonte lunar, comprendes que los acontecimientos catastróficos a escala cósmica pueden ser para bien, y no solo una calamidad.

Visto desde aquí, tu planeta natal tiene el tamaño de cuatro lunas llenas puestas una al lado de la otra. Una perla azul recortada sobre un fondo negro y salpicado de estrellas.

Comprobar la verdadera magnitud de nuestro mundo en el contexto espacial es, y será siempre, un ejercicio de humildad.

Mientras caminas un ratito más por la superficie lunar y ves nuestro planeta asomar en el horizonte, tienes muy claro que harás bien en no fiarte de la calma aparente, aunque todo parezca tranquilo y seguro. Aquí, el tiempo tiene un significado distinto: los eones continúan con su avance y la violencia del universo parece inevitable. Los cráteres que salpican la superficie de la Luna son un buen recordatorio de ello. Cientos de miles de peñascos del tamaño de montañas deben de haberla azotado a lo largo de la eternidad. Y también la Tierra tiene que haber recibido impactos parecidos, pero las heridas de nuestro planeta han sanado porque nuestro mundo está vivo y oculta su pasado bajo los cambios constantes que se producen en su suelo.

Aun así, en un universo semejante, presientes de manera repentina que tu mundo natal, pese a toda su capacidad de recuperación, es frágil, casi indefenso...

Casi.

Pero no del todo. Ahora nos tiene a nosotros. Te tiene a ti.

Colisiones como la que produjo la aparición de la Luna son, en términos generales, cosa del pasado. Hoy no hay planetas desbocados que amenacen nuestro mundo, solo asteroides sueltos y cometas, y, en parte, la Luna nos protege de esas amenazas, y también nos sirve de escudo. El peligro, sin embargo, acecha por doquier y, mientras observas la azulada esfera de la Tierra suspendida en la oscuridad del espacio, a tu espalda aparece una bola de luz extraordinariamente brillante.

Te das la vuelta y topas con una estrella, el objeto más luminoso y violento de cuantos pueden encontrarse cerca de nuestro planeta natal.

Lo hemos bautizado con el nombre de Sol.

Se encuentra a 150 millones de kilómetros de nuestro mundo.

Es la fuente de toda nuestra energía.

Y a medida que tu mente se ve obnubilada por la ingente luz que emana de este extraordinario farol cósmico, dejas atrás la Luna y empiezas a volar hacia él, hacia nuestra estrella local, el Sol, para descubrir por qué resplandece.

1 115,56 ₽
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423 стр. 6 иллюстраций
ISBN:
9788418187322
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