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Los que vuelan

Copyright © 2021 Carlos Bonilla

Ninguna parte de este libro se puede reproducir parcial o total, o compartir en cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o de otro modo, sin el permiso expreso por escrito del editor.

Diseño de portada por Carlos Bonilla

Corrección Texto, Jonathan Laguan

Prefacio, Catherine Stuyt

Corrección Prefacio, William Ortíz

Impressum

Los que vuelan

Stand Julio 2021

Carlos Bonilla

Publicado por Carlos Bonilla, Deumentenstr. 20, 90489, Nuremberg

Primera edición

Rosa y Gloria

Este libro va dedicado a mis dos abuelas: la Rosa y la Gloria, mujeres que también vivieron sus propias aventuras y que siempre estarán en la memoria de su familia. Como muy bien Lo dijo una de Ellas: “las mejores historias son las nuestras”.

Prefacio

Así como un Pegaso

Conocí a Carlos en “Area„ (Espacio de danza y creación en Barcelona). Esta escuela ha sido como nuestra casa de encuentro, de ensayos y de danza compartida. En aquel entonces, él recién llegaba a estudiar el tercer año de formación debido a una beca. Yo era la profesora de ballet de ese grupo y recuerdo el día que le conocí y lo recibí por primera vez en clase. Su presencia, mirada, nivel de concentración y entrega destacaban dentro del conjunto de estudiantes de ese año. Su recorrido por el curso fue ejemplar, trabajador excepcional y entusiasta. Siempre se mostró receptivo y abierto. En uno de los reportes que hice, escribí que iluminaba la clase con su energía, y así era y sigue siendo. Verlo en clase, es una afirmación preciosa de la pasión que acompaña al esfuerzo en la danza. En ese año (2011) se hacían evaluaciones para los alumnos de formación con notas (Una nota técnica y otra de actitud). Yo lo evalué con un 8.5 en técnica y un 10 en actitud. Su dedicación me llevaba a recordar mis años de estudiante en Venezuela y reconectar con ese respeto y mística de la danza con la que crecí. Él trajo eso consigo a Barcelona desde El Salvador.

Un tiempo después, de acabar su año de beca, me invitó a bailar con él en una de sus obras, sustituyendo a una de las bailarinas del reparto original. Mi experiencia en danza contemporánea era muy escasa, sin embargo su paciencia, libertad, fuerza creativa y talento como partener y bailarín hicieron más fácil el trabajo. Así bailamos por primera vez juntos en “ONE” su primera creación en Barcelona, tras ella compartimos en “PLAY”, “OVNI” y “ EL ENCUENTRO”. Bailar a su lado no solo significó aprendizaje y disfrute, sino también la preciosa oportunidad de conocer y compartir con bailarines y personas maravillosas. Artistas hermosos que Carlos reunió con su ojo sabio y su sensibilidad.

Como creador le admiro mucho. Siempre auténtico, interesante, explorador, aventurero y libre. Sus obras hablan desde la fisicalidad, pero también desde la poesía. Carlos crea mundos inesperados en sus piezas, composiciones que a través de sus formas y su propio lenguaje transportan a paisajes tan diversos como humanos.

Sus trabajos coreográficos no muestran temor a salirse de lo convencional, ni a mezclar estilos, sus obras se mueven como él, sin miedo, sin límites. Se propuso crear un festival de danza en su país y así lo hizo. El Festival Internacional “+DANZA EL SALVADOR”, con el objetivo de crear puentes entre la danza de El Salvador y Centro América con la danza en Europa. El festival ya cuenta con 6 ediciones en donde han participado excelentes y destacados maestros y artistas de diferentes disciplinas. Son muchos los profesionales que, como yo, hemos tenido la suerte de ser invitados al festival y hemos tenido la dicha de compartir al amor por la danza que nos une. En tres ocasiones he visitado su país y además de la enriquecedora experiencia como docente y artista que he tenido en cada festival, me quedo con la calidad humana de la gente del Salvador, la entrega y pasión de sus bailarines y las bellezas naturales de ese hermoso país. Carlos me ha mostrado su tierra, su familia, su gente, su playa, su campo, regalos de la vida que siempre le agradeceré.

Si Carlos fuese un animal pienso que sería alguno alado. Algo así como un Pegaso, con alas fuertes y robustas, como con las que los griegos representaban el amor y la victoria. Su mirada al futuro, sus ánimos de experimentar y su energía vital son inspiración para muchos de los que hemos tenido la suerte de tenerle cerca. No me sorprendió mucho cuando un día estando en casa de su familia en El Salvador, Doña Gloria, su madre, lo llamó por el sobrenombre que le tiene desde niño: ¡PÁJARO!

Barcelona, 24 de junio 2021

Catherine Stuyt

Siempre me he sentido fascinado por esos momentos en que nos sentamos y hacemos un círculo para platicar, cuando no hay más sonidos que nuestras propias voces y contamos cuentos, anécdotas, leyendas o escuchamos a alguien tocar la guitarra. Son esos momentos los que llevan nuestra mente a otros lugares, todo gracias a esas historias, a veces experiencias personales, que te hacen recordar y te aceleran el corazón. Esta es la historia de alguien que, como muchos otros, decidió salir a explorar parte de este mundo siguiendo sus sueños. Comenzamos...

¿Cuál es mi lugar?

Desde muy pequeño sentí que no encajaba en el lugar en que estaba. Me sentía diferente y, en ocasiones, no entendía el mundo en el que vivía. Me hacía mil preguntas de porqué esto y no lo otro. Sin embargo, esa no era una razón para sentirme triste, sino todo lo contrario: me hacía preguntarme cuál es mi lugar y, a lo mejor, comenzar la aventura de la búsqueda de ese lugar que existe en mis pensamientos más profundos. Creo que esa imaginación es lo que siempre impulsó mi curiosidad. No sé si considerarme un soñador o un explorador, pero lo que sí me considero es un afortunado.

Quizás fueron las circunstancias que viví en mi círculo familiar o quizás los dibujos animados de mi época con finales felices, pero crecí en una burbuja que me separó de historias tristes. Fui bastante ingenuo o, quizás, no vivía con personas de pensamiento pesimista, de las que te dicen: “¡Tú no puedes cumplir tus sueños!”. Creo que esa fue la razón que me hizo sentir diferente a los demás. Creía que todo era posible porque donde yo nací no nos enseñan a volar.

A mis primeros recuerdos les llamo “La educación militar”. Quizás se escuche un poco exagerado ese término, pero mis padres querían que sus hijos fueran perfectos, lo mejor, los que tienen una buena vida y, claro, no los puedo culpar. Veníamos de un conflicto armado que no viví y ellos sí. Conocieron una guerra que cobró muchas vidas, donde la gente desaparecía para nunca más volver o pasaban sus días esperando que las bombas estallasen lejos de casa.

Sin embargo, en mi niñez, en el país apenas comenzaba algo parecido a “La Paz” o, más bien, un poco de tranquilidad. No se escuchaban disparos por las calles y, en lugar de ello, escuchabas a la señora que vende el pan fresco y caliente decir: “¡El pan!”, tan fuerte que la podías oír a muchas calles de distancia. Muchas cosas que viví en ese entonces, por supuesto, no las entendía. Como niño, no tenía idea de a qué le temían mis padres porque no conocí esa guerra, tampoco sus historias. Solo sé que, con mucho esfuerzo, lograron emigrar a la capital buscando un provenir mejor para ellos y sus futuros hijos. Por todo eso eran muy estrictos en casa y la regla era: “Si haces todo bien y eres un buen ciudadano, hay muchas posibilidades de salir adelante”. La educación era importante. Sin embargo, para la clase social baja no es garantía del cien por ciento de éxito. Durante su vida conocieron a varias personas que también se quedaron en el camino. Muchos estudiaron y no consiguieron el trabajo que soñaron. Otros decidieron trabajar desde muy jóvenes porque pensaron que eso les daría una mejor vida, pero nunca lograron comprar su casa y otros decidieron emigrar a Estados Unidos, pero no lograron cruzar la frontera. En fin, ellos conocían muchas historias sin final feliz, pero yo no.

Empecé a crecer y, por tanto, a ser más consciente de lo que veía en casa. Yo era un niño normal, de piel morena, ojos negros, delgado, ojos chinos y con el cabello indomable. Es decir: producto cien por ciento local. Uno de mis recuerdos más extraños es cuando llegaba la Navidad y ver la cama con muchos regalos de diferentes tamaños, envueltos con papeles de muchos colores y que no eran para ninguno de mis hermanos o para mí. Por cierto, somos tres hermanos. Volviendo a la historia… vi a mis padres envolver regalos y, en ocasiones, yo también los envolvía. Seguramente tenía entre 7 u 8 años en ese momento y esperaba muchas cosas para mí. Estaba seguro que vendría algo grande, al fin y al cabo, como digo en broma hoy en día: “Yo los hice papás”. Recuerdo que ese año me llegó una trompeta de plástico color azul. No recuerdo si me gusto o no. Mis hermanos creo que también recibieron algo parecido. Si no me equivoco fueron una guitarra y un tambor. Pero, lo importante para mí era recibir algo, al fin y al cabo, es lo que hacemos para Navidad: “recibir regalos” y más cuando eres niño.

Hasta ese momento yo era feliz porque tenía mi regalo. Sin embargo, venía el momento de entregar los regalos para Navidad. Sabía lo que algunos regalos eran porque yo los había envuelto. Esos eran regalos que se entregaban a los demás miembros de la familia: a la abuela, a los primos, a las tías (mis tíos no los recuerdo en la lista de regalos, creo que mi familia principalmente era un matriarcado porque muchos de los maridos se habían ido con alguien más y ellas habían decidido continuar con su vida y sacar a su familia adelante sin buscar a otro hombre). También había regalos para sus ahijados, que eran muchos. Todavía recuerdo haber estados en muchos bautizos aburridos (no es justo que nos hagan pasar por esas experiencias a los niños ¡Ja ja ja!). Ciertamente eran muchos ahijados. Seguramente vieron en mis padres buenos padrinos, además de ser un referente de lo que se considera buenas personas en nuestra sociedad. Ellos siempre han sido muy queridos por todos. Además, también daban regalos a personas que yo no conocía, algunos ya de edad avanzada o en lugares bastante pobres donde sus casas eran de barro o de lámina. Siempre me dije que, si tenían regalos para los demás, ¿por qué no tenían más para mí? Yo esperaba que no entregarán un regalo y que ese fuera para mí, sin importar lo que fuera. Siempre me pregunté: ¿Por qué tantos regalos para los demás?

Como cualquier niño nunca entendí la explicación y creo que, igualmente, aunque nos hubieran explicado no hubiéramos entrado en razón Ellos simplemente me decían que siempre hay alguien más que lo necesita y eso tampoco lo podía debatir… aunque quisiera. Aprendí a ver que hay gente tan necesitada que, quizás, mi familia vivía muy bien, a pesar que mis padres eran maestros en escuelas públicas con doble turno y con salarios bastante injustos. Siempre me hicieron ver el vaso medio lleno porque eran ellos los que compartían con los demás.

En las navidades siempre rondaban preguntas en mi cabeza: ¿Por qué hay tanta gente pobre?, ¿cómo sobreviven?, ¿hicimos algo bien que ellos hicieron mal?, ¿por qué nací donde nací?, ¿qué es lo justo?... en fin, todo ese tipo de preguntas, algunas bastante existenciales, como podrán notar. Podía observar que eran personas aparentemente buenas y amables en situaciones difíciles y, además, que estaba normalizado vivir con tan poco. Creo que simplemente aprendieron a vivir en esa situación y aceptaron que para ellos ese era su mundo.

Mi madre, una mujer bajita con el cabello rizado al estilo de los ochenta, tiene una costumbre: le gusta llegar de visita por sorpresa. A veces solo llama para saber si están en casa y poder aparecer en su puerta, Pero, por supuesto, lo importante, pero muy importante, siempre es llevar algún presente. Generalmente suele ser frutas o pan dulce, porque así fue la educación que recibió ella. Si vas a casa de alguien, no te presentes con las manos vacías, decía. Sin embargo, no considera correcto que la lleguen a visitar de sorpresa con un presente. Contradictorio, ¿no? Ella tiene una frase que, hasta el día de hoy, no se cansa de repetir: “Siempre es mejor dar que recibir”. Lo gracioso es que a ella no le gusta que la frase la apliquen con ella… pero, ¡el karma existe!

Las otras vidas

No sé mucho de la vida de mis padres antes de la llegada de sus hijos y tampoco recuerdo que ellos compartieran sus experiencias más personales de cómo se vivía antes. Pienso que ellos tuvieron una vida muy dura y, a lo mejor, les trae a la memoria recuerdos desagradables, Hasta hoy, sé que ambos crecieron en el campo, que mi madre siempre quiso estudiar y que durante su infancia sabía que esa era la única forma de salir adelante. Ella hizo todo lo posible para ir a la escuela, aunque en casa nunca la motivaron y, más bien, querían que aprendiera un oficio o cómo hacer bien las “cosas de la casa”. Ella se matriculó en la escuela sola y rellenaba por sí misma cualquier documento que necesitase. Creció en casa de su abuela, la cual no sabía ni leer ni escribir, algo normal para la época. Para llegar a la escuela más cercana caminaba kilómetros por caminos de tierra, a través de los campos donde sembraban maíz, por granjas donde veían vacas, gallinas, cerdos, pavos, y llevaba sus cuadernos en una bolsa plástica, todo eso mientras caminaba en sandalias. Ese era su día a día y nunca faltó a clases.

Por otra parte, mi padre es un hombre alto, delgado (al menos, hasta el momento la boda) y con un bigote tipo mostacho, o como también le dicen: “Estilo Pedro Infante”. Sobre él, mi abuela me contaba que lo enviaron a la escuela, pero que le gustaba más trabajar. Él iba al campo a cortar algodón, trabajaba con el tractor en las épocas de siembra-cosecha y, con el molino que tenían en la casa, generalmente llegaban a moler maíz, chicharrón o algún grano que hiciera falta. Era “el hombre de la casa” y el hijo mayor sobre quien recaían muchas responsabilidades. Sin embargo, no abandonó y continuó con sus estudios hasta convertirse en maestro, al igual que mi madre.

Mis padres siempre estuvieron muy ocupados. Tenían tres hijos, una casa que pagar y algunas personas más a quienes ayudar, porque cuando creces en el campo y vas a trabajar a la ciudad, una regla es ayudar al siguiente para que pueda estudiar, sin olvidar estar pendiente de lo que necesiten tus padres o tus abuelos y, en ocasiones, ayudar a alguien de la familia que lo esté pasando mal.

En fin, yo nunca tuve las cosas que tenían los demás, pero nunca me sentí pobre. No recuerdo alguna situación en que no tuviéramos comida o no tuviéramos dónde vivir. Mi madre lo tenía bien claro y se aseguró de eso. Siempre dijo: “´Primero la casa, después los hijos y, además, mi propio trabajo, porque no quiero que ningún hombre me mantenga”. Siempre pensó en darnos lo que ella no tuvo, aunque casi “la deja el tren”, como se diría en el país. Según mis cuentas, yo nací casi a los 30, cuando en el país a los 14 o 15 años las jóvenes suelen acompañarse y comprometerse en matrimonio. Ella, sin saberlo, fue una feminista. Podria ser que se adelantó a su época en varias materias y, por supuesto, haber sobrevivido una guerra la hizo una mujer fuerte.

¡Hola, escuela!

Regresando a la niñez, a los 11 años vino para mí algo que significó una de las épocas que a veces trato de olvidar: “mi niñez en el colegio”. En estatura era uno de los más pequeños y en edad también. Mis padres nos inscribieron en el mejor colegio que pudieron pagar, por lo que tenían doble jornada de trabajo. Ellos son profesores de escuelas públicas con grupos de 40 alumnos o, incluso, más y, por la necesidad de sus trabajos, entré un año antes de lo normal al colegio, por lo que pasamos la mayor parte del día con una muchacha que nos cuidaba. Quizás por eso no sentía la confianza de contarles muchas cosas, por la falta de tiempo en familia, pero lo que sí recuerdo es que en el colegio era capaz de hacer la interminable fila para comprar alguna golosina todo con tal de no tener contacto con nadie. Era pequeño, flaco y pensaba que era débil. Era muy fanático de ver documentales de animales y consideraba el colegio como el reino animal, donde la presa siempre es el más débil y… ¡yo era una presa bastante fácil! Por eso siempre fui ese al que molestaban cuando los demás o, como hoy en día se dice, era el que sufría “bulling”.

Lo único que quería era ser invisible. Trataba de no hablar con nadie porque sentía que nadie me entendía y yo tampoco los entendía a ellos. Trataba de no comentar nada porque lo que yo pensaba quizás estaba mal para ellos y veía el mundo de forma diferente. Intentaba, en vano, pasar desapercibido porque no encajaba con mis compañeros. El superpoder que más deseaba en ese momento era el de ser invisible y eso, por supuesto, nunca pasó. Casi siempre el mismo grupo de cuatro o cinco chicos era el que se metían conmigo. Se trataba de los más altos del curso, de un pequeño gordito que parecía estar siempre de mal humor y el jefe del grupo. Eran los populares. En los pasillos me manchaban mis camisas blancas del uniforme con sus lapiceros, colores o goma de mascar. Me daban algún golpe o me decían que era muy feo. No sabía porque hacían esas cosas, cuando en mi casa me decían que yo era como les demás.

Cuando sonaba el timbre para salir a recreo o irse a casa yo tenía que correr por si a los grandes de la clase se les ocurría molestarme o hacerme alguna broma. Quizás lo hacían porque estaban tan seguros que yo no diría nada. Había aprendido a callar y seguir adelante. El ser humano es un animal de costumbres y nos podemos adaptar a lo que sea. En mi caso, yo me adapté a ese estilo de vida. Sin embargo, quería ser otra persona o estar en otro lugar porque yo no pertenecía ahí. Yo no hacía daño a nadie, pero no entendía porqué tenía que pasarme eso a mí.

Así fui creciendo, esperando cada inicio de año para ver cómo algunos de los compañeros que se aprovechaban de mí nunca más regresaran a la escuela o que los cambiaran de sección para no tenerlos cerca. Vivía esperando que la maestra hiciera los grupos de trabajo y así no pasar por la vergüenza que nadie quisiera hacer un grupo conmigo. Siempre estaba tratando de estudiar y sobresalir por inteligente para poder dar copia en los exámenes y, quizás de esa esa forma, lograr que me respetaran un poco más o poder ofrecer algo a cambio de un mejor trato.

Trate muchas veces de unirme a un grupo. Lo intenté con los que les gustaba estudiar, con los que no les gustaba estudiar, con los que coleccionan estampillas de superhéroes, con los que hacían deporte, con los que tocaban la guitarra y cantaban, con los que les gustaba comer, con los que nunca salían del salón en el recreo… en fin, lo intenté con muchos grupos, pero nunca me sentí parte de ellos. Era como estar en esos grupos obligatorios de exposición. Nunca tuve un mejor amigo al cual contar mis secretos, tampoco creí que lo necesitara porque lo importante, para mí, era acabar esa época, sobrevivir a esa etapa y esperar que la vida diera un giro y me ayudara. Me preguntaba si en los demás países pasaría lo mismo y si la respuesta era que no, entonces me preguntaba por qué nací en este país y no en otro. “¿Dónde se encuentra la justicia?”, me cuestionaba. Por otra parte, al ser una persona con una gran imaginación, siempre guardaba la esperanza que algo podía cambiar, así como en las series que veía por las tardes. Quizás la vida estaba a punto de mejorar o, quizás, si lo deseaba con tanta fuerza, un día, después de levantarme, me daría cuenta que todo era un sueño. Sin embargo. la vida no cambió, la justicia no llegó y el deseo no se cumplió.

En mi colonia tampoco es que fueran mejor las cosas. Ciertamente no era malo en el deporte. Me comparaba con los demás y me decía a Mí mismo: “¡No soy el peor!”. Deseaba que los demás niños me invitaran a sus casas a jugar Nintendo o a ver alguna película, pero eso no solía pasar. Recuerdo una vez que nos dijeron a mí y a mis hermanos que no podíamos jugar con sus juguetes porque se los podríamos arruinar y no sabríamos como usarlos. Sin embargo, a sus demás amigos si les permitían jugar con ellos y nosotros solo nos sentamos a ver cómo se divertían con sus juguetes. Ese día estuve pensando en si existían personas mejores o peores. De alguna forma, me acostumbré a eso y seguía con mi vida. Cuando no era bien recibido en un grupo, tampoco insistía. Estar solo era algo que estaba aprendiendo. Estaba seguro que, de alguna forma, la vida podía cambiar para mejor y, en algún momento, no sabía cómo, la vida tenía que sonreír.

Practicaba fútbol porque es lo que tienen que hacer los chicos de mi edad. No me encantaba, pero tampoco me desagradaba y no conocía otros deportes. Era lo que hacía casi todos los días en la mayoría de mi tiempo libre. Así era como podía tener contacto con los demás niños de mi edad. Secretamente me encantaba bailar en la sala de mi casa o practicar el dibujo, algo para lo cual era muy bueno según me decían. Mi animal favorito para dibujar eran los elefantes. También escribía poemas o canciones sobre mis sueños y las cantaba cuando nadie estaba en casa. Pero, en general, lo que hacía públicamente era jugar al fútbol porque era “lo normal”. También lo hacía porque en la cancha me sentía bien. Era otra realidad. Ahí podía luchar por un lugar y lo veía un poco más justo porque no hacía falta hablar con nadie. Ahí lo importante era lo que podías hacer y lo que no, lo rápido que eras, lo fuerte que podías ser o como hacías tu jugada para meter el gol. Ese sentido de justicia era la razón principal que tenía para practicar ese deporte. Pero, aunque pasamos mucho tiempo jugando, tampoco tuve amistades memorables. Siempre trataba de ser simpático. A veces, hasta regalaba mi dinero. Quizás intentaba comprar amistad o aceptación, pero, la verdad, no entendía muy bien el valor monetario, ni tampoco soñaba con ser rico. El dinero no fue nunca un tema de conversación en casa y, quizás por eso, en esos años no le di el valor que se merecía.

La familia es la familia

Donde sí me sentía especial era cuando visitaba a mis familiares. Sentía que con ellos era otra persona. Mis primos eran mis iguales. Me contaban sus secretos, jugábamos y me hacían sentir la persona más especial. No me tomaban por loco o, por lo menos, nunca lo dijeron. Con ellos siempre comentaba que quería viajar, ir a otros lugares. Jugábamos a que éramos exploradores, a que podíamos volar y que teníamos grandes sueños. Por otra parte, las tías, cuando las visitábamos, no había terminado de entrar a la casa cuando comenzaban a decir cuánto había crecido y lo bonito que estaba. “Tené cuidado no te vallan a robar”, me decían (creo que eso se lo dicen a todos los sobrinos) Nos atendían con lo mejor que tenían, nos daban golosinas y algunas de ellas me regalaban dinero a escondidas de mis padres. Siempre esperaba ese momento en el que decían: “¿Podés venir al cuarto un momento a ayudarme con algo?”. Yo sabía que ese era el momento de recibir algo. Ellas me llenaban con seguridad, me hacían sentir especial y, por supuesto, mentalmente me preparaban para la escuela, para dejar pasar los comentarios negativos. En fin, ellas me hacían creer que el mundo es un lugar maravilloso y que grandes cosas podían pasar en el futuro.

En esa etapa de mi vida, en el colegio aprendí a entrar en una especie de trance ante las cosas negativas. En ocasiones, con los ojos abiertos y otras con los ojos cerrados, (creo que hubiera sido la envidia del centro de meditación porque era capaz de bloquear mi mente de inmediato ¡Ja ja ja!) imaginaba que estaba volando, que estaba adentro de alguna caricatura, que era una estrella de rock, alguien famoso hablando en público y que todo era posible. Pienso que así aprendí a sobrevivir y a ver un mundo más bonito, porque había creado “mi propio mundo”.

Recuerdo muy bien preguntar a mi mama si podía ser ingeniero. Ella decía que, si me preparaba, entonces sí podría serlo. Le preguntaba si podía volar un avión y me decía que. si estudiaba, pues claro que podría hacerlo. Le pregunta si podría ser doctor y ella también dijo que sí. Ella, a su manera, no me quitó ni tocó ninguno de mis sueños. No hizo broma de ellos. Eran de verdad míos, aunque ella también trato de influenciarme con algunas de sus profesiones, algo que en ningún momento le funcionó porque yo tenía mis propios planes. Por su parte, mi padre también me dejó soñar. No tengo recuerdos de un padre cariñoso, pero sí de un padre responsable. Siempre me hice esas preguntas sobre el amor de mi padre, la razón de por qué no era más amoroso. Pero mi madre contestaba: “Fue la guerra, hijo. Fue la guerra y las cosas que él vivió”.

Luego, llegó el bachillerato. Empecé a entender ese mundo estudiantil. En mis últimos años aprendí eso que hay que decir o hacer para integrarte. Además, había crecido en estatura increíblemente. La pubertad llegó bastante tarde, pero lo compenso. En ese entonces ya era igual o más alto que mis colegas y eso fue lo que cambió mi forma de ver a los demás. Ya tenía más independencia sobre mi vida, podía viajar en autobús solo, sacaba notas aceptables en todas las materias, razón por la cual en los exámenes me pedían copia y había encontrado compañeros con los que me podía sentar a comer o hacíamos tareas juntos y, para aquellos que se burlaban de mí, justo se encontraron con una maravillosa profesora de cabello muy rizado y con mucho carácter la cual llamábamos “La Colocha”, que estaba de mi lado. Ella me dijo que yo valía lo mismo que los demás y que también tuvo una plática con algunos de mis compañeros que en esos momentos se burlaban de mí, razón por la cual me dejaron en paz.

En este punto ya no me importaba la opinión de los demás y me dije a mí mismo que el tiempo pone todo en su lugar, así que debía ser paciente. También, fue justo el momento en que descubrí que la soledad también es buena compañía y es una sensación casi de libertad. La gente no me entendía, pero cada vez me importaba menos que me entendieran. Creo que mantenía parte de mi niñez hasta ese momento. Les seguía hablando a mis juguetes, además, soñaba que grandes cosas me esperaban. imaginaba a diario grandes aventuras, que la vida estaba llena de tantas posibilidades, que mis sueños estaban ahí conmigo y seguí creyendo firmemente que algún día los iba a cumplir. Además, tenía una nueva meta: llegar a la universidad. Ahí, pensaba, seguramente sería libre y, por fin, el mundo conocería quién soy y tendría amigos como en las películas. Sin embargo, no sabía que ese mundo universitario cambiaría mi vida para siempre.

Termine el colegio siendo de los 10 mejores, con muy buenas notas. Tampoco era tan difícil. No era tan dedicado, pero sí tenía muy buena memoria, algo que me resultaba muy útil en los exámenes. Llegaba el momento en el que tendría que escoger qué camino tomar, pero no sabía qué quería hacer con mi futuro y me hice una gran pregunta: “¿Cómo se escoge una carrera universitaria?”.

¡Hola, señor Incertidumbre!

Había pasado tanto tiempo pensando cómo sobrevivir al colegio y soñando con cosas que ahora me dicen que no las puedo hacer o que no podía pagar, que entonces llegó el momento de las preguntas personales sobre qué camino escoger. Fue cuando la mitad de mis sueños se encontraron con lo que llamamos: “mundo real”, o que yo más bien nombraría como: “mundo laboral”.

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123 стр. 40 иллюстраций
ISBN:
9783754147221
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