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Manifiesto por una izquierda digital

Manifiesto por una izquierda digital Claves para entender el mundo que viene (y transformarlo)

José Moisés Martín

César Ramos

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Introducción

¿Como será el mundo dentro de 100 años? Un futuro utópico

¿Como será el mundo dentro de 100 años? Un futuro distópico

Cómo cambió el paradigma. Adaptarse o morir

Cómo produciremos

Cómo nos cuidaremos

Cómo nos informaremos

Cómo nos organizaremos

Conclusión. De nosotros y nosotras depende

Primera edición: septiembre de 2020

Ilustración de cubierta: Julio César Pérez

© José Moisés Martín Carretero, 2020

© César Ramos Esteban, 2020

© Clave Intelectual, S.L., 2020

Paseo de la Castellana 13, 5º D – 28046 Madrid

Tel (34) 917814799

editorial@claveintelectual.com

www.claveintelectual.com

Coordinación: Santiago Gerchunoff

Edición: Verónica Ocvirk

Diseño: Hernández & Bravo

Corrección: Lola Delgado Müller

Diseño de colección: Eugenia Lardiés

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-84-122252-7-3

Introducci ón

Imaginemos el mundo dentro de 100 años, con la revolución tecnológica en el medio de la cual nos encontramos completamente asentada. ¿Cómo será entonces nuestra vida? ¿Trabajaremos? ¿Existirá el hambre? ¿Seguiremos sufriendo enfermedades incurables? ¿Cómo nos gobernaremos? Y ¿de qué forma nos informaremos? Vamos a ensayar en las próximas páginas algunas respuestas, lo menos descabelladas que podamos y siempre basadas en la información (mucha y variada) con la que ya contamos.

En primer lugar, vamos a ser optimistas. Exageradamente optimistas. Esto nos permitirá ver de una forma cristalina «el lado bueno» de la revolución digital. Después jugaremos a ser pesimistas (distópicos) poniendo de relieve «el lado malo» de estos supuestos avances. Este juego de exageraciones, y el modo en el que una versión critica a la otra, nos permitirá desplegar en los capítulos que siguen una visión final más equilibrada y sensata sobre el futuro. La izquierda necesita de esta visión —abierta a lo nuevo, pero realista en cuanto a su alcance— para poder tener incidencia y también más protagonismo en el mundo que viene.

¿Qué piensa la mayoría del mundo cuando planteamos la idea de «futuro»? Lo más habitual es escuchar sentencias cargadas de escepticismo, y eso resulta desconcertante. ¿Acaso es posible que ante la realidad que estamos viviendo la única idea alternativa que seamos capaces de articular es que todo se irá finalmente al infierno? Nadie niega que las amenazas son reales. Nadie está esgrimiendo la necesidad de ser optimistas de una manera hueca, acrítica y boba. Pero en esa actitud de mostrar un pesimismo automático acerca de todo no hay mucho más que una forma fácil e intelectualmente perezosa de parecer inteligente.

Claro que hay una catarata de desafíos, pero también tenemos detrás una historia que algo será capaz de enseñarnos. Se avecinan unos problemas colosales, pero a la vez contamos con un descomunal caudal de conocimiento al que echar mano, así como nuevas técnicas y más capacidad para comprenderlo, procesarlo y difundirlo. Solo en principio —pandemia mediante, sabemos mejor que nunca que las disrupciones existen— hoy podemos tener sobre el futuro un par de certezas: seremos más, nos concentraremos en ciudades, habrá más adultos mayores, tendremos menos recursos naturales disponibles y también más, mucha más, cada vez más tecnología. «Predecir el futuro no es tan difícil. Lo complicado es creer en todo lo que va a pasar», suele decir el británico Kevin Ashton, conocido por haber acuñado el término «Internet de las cosas». Algunos acontecimientos imprevistos que se han producido en las últimas décadas, como diversos actos del terrorismo internacional, o más recientemente, la pandemia de covid-19, demuestran que si bien es verdad que vivimos en un contexto muy volátil, y que una vez que estos hechos pasan, efectivamente pueden generarse cambios sobre tendencias que ya venían apreciándose, tampoco es que las transformaciones resulten tan profundas como en un principio podríamos haber esperado.

Es haciendo foco en este último punto —el avance digital que hasta hoy luce imparable— intentaremos a lo largo de las páginas que siguen analizar cómo cambió el paradigma primero, para ensayar después algunas preguntas, respuestas y reflexiones acerca de cómo produciremos, cómo nos informaremos, cómo nos cuidaremos y de qué manera nos organizaremos.

Algo —o mucho— tendrá que cambiar. Por lo menos para los que aspiramos a vivir en sociedades más justas, igualitarias, democráticas e inclusivas. Pero aquí no estamos jugando tanto a predecir milimétricamente cuáles serán esos cambios como a tratar de dilucidar lo que vendrá para ser capaces tanto de prevenir los males como de organizar la acción colectiva y, sobre todo, de decidir entre todos cómo queremos que el mundo sea.

¿Como ser á el mundo dentro de 100 años? Un futuro utópico

Por el solo hecho de existir en este planeta, los seres humanos —hablamos de absolutamente todos, desde el primero al último de los seres humanos— tenemos garantizados nuestros servicios de salud, educación, transporte, vivienda y energía, y recibimos a la vez un dinero mensual para acceder a otras necesidades básicas como la comida y el ocio. ¿Esto quiere decir que todos disponemos de la misma cantidad de recursos? No, claro que no. Solo que percibimos esa «base» que nos permite vivir con dignidad, una base a partir de la cual cada quien puede luego obtener una mayor o menor recompensa en función de lo que aporte a la comunidad (dicho aparte, esta recompensa no tiene por qué tener forma de dinero). Tanto la pobreza extrema como la exclusión social fueron de raíz eliminadas.

Las ganancias de productividad generadas por el progreso técnico sirvieron para facilitar reducciones paulatinas y continuadas del tiempo de trabajo (primero a 35 horas, luego a cuatro días semanales, luego a tres…) y han finalmente concluido en un proceso en el que la mayoría de los empleos es realizada por máquinas, dejando reservadas para el ser humano aquellas tareas que nos permiten enriquecernos como personas. Esto nos brindó recursos extra para tener mayor calidad de vida. El tiempo destinado al trabajo es sustancialmente menor al que hace cien años le dedicábamos, con lo que ahora podemos contar con largas horas para el ocio, la familia, la cultura, el enriquecimiento personal, la creatividad y el trabajo comunitario.

Gozamos de muy buena salud gracias a técnicas de análisis genético que incluso antes de nacer nos ayudan a saber cuáles son las enfermedades que tenemos más probabilidades de contraer, luego de lo cual es posible llevar a cabo una modificación genética parar eliminar de plano esos riesgos. Durante toda nuestra vida permanecemos médicamente monitorizados en tiempo real a través de diferentes dispositivos, con lo que cualquier anomalía que en forma automática se detecte puede ser tratada al instante, ya sea vía medicamentos o a través de la regeneración de órganos. La aparición de nuevos virus es detectada al instante, y tenemos la posibilidad de «atajarlos» antes de que su propagación se inicie. Claro que estas tecnologías aumentaron dramáticamente nuestra esperanza de vida. Por eso, para evitar que la superpoblación se vuelva imposible de gestionar y pueda dañar incluso nuestro planeta, se consensuaron estrictas políticas de control de la natalidad y hasta de colonización de otros planetas y satélites. Estas restricciones a la procreación no fueron un problema: la necesidad de tener hijos propios se ha vuelto algo minoritario gracias a los cambios culturales que lentamente fueron modificando nuestras prioridades. Tampoco prima ya la idea de que reproducirnos representa en este mundo un objetivo prioritario.

Realizando las modificaciones genéticas correspondientes también estamos en condiciones de elegir cómo queremos que nuestro hijo luzca. Pero no lo hacemos. A lo largo del siglo que pasó logramos ponernos de acuerdo en la idea de que los avances genéticos solo se utilizarían para evitar el desarrollo de enfermedades y no para la elección de determinadas características físicas, que por otro lado nos hubieran llevado a convertirnos en una especie de clones de seres físicamente perfectos. Entre todos llegamos a la conclusión de que es mucho más enriquecedor seguir contando con una sociedad de seres iguales pero diferentes: iguales en nuestros derechos y deberes, pero diferentes en nuestros colores, en nuestra altura, en nuestros rasgos y en nuestros intereses.

Logramos detener el deterioro que estábamos provocando a nuestro medio natural e incluso hemos empezado a regenerar lo que habíamos dañado, recuperando espacios naturales que alguna vez habían sido ocupados por seres humanos. Todo esto fue posible gracias a un concepto urbano distinto, también gracias a entender que no era posible sostener un modelo basado en la extracción de recursos naturales finitos. Ahora hacemos uso de todos los materiales de los que disponemos en unos ciclos que nos permiten una y otra vez volver a emplearlos al final de su vida útil, y así los residuos que las diferentes actividades van dejando a su paso se convierten rápidamente en insumos de nuevos procesos productivos. El hidrógeno por fin pudo sustituir a todos los combustibles contaminantes, a esto se han sumado diversas vías para que podamos tener energía en nuestras casas.

La igualdad entre hombres y mujeres es un hecho. La paridad de géneros finalmente se ha alcanzado, incluyendo también a las otrora llamadas sexualidades disidentes. La división sexual del trabajo quedó sepultada en el fondo de la historia, ahora todos podemos dedicarnos a lo que mejor nos resulte o a aquello que nos plazca y sin esos antiguos moldes que durante tantos siglos supieron segregarnos en compartimentos rosas y celestes. Muy atrás quedó aquel tiempo en el que por el deber de cumplir con las tareas de cuidado las mujeres experimentaban una doble y hasta triple jornada laboral: ahora la atención de los hijos y de los adultos mayores se reparte de una forma equitativa, en comunidad y con la ayuda del Estado.

La educación es gratuita, para todos y en todas las etapas. Las diferencias entre unos y otros solo dependen de sus talentos y de sus deseos, lo que en todo caso se busca es que cada quien desarrolle al máximo su creatividad y las aptitudes que a lo largo de la vida le permitan enriquecerse. Hoy es posible identificar desde edades muy tempranas cuáles son las potencialidades de cada uno para llevar luego y con énfasis en ellas una educación personalizada que a lo largo de los años podrá ir complementándose con renovados intereses personales. Esta formación individual se integra con actividades grupales en las que se fomenta la construcción colectiva, los cuidados mutuos y el desarrollo de habilidades sociales.

Las religiones que tantas guerras han provocado y tanto han condicionado el desarrollo del ser humano han desaparecido de la faz de la tierra. Las personas solo dejaron de tener la necesidad de atarse a «algo superior» después de comprender que en los momentos de debilidad y dudas el mejor compañero al que se puede aspirar no es otro que el propio ser humano, ese mismo ser humano que a lo largo de estos 100 años fue evolucionando hasta el punto de alcanzar mediante un amplísimo consenso una serie de nuevos y profundos valores universales.

Las zonas que llamábamos «desfavorecidas» y «tercer mundo» han conseguido un desarrollo equivalente a las del resto del planeta después de años de políticas destinadas a garantizar la viabilidad de cultivos de alimentos y gracias a un acceso a las técnicas de producción y tecnología iguales a las del resto del mundo.

Desaparecieron las fronteras, también la emigración motivada por las guerras o la pobreza. Ahora cada ser humano vive en la zona del planeta que le permite desarrollarse como persona según sus inquietudes y sus intereses. Todos hemos pasado a ser ciudadanos del mundo. Las diferencias de idioma tampoco suponen una barrera, ya que implantes en el cerebro nos permiten hablar y comprender casi cualquier expresión o palabra que alguna vez se haya pronunciado en la tierra.

Nos movemos con suma facilidad y en poco tiempo gracias al desarrollo de nuevos medios de transporte que nos permiten recorrer cualquier país, y hasta movernos entre países en tiempos insignificantes (desde luego que estos medios de transporte son gratuitos para todos).

Al contrario de lo que solíamos ver en películas futuristas, cada quien viste de una forma distinta, y las casas tienen cada una su decoración distintiva. En la sociedad actual cada ser humano busca desarrollar su propia personalidad: lo opuesto a un ejército de clones. La diferenciación individual nunca dejó de formar parte de nuestra naturaleza, y la expresamos a través de la diversidad y no de la desigualdad.

Al desaparecer el hambre, las religiones, las fronteras y la necesidad acuciante de más y más fuentes de energía las guerras ya no existen. Aunque a decir verdad tampoco existen los países, ni los diferentes gobiernos que antes los encabezaban. Lo que ahora tenemos es un único parlamento y un único gobierno. Durante un momento particular del último siglo cobró vigor la discusión acerca de si los políticos debían o no ser reemplazados por robots. Fue descartada cuando se comprobó que estos últimos no eran capaces de mostrar los sentimientos, ni la empatía, ni la sensibilidad que hasta hoy resultan imprescindibles para hacerse cargo de la tarea pública. Para dirigir las diferentes áreas de este nuevo gobierno mundial elegimos periódicamente entre las personas que mayor preparación y conocimiento tienen sobre cada temática, involucrando en las discusiones a todos los habitantes de la tierra que lo deseen y estén preparados para debatir. Sin embargo, durante las asambleas los políticos sobresalen del resto por su capacidad de trabajo en equipo, escucha, empatía, sensibilidad y el conocimiento profundo de los temas sobre los que les corresponde actuar.

Desaparecieron también los contratos escritos que alguna vez fueron imprescindibles para garantizar que se cumplirían los pactos: ahora se alcanzan con el simple acuerdo verbal. En parte porque el cumplimiento de la palabra dada se ha convertido en lo más habitual, aunque también porque el avance de la tecnología nos habilita a comprobar esa palabra dada ante las dudas que en cualquier momento pudieran surgir. La tecnología ha propiciado que la reputación valga hoy más que las interpretaciones legales.

Dedicamos el mayor tiempo libre del que disponemos al enriquecimiento artístico y cultural, por eso fue posible preservar con el paso de los años las diferentes señas culturales que han prevalecido en cada época, valorándolas para que podamos conocer con gran realismo cómo fue que llegamos hasta donde llegamos. Disfrutamos enormemente del entorno natural, mucho más después de reconocer que estuvimos a punto de acabar con él por culpa de un desarrollo mal entendido. El arte, las letras y la música ocupan una gran parte de nuestro ocio, además de las relaciones personales que se han vuelto infinitamente más universales después de superar las barreras del idioma y de la distancia. Ahora disponemos de distintas herramientas que nos ayudan a conectar con otras personas que pueden enriquecer nuestra vida personal y, en definitiva, hacernos más felices.

Sucede que el ser humano se ha liberado de prácticamente todos los condicionantes materiales de la vida. Y ahora por fin puede —sin barreras, ni mentiras, ni letargos— experimentar la plenitud de lo que significa estar vivo.

¿Como será el mundo dentro de 100 añ os? Un futuro distópico

Pero igual que el futuro puede ser positivo para la mayoría de los seres humanos y para el planeta tierra, como nada está escrito y todo depende de las decisiones que tomemos, también podría sobrevenir una realidad radicalmente distinta.

El avance de la tecnología, que en un primer momento debía beneficiar a todos, terminó logrando lo contrario. Los desequilibrios y las diferencias entre clases sociales han ido aumentando de forma progresiva. Las personas que poseían la mayoría del capital, un porcentaje muy pequeño de la población, se han hecho todavía más ricas y han aumentado su poder. Son los poseedores de todos los medios de producción y de toda la tecnología, y se han convertido en los únicos que pueden generar valor y aumentar su riqueza. Por contraste, la mayoría de la población se ha convertido en mera consumidora, aunque sin recursos para comprar. Tanto la influencia como las herramientas de reequilibrio que aportaban el Estado y la política han ido desapareciendo: ahora los únicos que influyen y tienen poder de decisión son los poseedores del capital, que actúan pensando en sus intereses, los intereses de una minoría. Se ha ido produciendo una clasificación natural en cuatro tipos de personas: uno, las poseedoras del capital; dos, las que tienen los únicos empleos que aún siguen ocupando los seres humanos, pero como solo se les paga en función de las tareas que realizan y sin ningún tipo de contrato, para sobrevivir deben encadenar muchos trabajos en una misma jornada laboral; tres, los «sin recursos» que vagan por el planeta en la más pura indigencia, confinados en espacios que preferentemente no interfieren en la vida normal del resto de la gente; y cuatro, las pequeñas comunidades apartadas que se autoabastecen de todo lo que necesitan aprovechando los avances tecnológicos: cultivan sus tierra, generan energía a partir de recursos renovables y fabrican determinados productos con impresión 3D.

El haber hecho caso omiso a las advertencias de la comunidad científica sobre las consecuencias del cambio climático derivó en que tengamos un planeta prácticamente inhabitable. Los poderosos, los dueños del capital, ocupan los pocos lugares que quedan para llevar una vida normal y son los únicos que fueron capaces de recrear espacios vírgenes en los que vivir. Incluso colonizaron otros planetas en los que pudieron crear entornos con gran calidad de vida.

Los conflictos bélicos han ido aumentando. Sin embargo han variado mucho. Existen ahora dos bandos bien diferenciados: el de los dueños del capital, cuyos soldados son robots y todo tipo de máquinas; y el de los más desfavorecidos, compuesto por una gran parte de la población que tiene que luchar por sí misma y sin contar con robots entre sus soldados. Los primeros solo se arriesgan a perder parte de sus recursos. Los segundos pueden perder la vida, pero es la única esperanza que les queda.

Los robots y la inteligencia artificial, que en un primer momento seguían las pautas que les marcaban sus dueños (el capital), y trabajaban para que estos cada día fueran poseedores de más riquezas y más poderosos, han empezado ahora a tomar sus propias decisiones sin un objetivo concreto. Se genera así más incertidumbre sobre cómo se desenvolverá el futuro.

La educación y la formación están reservadas a los más poderosos, aunque una pequeña parte de los humildes que ha conseguido hacerse de materiales educativos encontró las vías para formarse por su cuenta. Si bien pueden llegar a salir de las escalas más bajas, solo aspiran a ingresar en la clase social de aquellos que tienen los pocos trabajos que todavía siguen ejerciendo los humanos.

La esperanza de vida es muy diferente entre los poseedores del capital y el resto de la humanidad. Los mejores tratamientos para luchar contra las nuevas enfermedades solo están disponibles para los primeros. Los avances tecnológicos y científicos han aumentado las desigualdades, en todos los aspectos de la vida y hasta unos límites insoportables.

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9788412225273
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