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¿POR QUÉ ESTE LIBRO?

Dame tiempo es un libro para los niños y adolescentes que debe ser leído también por los padres y educadores y por los responsables del mundo de la política, la empresa y la sociedad.

Sus protagonistas son niños y niñas, familias, relojes, el cariño y el tiempo necesario para demostrarlo. Están escritos con el corazón y la generosidad de muchas personalidades de la vida española: algunos de ellos, escritores con larga trayectoria; otros, reconocidos profesionales de distintos campos; otros, jóvenes que comienzan a caminar. A todos les preocupa la difícil conciliación de la vida personal, familiar y laboral.

Los horarios laborales –es incuestionable– nos separan del contexto europeo y constituyen la gran asignatura pendiente que tiene la sociedad española. En Europa somos una singularidad: desde 1940 no estamos en el huso horario que nos corresponde, el del meridiano de Greenwich; iniciamos nuestras jornadas laborales en horas similares a las de los demás europeos y las finalizamos dos o tres horas más tarde; dedicamos al almuerzo dos o tres horas, cuando en los demás países le dedican entre 45 y 60 minutos; nuestro prime time televisivo termina pasada la medianoche, en el resto de Europa finaliza entre las 22,30 h y las 23 h; somos los que menos dormimos, y ello afecta a la productividad, la conciliación y la salud.

La sociedad hoy es sensible a la necesidad de un cambio profundo en los horarios. Empezamos a dar valor al tiempo, que a todos nos iguala. Diariamente, todos disponemos de 86.400 segundos. La conciliación de la vida personal, familiar y laboral, la corresponsabilidad, la igualdad, la productividad y nuestra felicidad dependen de cómo los empleemos.

Además, somos conscientes de que una distribución más racional del tiempo es exigencia educativa. Los niños tienen derecho a convivir con su familia; el tiempo que pasan con ella es la base de su equilibrio vital, de sus hábitos y de su aprendizaje; todo lo demás –actividades extraescolares, cuidadores...– apenas cumple una labor de aparcamiento. Con esta certeza, la sociedad entera exige ya que el trabajo sea compatible con la convivencia familiar.

El objetivo de este libro es, precisamente, subrayar esta exigencia. Agradecemos profundamente a Javier Urra, Carmen de Alvear, el padre Ángel, Daniel Arasa, Alberto Arroyo de Oñate, David Betoret y Sara Catalá, Ángel Durández, María Ángeles Fernández, Federico Fernández de Buján, Elsa González, Elsa Tadea, Sara González Veiga, Antonio Hernández, Nieves Herrero, Federico Mayor Zaragoza, Enrique Montiel, Pedro Núñez Morgades, Sagrario Pinto, Irene Pomar, Jorge Pozo Soriano, Manuel Francisco Reina, Pedro Ruiz, Pilar Tabares, Pastora Vega y las niñas Ángeles Bazán y Verónica Marcos que hayan querido embarcarse con nosotros en esta importante y trascendente aventura.


IGNACIO BUQUERAS Y BACH,

CARMEN GUAITA

PRÓLOGO

LOS NIÑOS Y EL TIEMPO

JAVIER URRA

Académico de Número de la

Academia de Psicología de España,

primer Defensor del Menor


Si hay algo que avanza y no vuelve atrás es el tiempo. Y, sin embargo, pocos conceptos tan inaprensibles, tan relativos.

Publicaba recientemente en la editorial Morata un libro que une tiempo y espacio, y que lleva por título Nostalgia del más allá.

Déjenme cuchichear con ustedes desde la imaginación unas palabras sobre ese niño que todos llevamos con nosotros y que vive de manera intemporal un presente continuo. El concepto de tiempo es abstracto. Antes de los dos años, la percepción temporal del niño es puramente fisiológica. De tres a cuatro años empieza a clasificar la sucesión de acontecimientos. Es a los cinco o seis años cuando distingue el antes del después o el mañana del ayer. Y en la edad clave de los siete años es cuando podemos hacerle entender que será la próxima semana cuando visitemos al abuelo.

Ya de adultos sabemos que una conferencia de una hora que empieza tediosa es agotadora, y es que no pasa el tiempo. Sin embargo, cuando estamos a gusto, el tiempo fluye de manera vertiginosa.

Nos cuesta pasar los días, las semanas, los años y, sin embargo, al mirar atrás es fácil decir: «Parece que fue ayer», o «la vida ciertamente es muy corta».

Y qué decir de la espera, por ejemplo, de la noche de Reyes, aquella en que el segundero lo marcan los latidos del corazón.

Es bonito ceñirse a emitir un mensaje de un minuto, exige ser selectivo. Y ya anticipamos las denominadas últimas horas de nuestra vida.

El tiempo: por una décima de segundo se gana o se pierde una medalla de oro. El tiempo cronológico, el emocional, el climático, el estacional. Todos sabemos que no es lo mismo un minuto dentro del WC que con necesidad fuera del mismo.

Miren el tiempo y los niños; quizá sea el tiempo y la existencia, porque no me negarán que con los años volvemos a ser cada vez más niños: fíjense en cómo terminó pintando Picasso, o percátense de lo que un anciano estima esencial: el contacto, la palabra cálida, una tierna sonrisa, el juego.

Sí, es verdad que los niños poco anticipan, que generalmente no hacen uso de la memoria, repito, viven el aquí y el ahora. Por eso, cuando un niño es llamado y dice: «Ahora voy», y tarda, y tarda, no está engañando.

Tiempo ha que, el día de la primera comunión, el padrino o el abuelo, alguien muy significativo, regalaba al niño que celebraba tan solemne y religioso acto un reloj.

El reloj que tantas veces se mira a lo largo de una existencia y que sirve como ejemplo a los psicólogos jurídicos para demostrar que los testimonios, que la atención, en muchas ocasiones, falla. No mire usted el reloj, no mire usted el reloj y dígase: ¿tiene números romanos o rayas? En el mejor de los casos, dudará.

El ser humano es muy de convenciones y se abraza al primero que tiene al lado cuando dan las campanadas de un nuevo año, y celebra o se disgusta cuando cumple otro año.

El tiempo y los niños. A veces los padres no quisieran que pasase el tiempo para que sus hijos siempre fueran unos bebés, para poder cuidarlos, pero el proceso no es así, y a veces, mirando la edad de nuestros hijos, empezamos a constatar que somos mayores, bastante más mayores de lo que generalmente estimamos.

Hay quien querría volver a tener dieciocho años, los hay que están muy a gusto en la fase que la vida les ha permitido vivir.

Estas palabras no son de psicología evolutiva, son palabras sin tiempo, sí, atemporales. Una ensoñación, como cuando uno sueña estar despierto y, al despertar, aprecia que está soñando.

Y, cuando decimos el niño y el tiempo, hemos de plantear cuándo y dónde se ha nacido. Cuál es la esperanza de vida en ese lugar. Si hay algo consustancial a los niños es su imaginación, su capacidad para desplazarse en tiempo y en espacio.

Por contra, vivir en sociedad exige limitar nuestras conductas y amoldarnos también en los horarios. Los niños precisan constancia, la limitación, la hora del baño, la de sueño. Y hete aquí que España se caracteriza por un desajuste horario grave. Nos acostamos muy tarde, dormimos poco.

Mi admirado y querido Ignacio Buqueras y Bach lleva tiempo luchando por la racionalización de los horarios; no se puede ser más Quijote en este país. Pues lucha contra los hábitos mal adquiridos.

Recuerdo mirar con detenimiento el reloj de arena. Ahora me llama la atención la austeridad del reloj de sol.

A mí, personalmente, me gusta llevar siempre un buen reloj, y, sin embargo, no son pocas las personas que, cuando inician sus vacaciones, se desprenden de ese instrumento horario.

El tictac parsimonioso, previsible, es lo opuesto a la ansiedad del niño. El tictac de un reloj por la noche puede adormecerte o desvelarte.

Y, cuando se tiene mucho sueño y se prevé que en breve suene el despertador, ¡qué sensación de impotencia!, y aun de desamparo.

El tiempo, qué gran tema. La espera, de un autobús, de un ser querido. La espera en una consulta médica, de una sentencia judicial.

Cadena perpetua o un tiempo que no avanza mientras el cuerpo envejece.

Hay quien quiere que lleguen rápido los viernes, las Navidades, las vacaciones estivales, y se le va la vida.

Si hay alguien que sabe emplear el tiempo, vivir el tiempo, son los niños, y, sin embargo, muchos adultos se confunden y creen que pierden el tiempo.

Lo triste, lo realmente triste, es matar el tiempo. Permítale al niño que va con usted un guiño, un jugar con el tiempo.

TIEMPO DE VIVIR.
UNA REFLEXIÓN PARA LOS PADRES DE LOS LECTORES DE ESTOS CUENTOS

CARMEN GUAITA


Mi padre me enseñó solamente dos cosas:

a escuchar a los demás y a medir el tiempo.

MARÍA ZAMBRANO


Hola mamá, hola papá, ¿cómo estáis?

A simple vista se adivina que muy implicados en vuestros roles de padres jóvenes y trabajadores. Tal vez convivís en pareja, como tantos; tal vez, como tantos, estáis solos. El caso es que vais a velocidad supersónica durante el día entero y hay mañanas, al llegar al trabajo, en que no sabéis si habéis desayunado una tostada o un par de calcetines.

Sacar adelante la tarea profesional y a los hijos sustenta una paradoja que descorazona un poco: cuando ajustamos las prioridades a ese orden exacto –profesión y familia–, nos encontramos con frecuencia a punto de estallar, agobiados, estresados, insomnes, culpables de casi todo y muertos de agotamiento. Pero cuando el orden se invierte –hijos y trabajo–, podemos sentir los mismos síntomas de desequilibrio. ¿Por qué sucede esto?

Crear una familia supone un compromiso de vida, tal vez el más importante; del trabajo dependen buena parte de la realización personal y, desde luego, el sustento. Si estos dos ámbitos se situaran en los platillos de una balanza, nosotros actuaríamos de peso hacia uno u otro, pero siempre como yo, una persona plena que no se puede desdoblar, de ahí la dificultad. El fiel de esa balanza es el tiempo. Él tiene la clave, así que nos conviene reflexionar sobre su significado y, desde luego, aprender de quienes mejor lo entienden, que son los niños.


Las tres dimensiones del tiempo


Todos sabemos que el tiempo es mucho más que el paso de las horas; sin embargo, precisamente porque vivimos en él, disueltos como la sal en el agua del mar, no nos resulta fácil entenderlo. La verdadera comprensión del tiempo sigue siendo patrimonio de los sabios. No de los intelectuales, ojo; quiero decir de los abuelos que cuentan historias, de quienes modelan el barro, componen sinfonías, escriben poemas, meditan al modo místico o esperan los resultados de experimentos científicos. Y, por supuesto, de los niños.

Habitualmente, vivimos atrapados por el tiempo que se puede contar y medir, marcado por el movimiento de los astros. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos organizado nuestros días con la arena de la clepsidra, las campanadas del carillón o la alarma del smartphone. El tiempo cronológico es la sustancia inasible que se malgasta en un atasco de tráfico; el déspota que marca nuestros horarios de trabajo; el alimento ajeno que devora con glotonería un jefe pesado. Esta variedad del tiempo pasa y no vuelve, se mide y se pierde. Hace crecer a nuestros hijos cuando no estamos delante y saca a la luz defectos de nuestro cuerpo que no habíamos visto antes. Luis de Góngora lo describe de esta manera en un soneto que se titula «De la brevedad engañosa de la vida»:


Mal te perdonarán a ti las horas.

Las horas que limando están los días,

los días que royendo están los años.


En la mitología griega, Cronos, el dios del tiempo, devoraba a sus hijos. Mucho me temo que hoy lo sigue haciendo. A qué negarlo, los horarios mandan. La mayoría de nuestras dificultades está relacionada con el tiempo que podemos dedicar a las cosas y al orden de prioridades en que las hemos situado. Una vez escuché a Ferran Adrià exponer la receta de la creatividad: «Pasión por lo que se hace, riesgo, afán por compartir, tiempo y libertad». Aunque estemos dispuestos a poner en juego la pasión, las ganas de compartir y el riesgo, nadie duda de que, para ser plenamente creativos –es decir, capaces de encontrar soluciones nuevas a los problemas viejos–, necesitaríamos un poco más de tiempo y libertad.

Pero hay otras dos dimensiones del tiempo, simultáneas, que pasan inadvertidas ante la fuerza de los cronómetros y, sin embargo, son esenciales. Una de ellas es la duración completa de nuestra vida: una incógnita que acaricia los bordes del misterio. Conviene pensar de vez en cuando en ella para agradecer el inmenso regalo que es un amanecer de lunes, con sus prisas y sus nervios. Si comprendiésemos que «cada segundo es un instante más y un instante menos», como suele decir Federico Mayor Zaragoza, tal vez nos tomaríamos con menos drama algunos problemas, ordenaríamos de otra forma la escala de valores y tendríamos más cosas en cuenta.

Existe además otra dimensión del tiempo, tal vez la más próxima a su esencia. En la Grecia clásica se denominaba kairós –que significa «la oportunidad»– y nos habla del momento presente.

Si fuésemos capaces de observar al microscopio nuestra propia historia, veríamos una cadena de instantes que interactúan entre sí y en relación con los demás. Esta sucesión de emociones, sentimientos, proyectos, sueños, alegrías, tristezas, actos, palabras y silencios convierte a cada uno de nosotros en persona única, distinta a quienes hayan existido y existirán, siempre la misma en el fondo pero nunca igual.

Esas tres dimensiones temporales –el reloj, la duración de la vida y el presente– constituyen nuestro marco de referencia. Y es que el tiempo está personalizado. Si lo observamos bien, comienza con nuestro nacimiento y llega a su final en nuestro último día. El tiempo somos cada uno de nosotros, por eso nadie puede escribir un libro sobre él, pero, a la vez, sobre él –literalmente mientras dura– relatamos nuestra historia.

La prisa del hoy, la memoria del ayer y las expectativas para el futuro están relacionadas con ese don que nos ha sido otorgado para vivir. Esa paradoja de la que hablábamos al principio proviene de haber olvidado que el tiempo es una categoría vital y de haber otorgado todo el poder a una sola de sus dimensiones. Porque, debemos reconocerlo, los minuteros mandan mucho y hoy es la alarma del smartphone la que rige las decisiones de nuestra vida.


El reloj, príncipe de nuestro tiempo


Todos aquellos que en 2001 tuvieran más de ocho años recuerdan con seguridad qué estaban haciendo el 11 de septiembre de aquel año, cuando cayeron las Torres Gemelas del World Trade Center. A miles de kilómetros de distancia, con varios husos horarios de diferencia, dondequiera que estuviésemos, aquel suceso nos conmocionó tanto como a los neoyorkinos, y lo hizo en el mismo instante. Aquella mañana, tarde o noche del mundo se abolieron las dos referencias básicas para el ser humano: el espacio y el tiempo. La ubicación física, aquí, y la ubicación psíquica, ahora, dejaron de ser intuiciones para sumarse a un magma común que comenzaba a denominarse «globalización». Desde entonces hasta hoy hemos profundizado en ese proceso y ya aquí es todo el universo –incluso lo llevamos en la mano– y ahora es siempre.

Ninguna época de la historia ha acumulado mayores conocimientos ni los ha convertido en algo tan fácilmente accesible. A cambio, seguimos comportándonos como si las instrucciones de la vida fuesen completamente desconocidas. Por ejemplo, promovemos –o aceptamos sin rechistar– el sacrificio del bienestar personal ante la fuerza de lo económico, de tal manera que hoy más que nunca el tiempo es dinero, y en ocasiones ni siquiera mucho. De ahí a las jornadas laborales interminables o la invasión de la esfera privada por el trabajo no hay más que un paso, y ya lo hemos dado.

Como sistema de valores, nuestra sociedad contiene demasiada indiferencia, demasiada inmediatez. No pensamos en consecuencias a largo plazo, en lo que estamos haciendo con la Tierra y con la infancia. Nuestra vida no parece una historia singular, sino un carpe diem mal interpretado. En vez de entenderlo como «conviértete en el dueño de tu día», se nos dice que debemos vivir como si cada día fuera el último, es decir, en la agonía. Las preguntas clásicas –¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?– se convierten en absurdas para quien puede saberlo todo, hacerlo todo, esperarlo todo. Y, en cuanto a la pregunta clave –qué es el ser humano–, la respuesta contemporánea es: un adolescente eterno.

Si el espacio deja de ser un límite y ya no percibimos el tiempo como un proceso, no hay sitio para las virtudes. Aunque la palabra suene antigua, sigue significando «comportamiento valioso que conduce a una vida buena y feliz», como la definió Aristóteles. La ética es el resultado de una toma de decisiones y, por tanto, precisa de tiempo por delante: hacer una promesa y cumplirla, por ejemplo. La crisis moral que todos percibimos proviene de nuestra obediencia a lo inmediato y, en consecuencia, al olvido de lo que es o no es bueno, un «músculo» que percibe las consecuencias de los actos.

Sin embargo, aunque tal vez no pensemos en ello, seguimos necesitando mirar lo que nos rodea, pensar en lo que nos sucede, preguntarnos quiénes somos. Todos intuimos que el vértigo de la actualidad no es la plenitud y que necesitamos una dimensión interior. Intuimos, por ejemplo, que desempeñar bien la tarea de la paternidad obliga a realizar un viaje hacia el corazón con decisión personal y consciencia.

Y, si saboreamos estas palabras –viaje, consciente, ser–, nos daremos cuenta de que estamos hablando de la dimensión psíquica del hombre: el tiempo. De nuevo lo tenemos aquí. Aun hoy, bajo la tiranía del reloj, el tiempo permanece como categoría esencial de la existencia humana, y continúa asociado de manera indisoluble a la educación de los hijos.

Todo tiempo es tiempo de vivir.


Tiempo y oportunidad


El secreto para entender el tiempo es profundizar en su dimensión de oportunidad. Así es como lo toma la infancia. Los niños se desenvuelven en un presente absoluto –solo aquí y ahora puedo afirmar que estoy vivo–, por eso nunca se compadecen de sí mismos ni se agobian con las incógnitas del mañana. Juegan un partidillo de fútbol y lanzan el balón con la intensidad de una final de campeonato; dibujan un árbol –un león, un dinosaurio, una mariposa– pleno de mil detalles que han observado; los niños más golpeados por la adversidad son capaces de aprender cosas nuevas cada día, como saben bien quienes los acompañan en hospitales o casas de acogida. La infancia, con su curiosidad insaciable, nos dice que hay una manera más consciente de vivir. Nos hace saber que es posible comprender mejor el privilegio de la existencia, disfrutarlo con la mente más abierta, controlar mejor el tiempo y sus tiempos. Más allá del reloj existe una dimensión que espera nuestra capacidad de estima.


¿Somos aquello en lo que trabajamos?


Esta reflexión comenzaba aludiendo a los platillos de una balanza: trabajo y familia. Puede ser importante reconocer y expresar nuestras certezas sobre ellos. Por ejemplo, nuestra relación con el trabajo.

La vida profesional es importantísima por la cantidad de horas que le dedicamos y la calidad del espacio –prioritario– que ocupa en nuestra vida, así que merece la pena preguntarnos qué nos aporta.

Puede deslumbrarnos la certeza de ejercer una profesión llena de sentido que por sí misma produce felicidad aun a costa de enorme exigencia. Esto sucede si se pueden poner en juego todas las cualidades personales. Cuando hablamos de vocación, nos referimos a ese punto en el cual lo que uno hace se conjuga bien con lo que desea y piensa, y con aquello para lo que vale. Dichosos quienes tienen la fortuna de realizarse profesionalmente de esa forma.

Por otra parte, podemos reconocer que no desempeñamos una tarea épicamente satisfactoria, pero la cumplimos sin mayor problema. Seguramente esto sucede porque encontramos cada día al menos un aliciente: un servicio prestado, un problema que pudimos solucionar. Entonces el tiempo dedicado al trabajo también nos ofrece oportunidades. No nos maltrata.

Pero puede surgir, por el contrario, la certeza de que vivimos para trabajar en algo que no tiene sentido. Entonces somos infelices. No encontramos el «para qué» de nuestro esfuerzo o es exclusivamente el dinero. La vida laboral puede ser entonces una fuente de frustración e incluso de amargura. Quien llegue a esta certeza tiene profundas preguntas que responder y serias decisiones que plantearse.

Pero, además, mamá y papá tienen hijos. Por tanto, se hallan también ante otra dimensión, la familiar, que es aún más esencial y duradera.

La memoria puede recorrer de nuevo el camino de aquellos jóvenes que entraron en la vida profesional y luego tomaron la decisión de crear una familia. Seguramente, de aquel período intenso solo podrán evocar fragmentos sueltos, como si la memoria no deseara revelar sus secretos. Sin embargo, desde un lugar más profundo les llega la seguridad de que ese hijo modificó su escala de valores. Hubo un momento sin fecha en que el miedo a lo desconocido se convirtió en valentía; otro en que renunciaron a lograr todos los propósitos de su adolescencia; otro en que la mirada del hijo sobrepasó los estándares anteriores de la felicidad; un momento en que terminó eso de dormir a pierna suelta; en que comenzaron a mostrar el mundo a un pequeñuelo y compartieron su asombro. En esos instantes, su hija o su hijo les abrió su corazón, los convirtió –de alguna manera– en omnipotentes, los amó profundamente. Casi siempre pensamos en cuánto queremos a los hijos y en los sacrificios que les ofrecemos; muy pocas veces somos conscientes de lo mucho que nos quieren y nos necesitan ellos, de todo lo que nos perdonan, de cuántas oportunidades nos ofrecen. Por eso es importantísimo comprender que cada segundo de convivencia familiar es una oportunidad real de felicidad.

Así que, ¿somos aquello en lo que trabajamos? Somos lo que somos, y eso incluye el trabajo, por supuesto, pero, sobre todo, la vida privada, que es nuestra faceta interior.


El decálogo de los niños


Para comprender mejor lo que significa el tiempo en la vida de familia conviene distinguir lo superfluo de lo importante; o al menos lo importante de lo esencial.

A veces planificamos el horario de los hijos hasta el último detalle: de nueve a cuatro, al colegio, y después deportes, idiomas o clases particulares, deberes, baño, cena, pantalla y a la cama. Es una apretada agenda, a veces condicionada por el propio horario laboral, que lleva a algunos padres a desear que el niño aprenda a leer a los cinco años, domine el inglés antes de terminar Primaria, el mandarín en Secundaria, y a la vez destaque en algún deporte o actividad artística. Estas competencias no son banales, de acuerdo, pero ¿y lo esencial? Nuestros hijos nos lo señalan. Si escribieran para nosotros un decálogo, sería parecido a este:

1) Edúcame bien, con sentido común, teniendo en cuenta lo que quieres para mí, aunque en ocasiones coincidan tu cansancio y mi rabieta.

2) Piensa en mí de mayor. ¿Te gustará que sea una persona fuerte? ¿Que sea independiente y autónoma? Pues no me sobreprotejas, no me concedas todos los caprichos para regañarme después por ser caprichoso.

3) Mírame más. El juego de nuestras miradas es muy importante para mí. Yo te estoy mirando constantemente, me das ejemplo incluso cuando no te das cuenta. Y, a la vez, necesito saber lo que piensas de mí: si me quieres, si estás orgullosa. La respuesta la encuentro en cómo me miras, no en lo que me dices.

4) Pasea conmigo despacio, sin tu móvil en la otra mano. No te imaginas lo importante que es para mí ese ratito que me dedicas en exclusiva.

5) No me llenes todos los momentos «vacíos» con actividades planificadas, sé más flexible y libérame del estrés. Yo no puedo seguir tu ritmo adulto. ¡Si ni siquiera puedes seguirlo tú!

6) Escúchame, pregúntame por mis sentimientos y no solo por mis deseos y actividades. ¿Conoces mis «biorritmos»? ¿Estoy más tranquilo y comunicativo por las mañanas? ¿Por las noches? Si en esos momentos me dedicas un rato, obtendrás lo mejor de mí: mis confidencias y secretos. Me abrazarás en horas diversas y no solo en la mañana del domingo. Cuando yo sea adolescente, agradecerás estos momentos.

7) Vive con un ritmo más lento cuando estés conmigo, no te levantes a atender el móvil a la hora de comer, no me demuestres que todo lo que entra por tus redes sociales –un mensaje cualquiera de un desconocido– es más importante que mi presencia.

8) Convivamos. Cuéntame cosas de ti. Tal vez debas callar tus grandes problemas para no sobrecargarme con las dificultades de un adulto, pero a mí me gustaría saber cómo es ese trabajo que nos separa tantas horas, qué haces en él, por qué te compensa llevarlo a cabo. Puede ser útil para mí saber cómo te trataban tus compañeros de colegio, conocer historias de tu infancia... La confianza mutua es buena, vamos a practicarla.

9) Desintoxiquémonos juntos de los móviles y otras pantallas. Jugar e inventar actividades con un simple cartón, buscar bichos o dibujar es más beneficioso para mi desarrollo cerebral que una tableta. No me satures

con tecnología a cambio de un rato de silencio. Soy niño, debo moverme, preguntar mil veces, explicarme el mundo, hacer travesuras, cantar a pleno pulmón, tener infancia.

10) Ordena tu escala de valores para que descubras qué es para ti lo más importante de mi educación. ¿Qué has situado en el número uno? ¿Que sea una estrella del fútbol? ¿Los idiomas? ¿Mi equilibrio y mi personalidad?

Si ellos pudieran expresar estas demandas con palabras –y no solo con sus actitudes, aunque son tan expresivas–, los comprenderíamos mejor. Es hora de decir sin tapujos que muchos problemas infantiles –incluso algunos que terminan en tratamientos médicos– son llamadas de auxilio ante la soledad y la falta de atención. Con frecuencia, los niños están sobreprotegidos en lo superfluo y abandonados en lo esencial: no pueden jugar en el parque, pero navegan por las redes sin filtros de ninguna clase. La familia es la unidad básica del cariño y no padece una crisis, aunque pueda estar en transformación, pero su componente afectivo no diluye su función educadora. Y la educación, dice Victoria Camps, necesita solo dos ingredientes básicos: tiempo y ejemplo.


La profesión de padre y madre


Una profesión es una actividad que se profesa, es decir, de la que se puede hablar. Y, desde luego, ser madre o ser padre tiene un componente grande de profesión, es decir, de preparación y reflexión. ¿Pagada? Bueno, no habría dinero suficiente para remunerarla y a la vez cuenta con el mayor salario emocional. Se mueve en los terrenos del amor, que no son ninguna tontería.

Ser padre o madre viene a parecerse a ser a la vez mentor, psicólogo, educador, autoridad, gobernante, orientador y consejero. A tiempo completo cada vez que los hijos estén presentes; en las noches de insomnio, también.

Somos buenos mentores si:

•observamos nuestras propias cualidades y las de nuestros hijos;

•tenemos presente que estamos aquí para educarlos, es decir, darles herramientas capaces de superar los problemas que la vida les traiga;

•procuramos que ellos mismos sepan distinguir si una conducta les hace daño o les sienta bien;

•procuramos desarrollar al máximo las capacidades innatas de nuestros hijos. Por cierto, ¿las conocemos? Antes de seguir leyendo piensa en cinco cualidades de tu hija o de tu hijo;

•guiamos a nuestros hijos para que actúen siempre con lo mejor de su persona. No hay nada que hablar sobre esto. Lo transmite nuestro ejemplo. Si nosotros lo hacemos así, ellos lo harán.

A pesar de todo, no debemos:

•ser perfeccionistas;

•mimar o proteger en exceso;

•limitarnos a cuidarles;

•verlos como una tabla rasa o como un alter ego nuestro;

•impedir que descubran las consecuencias de sus actos y sus decisiones;

•compararlos constantemente con otras personas.

Somos buenos psicólogos si:

•distinguimos lo que nuestros hijos necesitan de verdad;

•valoramos las decisiones que nos permiten conocerlos mejor;

•sabemos perdonar un mal día;

•les dejamos disponer de su propio tiempo libre.

Pero no debemos:

•cargar con toda la responsabilidad de sus actos y elecciones;

•caer en la trampa de mostrarnos incoherentes, premiando y castigando sin criterio;

•mentirles;

•imponer nuestro estilo de vida como el único valor.

Somos buenos educadores cuando:

•vemos las dificultades de la vida como una oportunidad para aprender;

•entendemos los errores y castigos como una oportunidad para mejorar;

•sabemos distinguir entre las cualidades reales de nuestros hijos y las etiquetas que les ponemos;

•les mostramos con el ejemplo cuáles son las conductas necesarias en cada caso;

•disfrutamos de su progreso.

Pero no cuando:

•desaprovechamos las situaciones aleccionadoras;

•eludimos los envites de la vida;

•les avergonzamos en lugar de corregirles;

•hacemos por ellos lo que pueden hacer solos;

•les etiquetamos.

Tenemos autoridad cuando:

•establecemos los límites claramente;

•distinguimos entre lo negociable y lo no negociable y sabemos mantenernos firmes;

•somos líderes cuando hace falta y sabemos ser también compañeros que aprenden cosas de los hijos.

940,39 ₽
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192 стр. 54 иллюстрации
ISBN:
9788428835176
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
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