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ANTONIO AGUILERA NIEVES

Jarampa


Somos editorial y productores de cultura

Catálogo completo en www.anantescultural.net


Primera edición digital: Octubre de 2020

© Antonio Aguilera Nieves

© Anantes Gestoría Cultural

www.anantescultural.net

Diseño y maqueta: Anantes Gestoría Cultural

ISBN: 978-84-122441-1-3

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático o de venta por internet, ni compartirlo con fines lucrativos en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Por ser faro, orilla y refugio, a Arancha.

Félix Barrientos

Lo odiaba, más que a todas las moscas juntas, en ese momento, lo odiaba.

Había vuelto a ocurrir. Se había hecho un agujero.

La cara de contrariedad de Félix Barrientos llegaba hasta la mesa de don Nicasio, quien se hubiese dado cuenta del problema de haber levantado la mirada de la revista del famoseo que le servía para distraerse mientras sus alumnos hacían el dibujo que les había puesto como tarea.

Félix se calmó. Nadie se había percatado. Cogió otra hoja y volvió a empezar. El dibujo técnico era un fastidio porque el trazo del lápiz por el borde del cartabón encontraba estorbos que le entorpecían su trabajo y, en el peor de los casos, como ahora, agujereaban el papel. A veces, con la uña se disimulaba, pero cuando el agujerito se hacía siete, todo estaba perdido, a arrugar y empezar de nuevo.

El pupitre de Félix era un mural singular. La de historias que contaba. El mosaico de arañazos sobre el escritorio, delicados y rabiosos, femeninos y rudos, diminutos y para miopes. Habían dejado en el aula las identidades, inquietudes y amores de varias generaciones de niños de Santiago de Pontones.

A Félix todos aquellos mensajes a la eternidad le servían de distracción la mayor parte del tiempo, pero cuando tocaba dibujo técnico, mecachis. La política educativa de don Nicasio, en pro de la igualdad y la integración social los obligaba a cambiar de sitio cada semana, así que a Félix le costaba aprenderse la fisonomía de su mesa de trabajo.

Félix era introvertido puro, lo que venía a decirse en Santiago, un rarito. El tiempo que otros dedicaban a cuchichear o pelearse, Félix lo empleaba en conocer a sus antecesores, a los pretéritos ocupantes de su sitio.

A algunos era capaz de poner cara, voz, gestos, gracias a la nutrida información que aportaba un nombre completo grabado con caligrafía de autor junto a una fecha. En otras ocasiones, cuando apenas cuatro trazos descubrían otro ocupante, Félix les modelaba personalidad a su antojo. Como a Fede, que desde el principio le pareció un despreciable prepotente, o Diana, de la que se había enamorado con mayor convicción desde que en clase de historia supo que era la diosa protectora de la naturaleza y la luna. La escuela era lo más bonito de la vida para Félix Barrientos. Aprender, estar en su pupitre. Pena el alto precio que le imponía la incomprensión de sus compañeros.

Félix se relacionaba más con el pupitre que con sus vecinos a izquierda y derecha. Los otros ya lo tenían calado y hacían pocos esfuerzos por sacarlo de su nube. Habían aprendido, no tenían más remedio, sobre todo gracias a las continuas reprimendas de don Nicasio, que había que reconocer que, algo, sí lo protegía.

Félix había escuchado en varias ocasiones a don Ramiro, el director, quejarse del olvido al que todos parecían haber sometido a las escuelas rurales. Según decía, en las ciudades, los colegios tenían pizarras digitales, a los niños les daban ordenadores y los pupitres eran blancos, limpios. Pero las escuelas de los pueblos pequeños bastante tenían con seguir abiertas. Cada año menos niños. Don Ramiro luchaba sin descanso y, como buen cristiano, no dejaba de rezar para que la escuela de Santiago no acabase cerrada; porque del profesor de inglés, el logopeda y la renovación del mobiliario hacía tiempo que había claudicado.

Pocos entendían cómo podía Félix sacar tan buenas notas. Como si fuesen planos obligatoriamente concordantes la inteligencia y la integración. Cómo iban a entender esos palurdos. De donde no hay no se puede sacar, decía su abuela, y Félix hizo pronto suya esa frase.

Los compañeros que chillaban escupían, corrían, jaleaban, insultaban, eran demasiado obtusos y egoístas para Félix; en cambio, los que tenía grabados en la mesa eran amables, divertidos, leales, locuaces, generosos. Con ellos sí era fácil la relación. Por eso, a la vez que la estatura y el peso, crecía el mundo interior de Félix para desesperanza de su madre.

Tres días antes de cumplir diez años, sin premeditación, pasó a la acción. Como si formase parte de un plan escrito desde tiempo inmemorial en las piedras. Félix comenzó a rayar su pupitre. Tarea delicadísima, no por la culpa generada por hacer algo prohibido o el daño que causaba a la madera inerte, sino porque era fundamental que nadie se enterase. Félix eligió el pupitre de las semanas que se sentaba al fondo, aquel en el que pasaba más desapercibido, pues todos tenían que girar la cabeza para verlo, aquel en el que sentía más a gusto.

Tenía que esperar pacientemente la consabida rotación de asientos de don Nicasio, y tenía que asegurarse de que nadie se apercibiese del nuevo grabado, así que diseñó una fórmula de encriptado infalible. Pondría las letras bocabajo, además, invertiría el sentido de lectura, como había visto en las películas que escribía el diablo. Hizo una prueba previa muy satisfactoria con el único papel que quemó en su vida.

La punta del compás cumplía con eficacia su cometido y en poco tiempo el criptograma cogió personalidad. De forma progresiva creció su entusiasmo con la tarea. Su excitación los días que se sentaba al fondo hubiese sido palpable si lo hubieran mirado. Su corazón latía al ritmo de la aguja. Mientras rascaba, la sangre por su cerebro adquiría velocidad de vértigo, Félix entraba en su mundo y llegaba a verse jugando con Diana, con Ramírez, con Agu, los que antes que él habían rayado su mesa, en esos momentos sus verdaderos compañeros. Con ellos sí que podía relajarse y disfrutar.

La segunda semana de abril volvió a tocarle el pupitre del fondo, el suyo. Si ese día alguien se hubiese parado a mirarlo habría sabido que estaba henchido de excitación, iba a acabar su inscripción. Pero nadie se salió del guion. Cada uno a su sitio y don Nicasio provocó el silencio con aquella sentencia de: «Lengua, tema doce».

Al final de la mañana aulló la sirena y el tropel del chiquillerío inundó los pasillos. Don Nicasio recogió sus libros y revistas, echó la llave tras comprobar que el aula estaba vacía. Cuando la madre de Félix, extrañada por la inusual tardanza, llegó media hora más tarde a la puerta del colegio, la cancela estaba ya cerrada. El expediente policial nunca se cerró. Félix Barrientos Lucio desapareció en Santiago de Pontones el catorce de abril de dos mil dieciséis.

Senil

Al fin se durmió. Soñó que no podía dormir.

El resto del tiempo, en duermevela, vigilaba la puerta, esperándola ver llegar de nuevo, como siempre, aunque supiese que ella no podría aparecer si él no soñaba. Terco, seguía resistiéndose a tocarla solo en sueños.

Era solo en el sueño donde nítidas aparecían sus facciones, los detalles, los gestos. Únicamente en el sueño era donde fluía su olor a azucena y vainilla, donde apreciaba la musicalidad de la mecida de su pelo y la brisa del largo de sus pestañas.

Si abría por sorpresa mucho los ojos para agarrar todos los detalles, para que nada se le escapase, llegaba el desastre, ella se desvanecía y la luz inundaba el vacío.

Tanto habían compartido, tan cómplices habían sido, que habían completado hacía mucho el catálogo de delitos de amor. Ahora, él, no necesitaba hacerse trampas al solitario.

Mil veces deseó morir en lugar de ella, que el azar de la enfermedad lo hubiese enfilado a él. Otras mil veces más, deseó al menos, morir con ella, para que la última experiencia fuese explorada, como tantas otras antes, por los dos a la vez. Pero no hay Dios alguno que responda a la necesidad más recóndita del alma cuando más se le necesita.

Ahora, ella, iba y venía, como la alegría, como la angustia, como la portezuela de la ventana al capricho del viento, como el sueño donde él se refugiaba para encontrarla.

Si tuviese cincuenta años menos, le habrían diagnosticado mal de amores, pero, con su edad, los doctores lo habían dejado en un —vacío de vida—, que resonó un rato en el monocromo pasillo. Demencia senil pusieron en el diagnóstico.

La enfermera que cogió la silla de ruedas para devolverlo a la habitación culpó a lo escrito en la tablilla del paciente de la bella sonrisa y el febril brillo de sus ojos; pobre, pensó. Desde su desconocimiento nunca podría saber que en realidad era rico, porque, justo antes, ella había estado allí para recordarle al oído esa frase que los había atado para siempre: solo se conserva lo que no se amarra.

A la habitación llegó despierto, y soñando.

Inapetencia

El jadeo que le llegaba a través del teléfono había puesto a trabajar la curiosidad de Dani. Lo más probable es que Irene estuviese subiendo una rampa mientras hablaba, pero quién sabía, las mayores frustraciones están en las cosas que se dan por sabidas.

—Entonces, ¿te apuntas? —apremió Irene buscando compás en la respiración.

—Qué va, mejor no. No me apetece.

—La inapetencia es la lacra más feroz de la humanidad.

Ahora sí que la intermitencia y el sofoco resultaban delatores. Dani trató de buscar justificación.

—¿Qué dices? ¿Ya estás con tus chaladuras de niña superdotada?

—Imbécil. Eres un huevón. Si no quieres venir, tú te lo pierdes.

Daniel estaba perdidamente enamorado de Irene, era su amor platónico, pero se había convencido de que ella solo lo miraba como amigo. En los últimos meses, Daniel estaba reventado de ver en las pelis cómo la amistad chico-chica se iba al garete cuando él confesaba su deseo de penetrar más allá de la confianza y el cariño mutuo.

En esta última fase se había empeñado en desarmar el peliculero mito, había montado su propia historia, había diagnosticado que, muerto el perro se acabó la rabia. Estaba dispuesto a escarmentar en cabeza ajena. Ella no se enteraría nunca. Se lo había propuesto.

Como a las energías cósmicas cuesta alinearlas, en estos primeros momentos los resultados estaban siendo catastróficos. A fuerza de ocultar sus sentimientos, estaba logrando un alejamiento sin precedentes de aquella a quien deseaba. En palabras que Daniel se repetía bastantes madrugadas, estaba sufriendo las consecuencias de un comportamiento infantil de libro.

Puede ser que el comentario de Irene al teléfono fuese demasiado rotundo o que lo pillara con la guardia distraída. Lo cierto es que se produjo un principio químico en su mente, picada a todas luces en su dignidad. El dragón que Daniel llevaba dentro movió la cola.

—Está bien. ¿A qué hora? ¿Dónde?

—¡Ese es mi chico! Mira, yo estoy llegando a casa de Anabel. ¡Ah!, que, me ahogo, ya sabes que vive aquí arriba del parque. Hablo con ella en cuanto llegue y te digo.

Quedada con Irene y Anabel, vaya reto. Tendría que estar concentrado para no pifiarla. Tomaría tila y Aquarius a partes iguales. La barba por no haber salido en tres días se convertiría en el look perfecto con algún ligero perfilado. Lo mismo alguna de ellas decidía publicarlo en redes. Todos lo sabrían. Sería envidiado por unas horas, quizás algunos días si sabía gestionarlo. Se enfrentó al sol en el horizonte. ¿Se ponía? ¿O salía?

* * *

Quería ser el primero en llegar, jugar con ventaja. No pudo ser. Primer fallo en la estrategia, y mira que había bajado del autobús con el pie derecho. Irene ya estaba allí.

Sin preámbulo, ni anestesia, sin abogado defensor, aunque fuese de oficio, se encontró a solas con su musa. Quería mostrarse seductor y trazaba pilares que exiliasen su nerviosismo. Ese que ella seguro percibió, aunque no dijese nada, cuando le dio los dos besos de bienvenida. Otro fracaso. La torpeza ganó y malgastó esos primeros y únicos minutos de semilla de pareja preguntándole por exámenes y deberes. La estima de Daniel trataba de huir despavorida. Cuando se hizo el trío, tuvo un acceso interno de rabia, apretó los dientes sin perder la sonrisa. No se le volvería a presentar tan calva.

Anabel tenía un encargo de su madre, ir a la pastelería de La Grassoneta a buscar un par de tabletas de turrón del duro que habían encargado el día anterior. Solventaron en primera instancia la faena encomendada antes de sentarse en una tetería árabe para charlar del tema que había servido de excusa para quedar: organizar la actuación que las chicas iban a hacer en la fiesta de Navidad.

Como las patas de un banco, se pusieron en torno a la mesita de madera ricamente decorada con figuras geométricas. Aunque los cojines invitaban a recostarse, los tres se sentaron, cruzaron las piernas y apoyaron los codos en las rodillas como si rindiesen culto a las tabletas de turrón que Anabel había dejado en el centro.

—¿Está bueno este turrón? —Había que romper el silencio, y Dani era el hombre.

—Te puede destrozar una muela, pero a mis padres les encanta. Lo compran todos los años.

—Mira, Dani —entró seria Irene—, quiero… queremos contarte algo. Lo de la actuación de Navidad era solo una excusa para que vinieses.

Daniel apartó la cucharilla de mover el té y se armó de cuchillo y tenedor. Cada vez que había visto a una mujer ponerse así, acababa sacándose arena del bañador como cuando lo arrastran las olas con temporal de levante. Los ojos verdes de Irene lo superaban ahora como nunca. Tragó el nudo con cuidado para disimular la nuez en el ascensor.

—¿Qué pasa? —Fijó posición pueril y alentó a las chicas con las manos. Los ojos de ellas se encontraron y los de Dani jugaban al tenis. La habitual seguridad de Irene retrocedió y se escondió en la mochila. Anabel intercedió.

—Aunque tienes tus puntos raros —distendió—, la verdad es que te queremos, Dani, y tienes que ser el primero en saberlo. Antes que nadie, tienes que saberlo.

—Tienes que saberlo. —Irene, gracias al eco, encontró hilo—. Estoy enamorada, Dani. Anabel también está enamorada. —Una sonrisa de luz brotó en los rostros de las chicas.

—Así es. Estamos enamoradas —confirmó Anabel. Los nervios corrieron a sus manos, que necesitaron de contacto físico. El encuentro de miradas supo a beso.

Daniel cerró la boca y apretó los labios a modo de pellizco.

—Pero, pero, eso es fantástico, joder, ¡qué alegría!

—De alegría poca, Dani. ¿Cómo se lo vamos a decir a nuestros padres? ¿Qué van a decir en el instituto cuando se enteren?

—Espera, espera. Pero si es normal que pase, es algo natural. —Era Dani el que tartamudeaba ahora.

La espalda de Anabel se enderezó.

—De eso nada. No somos tan progres por aquí como presumimos.

—No os preocupéis, encontraremos la manera entre los tres de decirlo. Seguro que lo entenderán.

—Sabíamos que podíamos contar contigo, ¡muchas gracias, Dani! —En un respingo, los labios de Irene alcanzaron la mejilla de Daniel.

Con el beso, la sonrisa bobona apareció como la flor tras la lluvia. Los dedos de Daniel se fueron a la cara para intentar retenerlo. Desorientado, buscó algún punto de referencia, como el pasajero mareado en alta mar. Su mirada se topó con el turrón del duro que presidía la mesa. Allí se quedó clavada, perdida.

Barto

Acabo de conocer a alguien excepcional. Se ha presentado como Barto. Me ha contado que es ebanista. Su apariencia dice sesenta, su carné dirá cincuenta. Sus manos van por los setenta. Se queja de que la gente no tenga muebles de madera. Todo lo compran en Ikea. Cuando se cansan de ellos o se rompen, los tiran. Hoy todo es de usar y tirar, murmulla a su cuello.

Barto se ha quedado sin trabajo. Vive en el garaje que es su taller. Me ha pedido ayuda para cargar en la tartana unos muebles que alguien acaba de dejar junto a los contenedores. Acaricia a mi perra con devoción. La suya se la ha tenido que dar a un sobrino por no poder cuidarla, eso sí, cada sábado por la noche pasa a verla. Es cuando se toma un rato libre; esas noches son demasiado peligrosas para andar rebuscando en la basura.

No huele a alcohol ni a tabaco. Sí a trabajo de noria, concentrado, reiterado, de círculo vicioso. Los muebles reparados y niquelados los vende en el Jueves de la Feria, en Alcosa o donde le dejen. En el móvil lleva unas cuantas fotos a modo de catálogo de venta.

Al acabar de subir entre los dos la última cajonera desencajada, se vuelve. Con sudor en la frente y media sonrisa, suelta: «¿Sabes que yo soy muy famoso?». Así, en presente habitual. Abro mucho los ojos y la boca me dibuja medio canuto, que lo invita a hablar. «Sí. Le hice un trabajito fino a la duquesa, a la de Alba. Entonces, ella empezó a presumir de mueble y todos los señorones se pusieron a llamarme, a encargarme trabajos. Estaban todos deseando hacerse fotos conmigo, no veas cómo son los nobles y los famosos, todo es aparentar, presumir, gastar, ostentar. ¿Sabes? Creo que aproveché bien el momento. ¡Qué buena época! Ahí lo ganaba bien, bien, ¿sabes? Un día conocí a la reina, la doña Sofía; quería que le arreglara un tocador que tiene en el Alcázar, el de Sevilla. No veas lo que hay allí dentro».

No era plan de estar toda la noche. Hice un gesto para que avanzara en la historia que entendió al momento. «Y, claro, todo lo bueno, como empieza, acaba. A uno de mis ayudantes no le dio por otra cosa que robar una figurita del palacio de los Botín. Pensó el cabrón que nadie se iba a dar cuenta. En unas horas se lio la de Dios. Me llamaron. El chaval acabó confesando y yo pagué el pato. A partir de ahí, apestado. La fama es como un tiro bien dao, tiene orificio de entrada y orificio de salida. Viéndolo en la distancia me alegro, porque si la bala se me hubiese quedado dentro, ahora estaría muerto».

Cierra la puerta de la furgoneta. Agradece con fina educación la ayuda. Le deseo suerte.

Cuatro gotas

Como si me inyectaran oxígeno en los pulmones. De golpe, sin avisar, sin lugar a que me desperece del sueño, del polvo, del abandono de ocho meses. Un tirón con el que me crujen todas las varillas. Encima se quejará de que chirrío.

Sin calentamiento. A la calle. A proteger sus mechas de las cuatro gotas. Ni que fuese lejía.

Me lleva a ponerle una reclamación a la compañía del teléfono. A eso me ha traído. Por el camino, venga hablar. Vaya incómodo y patoso zarandeo.

Mírala. Se lleva el enfado, y, a mí, me olvida. Sabía yo que eran cuatro gotas. A ver si me roba alguien pronto.

Dos castañas

Coronaban el postre que eligieron por mí. No intervine en nada, esta vez, mi única obligación era soplar las velas.

No soy muy goloso, pero al final de una espléndida comida, el buen trato y un gran vino, estaba entregado.

Encima de esa especie de artística tartaleta fueron ellas dos las que atraparon mis sentidos.

Las dos, enteras, a la cuchara, a la boca, bastaron rápidos giros de muñeca.

La primera se me hizo amarga al paladar, estaba sana y lustrosa por fuera, pero su interior era seco, áspero, duro; así que la tragué lo más rápido que pude. Raspó la garganta, escocía.

Para olvidarla, sin pausa, cogí la otra, igual de aparente, repetí presto la operación. Esta sí, esta era sabrosa, cremosa, dulzona, un placer para los sentidos, así que la paladeé lentamente, con regusto, podía acabarse ya el mundo.

Sin mirar, había levantado la vista, Julia me sonreía, Daniela era pasado.

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382,08 ₽
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0+
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111 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9788412244113
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