Читать книгу: «Amores líquidos»

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CARMEN OLLÉ nació en Lima en 1947. Estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En 1981 publicó el poemario Noches de adrenalina, al que siguieron el conjunto de poemas y relatos Todo orgullo humea la noche (1988), el relato ¿Por qué hacen tanto ruido? (1992), y las novelas Las dos caras del deseo (1994), Pista falsa (1999), Una muchacha bajo su paraguas (2002), Retrato de mujer sin familia ante una copa (2007), Halcones en el parque (2012), Monólogos de Lima (2015), Halo de la luna (2017) y Amores líquidos (2019). Fue profesora de Literatura en la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle y actualmente conduce un Taller de Escritura Creativa en el Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar.


AMORES LÍQUIDOS

© Carmen Ollé, 2019

© Grupo Editorial PEISA S.A.C., 2019

Jr. Emilio Althaus 460, of. 202, Lince

Lima 27, Perú

editor@peisa.com.pe

Diseño de carátula: Renzo Rabanal Pérez-Roca / PEISA

Diagramación: PEISA

Primera edición, julio de 2019

Serie del Río Hablador

ISBN edición impresa: 978-612-305-146-4

ISBN edición digital: 978-612-305-152-5

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Registro de Proyecto Editorial N.º 31501311900690

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.º 2019-08902

Prohibida la reproducción parcial o total del texto y las características gráficas de este libro.

Cualquier acto ilícito cometido contra los derechos de propiedad intelectual que protegen a esta publicación será denunciado de acuerdo con la Ley 822 (Ley sobre el Derecho de Autor) y las leyes internacionales que protegen la propiedad intelectual.




«La cultura líquida moderna ya no siente que es una cultura de aprendizaje y acumulación, como las culturas registradas en los informes de historiadores y etnógrafos. A cambio, se nos aparece como una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido».

ZYGMUNT BAUMAN


Prefacio

No es La Rotonde ni una cafetería de Buenos Aires, en sus mejores épocas, desde donde observo por el gran ventanal el ir y venir de la gente que pasa. El aburrimiento me invade, también cierta nostalgia de cuando no tenía nada que perder, como ahora que tampoco tengo nada que perder. Quizá por eso me han impresionado dos cuentos de Edgar Allan Poe, Eddy, el que de cierta manera da el título a esta fábula y «La muerte de la máscara roja», este último sobre una epidemia de cólera en Baltimore en 1842. Además, no voy a negarlo, parto de un cuento estupendo de Eddy titulado «El hombre de la multitud». La verdad nunca me interesó mucho este autor cuando mis alumnos del taller de narrativa breve lo mencionaban como uno de sus escritores preferidos. Solo me acordaba de «La caída de la casa Usher» y me resultaba elemental esa inclinación por el terror. Pero un día, una amiga poeta, muy generosa, me regaló una biografía del susodicho y como yo adoro leer biografías, memorias, autobiografías, descubrí que Poe no solo había creado cuentos de horror o de misterio, sino también relatos lógico-analíticos (Walter Lennig dixit), y psicológicos.

Lennig dice que en «El hombre de la multitud» –el cuento más breve de Poe–, no pasa nada, pero claro que pasa algo.

El protagonista, después de observar hipnotizado a la multitud, descubre a un anciano flaco y pálido y decide salir del local para seguirlo con sigilo, durante casi dos días y dos noches. En el recorrido se internan en el gentío, se vacían las calles, y otra vez perdidos entre la muchedumbre, luego por callejas solitarias, la lluvia escampa por momentos. Continúa la persecución por avenidas elegantes, callejas de truhanes y prostitutas, otra vez lluvia. Entonces el anciano se detiene en garitos de mala reputación o en un bistró, glamorosos lugares de diversión de donde entra y sale gente, hasta que estos quedan casi desiertos; y vuelve otra vez al gentío, con el protagonista siguiéndole los pasos a poca distancia. Agotado por la caminata, este se detiene frente a él; ah, pero el anciano no lo ve, y sigue su camino. Él representa –anota Poe– el crimen de no poder estar solo. Ce grand malheur de ne pouvoir être seul. Poe usa este epígrafe de La Bruyère en el cuento y yo le robaré una parte del mismo para mi relato, así en francés, pues siento que se ajusta a mi historia.

1

La mujer que se acerca a la cafetería donde me encuentro se parece a una compañera de colegio que se suicidó a los veintiún años y de quien no puedo hasta ahora olvidarme, aunque conforme se aproxima va adquiriendo otro perfil, nada menos que el de otra amiga ya fallecida, Pilar, escritora que partió un mes antes de cumplir los cincuenta; la chica del colegio no quería llegar a los cuarenta y cumplió su cometido; pensaba viajar al África. Siempre me pregunté por qué al África, ahora lo sé, del África salimos todos, es nuestra tierra materna. Respuesta simple y llana que puede complementarse con una idea más compleja, como la de arrojar las cenizas al mar, porque todo viene del mar. Habrá otra explicación tal vez más sencilla o más compleja, es cuestión de esperar.

Pilar es alta, avanza a grandes pasos, es casi de la talla del hombre que va detrás de ella sin poder alcanzarla. Por su cabello que cae ondeado sobre la frente diría que es el poeta José María. Pilar se da media vuelta, pero no para decirle algo al poeta. A Pilar también la sigue una mujer de mediana edad vestida con un traje sastre de oficinista e intenta asirla por su chaqueta. Por su atuendo y maquillaje y la expresión de su rostro, con una sonrisa de esforzado alarde, reconozco a la señorita Fina, personaje de la novela Puñales escondidos, una mujer que no ha conocido el amor, arrastra gran frustración, es fría, calculadora y carente de emociones. Las dos se detienen a las puertas del café. Pilar se acomoda la pañoleta, mira hacia el interior del local, pero no parece ver a nadie ni nada. Se arregla su chaqueta de tweed que Fina ha tocado en un intento de decirle algo, pero solo entiendo frases inconexas por el movimiento de sus labios; la escritora contempla sus uñas; saca una lima de su bolsón –a ella le encantan las carteras enormes– y se las lima cuidadosamente mientras la señorita Fina la mira sin entender. Hasta el gran ventanal de la cafetería por fin llega el poeta. Voltea lentamente para ver quién lo sigue; le sonríe a una niña que va vestida de azul; el poeta la observa con cierta mansedumbre cuando la pequeña alza un poco la voz. Tampoco entiendo lo que le dice esta vez. José María sigue con su sonrisa de medio lado y menciona algo sobre la noche.

No es sobre ellos que gira esta historia, tal vez vuelva a encontrarlos en el camino, quizá los encuentre ocasionalmente. Nada está dicho aún. Las tramas son imprevisibles, nos llevan a veces a un callejón sin salida o a un inmenso desierto donde las dunas esconden todo tipo de sierpes.

Una densa niebla se arremolina ante las ventanas y puerta de vidrio y luego avanza de súbito empujada por el viento; es una imagen que arrebata las mentes en la costa de esta ciudad, la neblina sube desde los acantilados hasta los cerros a unos diez o quince kilómetros y se empoza ahí durante horas; pagué mi capuccino y salí para disfrutar de la niebla barranquina y también para intentar ver a Pilar y al poeta, pero la bruma era tan compacta que había borrado del paisaje a Pilar y a José María y a sus personajes.

El frío se sentía intenso, esas partículas higroscópicas húmedas me envolvieron y estuve a punto de perder la consciencia por un momento. Me apoyé en un murito, respiré hondo y junté las yemas de los dedos de la mano, algo que aprendí cuando era joven en mis clases de yoga, y decidí caminar sin rumbo.

Mientras andaba sin medir la distancia de mis pasos, que me alejaban de mi hostal –había alquilado un cuarto en un albergue rústico–, no quería saber nada de la rutina casera ni de los arreglos necesarios para que una vivienda se mantuviera en pie. Al diablo con eso, me dije, no amaba cocinar ni mandar componer cortinas o estores. Tampoco cambiar focos y menos lavar alfombras. Muy lejos de mi actual naturaleza estaba soportar ese peso inútil; mis sentidos, mi fuerza, mi estado de vigilia los había destinado desde hacía varios años a pensar, pero una frase embotaba mi cerebro, se atascaba en mi mente como un coche viejo en el fango: nada espectacular, solo era una frase más de las que uno escucha en su subconsciente. Y era como si un grajo me la repitiera a la manera del cuervo de Poe: «Nunca consigues nada. Nunca has conseguido nada». En realidad, se trata de la misma oración, solo cambia su posición en el tiempo. Como en los poemas del viejo y ciego Homero –así se lee en Mímesis, de Auerbach– mi vida transcurría en un primer plano «constante presente, temporal y espacial».

La niebla se fue dispersando poco a poco, ya podía enfocar mejor los escasos árboles de la avenida, con sus hojas polvorientas, algunos troncos rodeados de basura, porque los barrenderos a veces no vienen a limpiar por falta de pago; pero una ardilla corre entre las ramas y trepa feliz con la certeza de que no hay depredadores. ¿Cómo llegó a esta ciudad de gallinazos y zancudos?, no lo sé, pero ahora abundan y brincan sin miedo ante la mirada de los humanos, que a veces las confunden con enormes ratas. Me detuve para contemplarla saltar de rama en rama como un tití, cuando alguien pareció llamarme por mi nombre, oí como a lo lejos que decía «Carmen, ah Carmen». A unos treinta pasos vi la figura de una muchacha de cuerpo esbelto aunque no llegaba a ser alta, se notaba que era joven. La cabellera larga, ondulada, le llegaba hasta la cintura; la chica caminaba con cierta pesadez como si hubiera ingerido un ansiolítico, con el sinuoso y delicado movimiento de sus caderas, como las antiguas gitanas del bulevar en el centro de la capital. A esta gitanilla solo le faltaba la cabrita de Esmeralda, ese personaje de Victor Hugo en Nuestra Señora de París, pero no, ella estaba sola, la cabra solo cabía en mi cabeza llena de información acumulada durante años y años de lecturas nocturnas y de escuchas radiales: Django el Gitano, Juan del Diablo, El hombre de la máscara de hierro, etcétera. Pues sí, en mí conviven dos personas: una de gustos elitistas como sonatas, adagios, conciertos y otra de aficiones plebeyas; las dos amadas con locura; a estas últimas agregaría los cómics antiguos sobre escritores y músicos.

Olvidé a la ardilla y decidí seguir a la chica. ¿Por qué había dicho Carmen, ah? Carmen, estaba intrigada; al fin y al cabo, no tenía nada que hacer, mi trabajo de editora podía esperar, como trabajadora independiente siempre podía inventar cualquier pretexto ante los directivos de la empresa que me contrataban: una enfermedad, una avería de mi laptop, el corte repentino de electricidad, qué caray, cualquier cosa, era experta en la mentira para protegerme del acoso de patrones y acreedores.

La muchacha aceleró el paso, cruzó la avenida del tren y estuve a punto de perderla de vista por el largo semáforo, pero no, ahí estaba ella, parada en la acera de enfrente, de espaldas siempre, como esperándome. Luego continuó andando sin importarle que yo le pisara los talones, solo podía verle la punta de la naricita de vez en cuando, como si tuviera ojos de equino para ver de lado. Se internó por lugares que yo desconocía. No me asaltó la sospecha de un intento de guiarme hasta un sitio donde podía ser secuestrada o violada por una pandilla, no me importaba nada en ese instante, ella parecía enviarme un mensaje que eliminaba de mi mente esas frases funestas que, ya he mencionado, bloqueaban mi pensamiento. Por unos instantes dejé de oír el chillido del grajo invitándome al suicidio. La joven se perdía en callejones repletos de casuchas, pero si bien se detenía a veces en algún pórtico para acariciar la foto de la santa patrona de la quinta, proseguía sus andanzas sin volver la cabeza.

Al parecer nadie la conocía, pues ni la saludaban ni miraban, pese a que su sinuoso caminar era sumamente erotizante. Me vi a mí misma como a su escolta, aunque no tenía nada con qué protegerla en caso de… ya que ella se metió a un callejón a todas luces amenazador, había puertas de madera carcomida a ambos lados de las paredes, resquebrajadas estas por la humedad. En una se detuvo por unos minutos sin voltear para mirarme; las mujeres que vendían unas enormes torrejas en los ventanucos de sus casuchas me ofrecieron sus productos con una cortesía exagerada; especie de parsimonia más bien; negué con la cabeza y ellas se alzaron de hombros y reanudaron el trabajo con sus fritangas. Al cabo de unos segundos percibí un olor a plástico quemado y un humo medio gris, como una pequeña ráfaga que, al parecer, salía de los labios de la muchacha. De hecho era pasta básica, me dije, las mujeres que vendían torrejas no se inmutaron, me contemplaron con algo de curiosidad al ver mi sorpresa, pero se concentraron de inmediato en su faena, en cuanto retomé la marcha detrás de la chica. Salimos por la otra entrada del callejón, un boquerón que daba a un gran descampado donde vagos y pordioseros fumaban en silencio, al borde de un barranco. Nadie parecía darse cuenta de que las dos hollábamos ese territorio vedado para la gente decente, si se le puede llamar así a quienes tienen una misión en la vida. En todo caso yo era la intrusa.

Había oscurecido, el miedo se apoderó de mí cuando creí que la había perdido de vista y un par de pirañas viejos se me acercaron para asaltarme o mendigar. Solo atiné a apurar el paso. Entonces la vi apoyada en el muro de adobe del acantilado. Abajo el mar se encrespaba por la marea alta, pero algo no andaba bien; ella no era la misma muchacha que había estado escoltando desde el café. Los pantalones que llevaba puestos, ajustados, ceñidos en los glúteos y que modelaban sus caderas, se habían transformado en unas mallas viejas y sueltas, desteñidas, el polo color índigo también lucía descolorido, y en su exuberante cabellera se asomaba un largo mechón de canas bastante visible. ¿Era acaso la misma joven? A mi izquierda había una calle por donde circulaban colectivos y taxis. Emprendí entonces la carrera para tomar un bus y escapar del terrible lugar. Estaba segura de que la joven a la que había estado acosando había desaparecido.

2

De regreso al hostal estuve barajando qué diablos había ocurrido. Probablemente el humo de la pasta logró que me marease, y entonces la perdí de vista. En esa circunstancia un espejismo hizo que siguiera a esa otra mujer, de mayor edad, de cuerpo menos esbelto y vestida con andrajos; sí, me sentía como hipnotizada al bajar del bus en una esquina que no era el paradero indicado, pero pude orientarme y caminé una, dos, tres cuadras. Al voltear por un pasaje enrejado, de esos que abundan en la ciudad para evitar a los extraños, mendigos y maleantes, llegué a una plaza pequeña donde se alzaba una parroquia. La placita estaba rodeada de mansiones de principios del siglo XX, me senté en una banca bajo la sombra de un frondoso ficus. Entonces la vi, vi de nuevo a mi compañera de colegio, vestida con un saco azul, una corbatita michi y una falda tubo apretada. Qué hermosas pestañas tenía Ada, ojos negros y grandes como los de una bailarina andaluza, pero, extrañamente –esta palabreja ya me está poniendo nerviosa–, conforme se iba acercando adquirió otro perfil: el de Pilar. ¿Qué me ocurría? Los espejismos suelen atormentarnos en el desierto no en la urbe; pero claro, esta ciudad está rodeada de desiertos y mar, un mar lleno de plancton. Este dato no agrega nada aunque no puedo olvidar el color verde oscuro aburrido del mar Pacífico… Y sí, era Pilar, me alegré al verla y corrí a su encuentro. Como psiquiatra me explicaría el trance por el que había pasado hacía apenas media hora, pero Pilar no me hizo caso cuando la llamé, ella discutía con Fina. De súbito me miró obsecuente, algo debió notar en mí porque arqueó las cejas y volvió a dirigirse a la señorita Artadi alzando la mano y el dedo índice admonitorio. José María venía detrás, seguido de la niña vestida de azul, tenía él un paraguas que le servía de bastón, sacó de su bolsillo un llavero y entró en una casa que daba vuelta a la esquina, cerró la puerta con parsimonia, pero la niña no hizo ningún intento por ingresar, se quedó afuera mirando la puerta y se acurrucó en el porche.

Un limpiador de carros se me acercó señalando la casona:

–La casa de Eguren, yo estudié en el colegio José María Eguren. De chibolos veníamos a jugar a esta casa, nos metíamos por las ventanas, había sótanos repletos de botellas de vino, pero como éramos chicos, no nos llevamos nada, daba un poco de miedo, era una casa abandonada…

–¿Y qué pasó con los vinos?

–Ah, no sé, nosotros solo queríamos divertirnos, como éramos estudiantes del Eguren, sabíamos que era la casa del poeta. Ahora es una empresa de publicidad española.

Busqué con la mirada a mi amiga escritora, su figura difuminada a lo lejos avanzaba sola por uno de los pasajes que desembocaban en la plaza. ¿Y Fina? Me pregunté, ¿dónde está Fina? Pilar se desvaneció por completo.

El altar de la virgen estaba abierto en la parroquia. Es ahí donde a veces las personas solitarias se sientan a descansar. Me acerqué con el propósito de evocar los tiempos en que solía tener fe; me hipnotizaba el cuadro de la virgen con la serpiente a sus pies. Sus bellos y delicados pies enredados en la sierpe me preocupaban de niña, pero no me atrevía a preguntar por qué había una culebra allí, qué significado tenía, de hecho era un símbolo que no llegaba a explicarme a mis diez años.

Arrodillada frente a la imagen de la virgen una anciana que ocultaba su rostro con las manos, sollozaba. Tuve un escalofrío al alzar la vista y ver a la muchacha que había estado siguiendo horas antes, concentrada en encender unos cirios a la madre de Jesús. De espaldas, siempre, solo podía apreciar su talle esbelto, sus caderas… Su cabellera larga, caoba con reflejos dorados, es ella, me dije, claro que sí, ahora podré descubrir su rostro, pero cuando di unos pasos hacia el altar, la joven se dio media vuelta con rapidez y salió del pequeño santuario. Corrí detrás de ella, que se alejaba como si la persiguiera el diablo. Dobló por una esquina y yo continué con la persecución; sin embargo, a estas alturas era como si la chica se hubiera dado cuenta de que algo extraño sucedía con la persona que venía detrás de ella tratando de alcanzarla. Maldita gitana, pensé, te voy a encontrar de todos modos, ya verás, grité, no sé si me escuchó, pero si lo hizo no volteó para verme ni contestarme.

Presiento que esa mujer quiere decirme algo, o quizá darme un mensaje, pues las vueltas que da por el distrito hablan de circunferencias concéntricas, no sé qué pueden simbolizar, tal vez haya en todo este andar sin rumbo una alegoría misteriosa. A veces me da la impresión de que ella es la que me vigila, calcula los pasos que da y sabe hacia dónde me ha de conducir. Estas idas y venidas en círculos concéntricos por el balneario se prolongaron por un par de días. El tercer día iba yo algo fatigada y con desaliento porque no descubría el sentido de hacer de escolta de la muchacha; no obstante, no podía librarme de ese influjo; ese día ella se desvió. Fue como si pasara de una circunferencia concéntrica a una excéntrica y en una callejuela, mientras yo trataba de ocultarme detrás de un árbol, se le cayó algo. Me acerqué a recogerlo, era una bolsita con los colores de la cultura Paracas y la figura de un chamán con daga y cabeza. Pero no había nada en el interior. Nos separaban solo unos pasos ya que ella se había detenido y yo también. Escuché una carcajada espantosa como la de una reclusa ante la horca. Guardé la bolsita con la figura del chamán y por primera vez en varios días me dispuse a regresar temprano al hostal. La luz del sol se apagó con una nube densa y se hizo súbitamente de noche.

Nací con una debilidad. ¿Recuerdas al organista de la iglesia La Merced? Cómo me encantaba la música tétrica en la misa de difuntos, que oía cuando escapaba del claustro universitario. Al diablo con las clases, el culpable era Kafka, claro, él me llevaba por el camino de la perdición; y la perdición era el flaco organista, cuyo rostro no importa describirlo ahora, supongo que algo de atractivo habría en él; pero sobre todo sus piernas, eran largas y delgadas como las de Kafka, el autor que me empujaba a escabullirme entre las calles del centro, sin rumbo; hasta entrar a la iglesia La Merced seducida por la música sacra, oscura, que surgía de sus dedos y por el olor a sahumerio; entonces esperaba, como espera el asesino en serie de mi amiga la escritora en «Ave de la noche», esperaba a que saliera del templo para ir detrás de él. Tal vez percibió que algo extraño sucedía detrás de su caminar entre pausado y ágil, una sombra, solo una sombra, una silueta tenebrosa, eso era yo detrás de él. El organista se detuvo, hizo un ademán, como de retroceder lo andado para dar con esa incógnita en la vereda, pero se arrepintió y continuó avanzando, esta vez más a prisa hasta que se perdió entre la multitud.

Lo importante era ir detrás de una quimera. Es mi destino solitario, para no oír la voz de la corneja como en el poema de Trakl. Es eso, un pescador sacó en su delicada red a la luna del lago helado; yo hago lo mismo. ¿No sería mejor decir estanque que lago helado, querida Pilar?

El organista me había removido las entrañas, como el viento a los árboles en el poema de Safo, y corrí, corrí hasta el parque de mi adolescencia, esperé que oscureciera, me metí en la maleza que estaba muy crecida. Y esperé, esperé al jardinero que acudía con su manguera a buscarme cuando tenía quince años, él me desnudaba lentamente, sus toscas manos parecían tocar un teclado fino y armonioso al momento de acariciarme, lograba extraer la melodía de mi cuerpo ansioso, y yo solo sentía su aliento a hierbas –masticaba hojas verdes, para entretener el estómago–, y luego el éxtasis rabioso, porque después me escapaba de sus manos callosas y huía del placer consumado. Pero esta noche solo escuché a las ratas husmeando a mi alrededor.

PILAR Y FINA

¡Pilar!, salgo corriendo para alcanzarla, ella brinca en un pie frente a un quiosco de periódicos, está muy alegre, abraza a Fina, pero esta se separa inquieta, Pilar subraya con el dedo unas líneas en el diario, lo arranca y corre con él, Fina va detrás lentamente; cruzo la calle, pero ya no veo a mi amiga, Fina también desaparece, una ráfaga de viento me envuelve el rostro con mi propio cabello.

Me acerco al quiosco, le pido a la vendedora un ejemplar del diario que se llevó mi amiga; ella me dice que el diario sigue en su mismo sitio, es una edición pasada. Me inclino para leer las líneas que al parecer impresionaron a Pilar: una noticia sobre un incendio en un barrio pobre del Bronx, en Nueva York. No creo que le interesara eso a ella, había creído que podía ser algo relacionado con la publicación de su obra completa, pero no hay nada en el puesto de periódicos que aluda a esa novedad literaria. Pilar saltaba en un pie cuando disfrutaba intensamente. Una noticia sobre la reedición de su obra completa la habría hecho saltar hasta el cielo. Qué ironía.

Me había convertido en una espía. Una espía fantasmal, me repetí durante una hora mientras caminaba ensimismada, ya que Pilar, la imagen de mi amiga escritora, había hecho mutis... y la gitanilla no, a ella no la entreví por ningún lado en los últimos días.

3

Alguien tocaba piano en la planta de arriba. Cuando alquilé la habitación no me había percatado de que en el tercer piso vivía alguien que tenía un piano. La música era lenta, triste, tétrica, como la de una misa de difuntos. Cesó de improviso y escuché una carcajada espeluznante, era la misma risa que le había oído a la gitana. Me persigné, pese a que soy agnóstica. Ella vive en una especie de entrepiso de esta casa. Salí de mi habitación y busqué la escalera que daba al altillo, pero no encontré ni puerta ni escalera alguna. Era una casona muy vieja, pues las buhardillas solo se construían siguiendo los modelos de cabañas europeas, muchas de estas casonas estaban convertidas ahora en consulados. Bajé a la sala, mi cuarto quedaba en el rellano; encontré a la casera en la cocina preparando el café para desayunar. Le pregunté a quemarropa, sin siquiera saludarla, quién vivía en el altillo. Me contestó entre risueña y burlona: las palomas, hay muchos palomares. Pero si acabo de escuchar que alguien toca el piano, la música viene de allá. La mujer –una pequeñoburguesa venida a menos de origen alemán que vive de rentar cuartos, había enviudado y tenía una hija adolescente que mantenía casi escondida de la gente por cierto retraso mental– insistió: palomas, ya le dije, die Taube, palomitas, aunque a veces se paran arriba los gallinazos. Mire –me tomó por un brazo y casi jalándome al balcón de la sala señaló el entrepiso–, había un voladizo de madera de unos tres metros de altura, un par de habitaciones de triplay donde se guardaban los trastos; la mujer lanzó de pronto unas carcajadas estridentes, muy parecidas a las que había escuchado, pues sí, lo que ha oído usted querida, me dijo, es el piano de mi vecino, un viejo loco que se cree músico de verdad. ¿Le gusta cómo toca? Yo detesto esa música melindrosa. ¿Cómo que melindrosa?, pregunté; ella pensó unos segundos y contestó con seriedad que parecía como estar en una playa abandonada cuando el mar se va retirando por la marea baja; ah, quiso decir melancólica, pensé, pero me quedé callada.

–Es ist traurig, ¿ve? Triste, mucho…

Salí de la cocina haciendo solo un gesto de despedida.

No volví a escuchar la música en todo el día, ya que no tuve ganas de hacer otra cosa, sino estar alerta. Esperé en mi habitación a que el piano sonara otra vez, pero ningún vecino con un instrumento tan aparatoso como es el piano vivía al lado. Al lado había una casita que se estaba desplomando, donde solo vivían dos drogos gay, con sus gatos y perros, casita de donde emanaba un olor nauseabundo.

Por la tarde la alemana hacía su siesta junto con su poca agraciada hija. Esta iba siempre vestida como campesina bávara, con el pelo corto rojizo. Al parecer, la chica solo se dedicaba a limpiar las menestras y el arroz, de las piedritas y gorgojos que traía, ya que la matrona compraba a granel en los baratillos menos confiables de la ciudad. Nadie la apartaba de su cometido, era su misión en la vida y un hobby, digamos, para una chica de dieciséis o diecisiete años como ella, sin mayores expectativas.

A esa hora de la siesta cuando no había otros huéspedes en casa, me dediqué a investigar cómo llegar al altillo. Quería verificar si, en efecto, nadie vivía en el desván o si había un piano, con teclas o no. Un piano sin teclas, se me vino a la memoria, el piano de Ada, en realidad el esqueleto de un piano. Cierta vez que fui a visitarla a su casa, cuando éramos escolares, y ella se puso a «tocar» en ese armatoste verdaderamente traurig –como dice mi casera–. De jovencita mi padre también alquiló un piano para que aprendiera a tocar, era la moda, como ahora lo es la guitarra o el cajón; mi maestra, la señorita Amorós, nunca me impresionó con su virtuosismo, lo único que hacía era ordenarme ejercicios para soltar los dedos y ella se dedicaba a beber su cerveza que previamente había tenido la frescura de mandar a comprar a la empleada de casa. Gracias a mi fuerza de voluntad y empeño llegué a sacar algunas piezas clásicas, como «Claro de luna», pequeña serenata musical, uno que otro «Nocturno» de Chopin, aunque siempre me pasaba por alto los ejercicios de velocidad para dos dedos, porque es cierto, mis dedos no corrían. La señorita Amorós me recomendaba que me frotara las manos con tierra seca para volverlos ligeros, pero no servía realmente de nada.

¿Lo había inventado todo entonces? El piano, el fantasma que lo tocaba, incluso la música que creí haber escuchado. La interpretación –nada virtuosa– me hizo recordar un vals de Chopin que yo había llegado a tocar con gran empeño y pasión. Lo que importaba –decía un músico célebre– era darse cuenta de los errores cometidos.

Fui a la cocina a beber un poco de agua, ahí estaba Sonia, la hija de mi casera, limpiando el arroz. Más que sacar las piedrecitas y gorgojos, parecía entretenerse dibujando cuerpos con los granos en la larga mesa de madera. Me detuve en el umbral de la puerta para observarla, ella volteó a mirarme y sonrió con una mueca; esa chica era como un pozo en donde el agua se había secado al nacer.

–¿Qué haces, Sonia?

–Vestiditos, quiero vestiditos para mis muñas…

–Para tus muñecas, dirás…Y con qué piensas vestirlas.

–Ah, qué, ¿cómo dice ute mami mamita?

–Sonia, yo no soy tu mami mamita, ella está durmiendo seguramente.

La chica volvió a su tarea, y con las arvejas y las lentejas «confeccionó» los trajes para sus muñas de arroz. Tenía habilidades, lo noté en ese momento. El resultado no estaba mal, podría incluso ser parte de una muestra de arte povera o algo así; he visto tanta basura que se hace pasar por arte, que con gusto le daría a esta chica un espaldarazo.

Alguien bajaba por la escalera, la madera crujía, Sonia me miró asustada y deshizo todo lo que había compuesto con tanto esmero, pues en el umbral de la pieza, haciéndome a un lado aunque sin violencia, se paró la matrona alemana y la miró con ternura mezclada con aburrimiento y hastío. Les dije adiós a las dos y salí de la cocina hacia mi habitación.

La siesta de la patrona, por lo visto se había prolongado hasta pasadas las cinco de la tarde. A esa hora en mi dormitorio la luz del atardecer era mustia, y la bombilla en el techo tampoco iluminaba como para animarme. Miré los libros que había en mi velador, sin orden ni concierto, la mesita estaba llena de papeles, facturas, recibos de toda clase (lavandería, cafetería, supermercado, etcétera) que podía echar al tacho, pero no sé qué me obligaba a dejarlos reposar la vida perdurable en la estrecha mesita. Entre los libros que más apreciaba había uno de Gastón Bachelard, La poética del espacio, quizá ese libro era el que marcaba mi desidia; una antología de poesía en alemán de Georg Trakl, que intentaba traducir con ayuda de un diccionario. No quería recurrir a la casera, pues cuando cierta vez tuve la iniciativa de preguntarle por el significado de un verso de Trakl, me pareció que me miraba como si viera al diablo en persona.

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ISBN:
9786123051525
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