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El doctor Thorne

Anthony Trollope

Segunda edición


EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Doctor Thorne

© 2022, de la versión española realizada por M.ª CRISTINA GRAELL,

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.

www.rialp.com

Realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6079-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-6080-6

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Presentación

1. Los Gresham de Greshamsbury

2. Hace mucho, mucho tiempo

3. El doctor Thorne

4. Lecciones de Courcy Castle

5. El primer discurso de Frank Gresham

6. Los primeros amores de Frank Gresham

7. El jardín del médico

8. Perspectivas matrimoniales

9. Sir Roger Scatcherd

10. El testamento de Sir Roger

11. El médico se bebe el té

12. Cuando un griego se encuentra con otro griego, estalla la guerra

13. Los dos tíos

14. Sentencia de exilio

15. Courcy

16. La señorita Dunstable

17. Las elecciones

18. Los rivales

19. El Duque de Omnium

20. La proposición

21. El señor Moffat tiene problemas

22. Sir Roger pierde su escaño

23. Retrospectiva

24. Louis Scatcherd

25. Sir Roger muere

26. La guerra

27. La señorita Thorne va de visita

28. El médico se entera de algo que le conviene

29. El burro trota

30. La sobremesa

31. Por ahí se empieza

32. El señor Oriel

33. Una visita matutina

34. El baronet llega a Greshamsbury

35. Sir Louis sale a cenar

36. ¿Volverá?

37. Sir Louis se va de Greshamsbury

38. Los preceptos De Courcy y la práctica De Courcy

39. Lo que la sociedad afirma de la sangre

40. Los dos médicos intercambian pacientes

41. El doctor Thorne no interviene

42. ¿Qué da a cambio?

43. La raza de los Scatcherd se extingue

44. Sábado por la noche y domingo por la mañana

45. Negocios legales en Londres

46. Nuestro zorro halla su cola1

47. Cómo se recibió a la novia y a quién invitaron a la boda

Autor

Presentación

Anthony Trollope, uno de los más celebrados novelistas del XIX, nació el 24 de abril de 1815 en Londres, y murió también en Londres en 1882.

Su padre, que había sido fellow del New College de Oxford, se casó con Frances, escritora, y podría haber sido la suya una tranquila familia de clase media; pero ni como abogado ni como granjero pudo el padre salir adelante. Esos fracasos llevaron a la familia a tener que vivir pobremente. Sin embargo, pudieron soslayar los efectos más devastadores de la pobreza gracias al prodigioso trabajo de Frances como autora. Aunque empezó a escribir con más de cincuenta años, creó mucho –114 obras–, y con éxito.

Su hijo Anthony ingresó en el cuerpo de Correos en 1834 y fue trasladado a Irlanda en 1841. Desempeñando misiones postales, viajó también a Egipto, las Indias Orientales y los Estados Unidos. En 1844 se había casado con Rose, con la que tuvo dos hijos. En 1867 Trollope dejó el cuerpo de Correos para presentarse a las elecciones al Parlamento por los Liberales, pero no tuvo éxito.

Trollope también quiso seguir la estela de su madre, la citada novelista Frances Trollope, y escribió más de 25 novelas, varios relatos de viajes y su Autobiography, publicada póstumamente en 1883, donde Trollope describe las estrecheces económicas de su infancia, los esfuerzos de su madre por mantener a la familia con la pluma, y los años que él pasó en las escuelas de Harrow y Winchester, antes de ingresar en el cuerpo de Correos.

En los viajes que realizó por Inglaterra e Irlanda aprovechó sus observaciones para ambientar las novelas que empezó a publicar a partir de 1847.

Sus dos primeros relatos, localizados en Irlanda, tuvieron una fría acogida. Tampoco tendría mucho éxito The Warden, la primera de las seis novelas de Barchester, inspiradas en la vida de esa ciudad; sin embargo, Trollope alcanzó la fama con las demás novelas de esa serie, que son las que siguen gozando de más popularidad hoy en día. La más destacada es El doctor Thorne.

Entre sus otras novelas cabe mencionar las que tratan de la vida política, tales como Phineas Redux o The Prime Minister.

La actitud que Trollope adopta ante la literatura es la de un artesano: rechaza el concepto de la inspiración espontánea e insiste en que la creación literaria es más fruto del trabajo y la constancia.

Su mejor cualidad es el extraordinario talento que posee para crear personajes convincentes, y cuya autenticidad se mantiene sin altibajos a través de sucesivas novelas. Una vez creados por Trollope, estos personajes parecen cobrar vida y evolucionar por sí solos. Las fisonomías morales de esos personajes, que son su punto fuerte, las retrata desde tres puntos de vista: por lo que hacen y dicen, por lo que dicen que hacen y dicen, y mediante comentarios humorísticos o irónicos del autor.

Estos personajes son en su gran mayoría tipos medios. Gran parte de la popularidad de las novelas de Trollope se debe a que sus lectores podían reconocerse en ellas e identificarse con los sentimientos y motivaciones de sus protagonistas.

De las seis novelas de Barchester, El doctor Thorne es la más completa. El autor describe la conmovedora historia de un honrado médico rural de sólidos principios, y su sobrina Mary. Ella se enamora de Frank Gresham, heredero de la muy hipotecada fortuna de Greshamsbury, pero Frank se ve condicionado en su elección por la necesidad de casarse por dinero para recuperar la riqueza de la familia. Las vicisitudes del amor entre Mary y Frank son contadas con la agudeza y la ironía propias del mejor Trollope.

En esta comedia de corte social, plena de humor inteligente, el autor nos introduce en las grandilocuentes familias Gresham y De Courcy, cuya ostentación sitúa a sus miembros entre las creaciones más felices y logradas del autor, al igual que la realista heredera señorita Dunstable y el deplorable Sir Roger Scatched, que suscitan muchos momentos de comicidad. El doctor Thorne aporta a ese mundo lo mejor de sí mismo: su integridad y su disponibilidad.

Trollope nos presenta un rico retrato de la vida de la clase alta en el campo a mediados del siglo XIX, con todos sus elementos, aparentemente, en su orden tradicional. Él ama ese mundo, pero sabe, también, que los entornos bellos no respetan más la felicidad humana que los sórdidos y feos. La mansión de los Gresham está llena de problemas, y el mayor de todos es la imperiosa necesidad de que el heredero haga una boda por dinero, cuando él insiste en casarse con Mary, que es ilegítima y pobre.

Mary Thorne es el tipo de mujer más valorado por Trollope —intrépida, animosa, leal y sincera—. No posee nada de valor salvo ella misma, y lo sabe. A su alrededor, giran las damas de Courcy y Gresham, en sus diversos grados de esnobismo y estupidez, y sirviendo como contraste a la gran valía y dignidad de Mary. Ella sabe amar de verdad, y eso es lo que de verdad importa.

Esta absorbente historia, es pues, una novela sobre dinero y clase y poder; sobre privilegios y riqueza versus lealtad y cálidos sentimientos, pero sobre todo, es una novela sobre la grandeza de ser fiel a los propios principios.

C. G. A.

1. Los Gresham de Greshamsbury

Antes de presentar al lector al modesto médico rural que va a ser el protagonista de esta historia, vale la pena conocer algunos pormenores en cuanto a los habitantes y al lugar en que nuestro médico ejercía su profesión.

Hay un condado al oeste de Inglaterra, no tan lleno de vida ni de tanto renombre como algunos del norte conocidos por su industria, pero que es, no obstante, muy querido por quienes lo conocen bien. Los verdes pastos, el ondeante trigo, las veredas anchas, umbrías y —añadamos— sucias, los senderos y cercas, las iglesias rurales, de color oscuro y bien construidas, las avenidas de hayas y las frecuentes mansiones Tudor, la tradicional caza, la elegancia social y el aire general de clase que lo impregna, lo han convertido para sus propios habitantes en la privilegiada tierra de Gosen[1]. Es eminentemente agrícola, agrícola en su producción, agrícola en su pobreza y agrícola en sus placeres.

Como es natural, hay ciudades en él, almacenes que guardan semillas y provisiones, donde se sitúa el mercado y se celebran los bailes, adonde regresan los miembros del Parlamento, en general —y a pesar de proyectos de reforma pasados, presentes y venideros— nombrados gracias al dictado de algún terrateniente poderoso; de donde proceden los carteros rurales y donde se localiza el suministro de caballos de posta necesarios para los visitantes. Sin embargo, estas ciudades no añaden nada a la importancia del condado, pues, con la excepción de la ciudad principal, consisten en una serie de calles vacías, carentes de actividad. Todas poseen dos fuentes, tres hoteles, diez tiendas, quince cervecerías, un vigilante y un mercado.

En realidad, la población de las ciudades no cuenta en absoluto por lo que respecta a la importancia del condado, con la excepción, como antes se ha dicho, de la ciudad principal, que es además ciudad catedralicia. Existe una aristocracia clerical, que no sería nada si no se le concediera la debida importancia. El obispo residente, el deán también residente, el arcediano, tres o cuatro capellanes y todos los numerosos vicarios y adjuntos, conforman una sociedad lo bastante poderosa como para tener peso en la aristocracia rural del condado. En otros aspectos, la grandeza de Barsetshire depende en su totalidad de sus poderosos hacendados.

Barsetshire, no obstante, no es ahora un todo como lo era antes de que el Proyecto de Reforma lo dividiera. Hay en la actualidad un Barsetshire del este y un Barsetshire del oeste, y la gente entendida en las cosas de Barsetshire declara que se puede percibir cierta diferencia de sentimientos y cierta división de intereses. El este del condado es más conservador que el oeste. Hay, o hubo, algo de peelismo[2] en este último. Por consiguiente, la residencia de magnates whig como el Duque de Omnium y el Conde de Courcy en cierto modo ensombrece y quita influencia a los caballeros que viven en las cercanías.

Es en Barsetshire del este donde nos detendremos. Cuando se contempló por vez primera la división arriba mencionada, en esos días tormentosos en que hombres bizarros combatían las reformas ministeriales, si no con esperanzas sí con valor, libró batalla más valiente que nadie John Newbold Gresham de Greshamsbury, miembro del Parlamento por Barsetshire. Los hados, sin embargo, y el Duque de Wellington[3] fueron adversos y en las siguientes elecciones parlamentarias John Newbold Gresham fue miembro sólo por Barsetshire del este.

Si era o no cierto, como se dijo en su tiempo, que le partió el corazón el aspecto de los hombres con quienes se tuvo que relacionar en St. Stephen’s[4], no nos incumbe dilucidar. Es auténticamente cierto que no vivió para ver el primer año del Parlamento ya reformado. El entonces señor Gresham no era un anciano en el momento de su muerte, y su hijo mayor, Francis Newbold Gresham, era un hombre muy joven, pero, a pesar de su juventud y a pesar de otros impedimentos que se alzaban en medio del camino para su nombramiento, y que deben relatarse, fue elegido para ocupar el cargo de su padre. Los servicios prestados por el padre eran demasiado recientes, demasiado apreciados, demasiado en armonía con el sentir de los allegados como para permitir otra elección y, de este modo, el joven Frank Gresham se halló siendo miembro por Barsetshire del este, aunque los mismos hombres que le votaron sabían que tenían motivos poco convincentes para confiar en él.

Frank Gresham, aunque entonces sólo contaba veinticuatro años de edad, era un hombre casado y padre de familia. Había elegido esposa y su elección había dado motivos de desconfianza a los hombres de Barsetshire del este. Se había casado nada menos que con Lady Arabella de Courcy, hermana del gran conde whig que vivía en Courcy Castle, en el oeste: del conde que no sólo votó a favor del Proyecto de Reforma, sino que, con infamia, había contribuido activamente a convencer a otros jóvenes nobles para que votaran igual, y cuyos nombres, por tanto, apestaban ante las narices de los incondicionales señores tory del condado.

No sólo se había casado así Frank Gresham, sino que, habiendo elegido una esposa de un modo tan inapropiado y tan poco patriótico, había agravado su pecado haciéndose imprudentemente íntimo de los parientes de su esposa. Es verdad que aún se llamaba a sí mismo tory, que pertenecía al club del que su padre había sido uno de los más honorables miembros y, en los días de la gran batalla, se abrió una brecha en la cabeza en el lado derecho; pero, no obstante, para la buena gente de Barsetshire del este que le era leal, un residente constante de Courcy Castle no podía considerarse como un consistente tory. Sin embargo, cuando su padre murió, su cabeza partida le fue útil: sacó partido a la herida por la causa y esto, junto al mérito de su padre, inclinó la balanza a su favor, y se decidió unánimemente, en una reunión en el George and Dragon de Barsetshire que Frank Gresham ocuparía el puesto de su padre.

Pero Frank Gresham no ocupó el puesto de su padre. Le quedaba demasiado grande. Se convirtió en miembro por Barsetshire del este, pero fue tal miembro —tan poco entusiasta, tan indiferente, tan propenso a relacionarse con los enemigos de la buena causa, tan poco inclinado a entablar el buen combate—, que pronto decepcionó a aquellos que más respetaban la memoria del anciano señor.

Courcy Castle en aquellos tiempos tenía grandes encantos para un joven, y todos esos encantos conquistaban al joven Gresham. Su esposa, que era uno o dos años mayor que él, era una mujer elegante, con gusto y aspiraciones completamente whig, como digna hija del gran conde whig. Le importaba la política, o pensaba que le importaba, más que a su esposo: pues uno o dos meses previos al compromiso, estuvo metida en asuntos políticos, porque le habían hecho creer que muchas de las leyes inglesas dependían de las intrigas políticas de las mujeres de Inglaterra. Era de las que de buena gana haría algo si supiera cómo, y su primer e importante intento fue convertir a su respetable y joven marido tory en un whig de segunda categoría. Como esperamos que el carácter de esta dama se muestre en las páginas siguientes, no es necesario describirla con más detalle.

No está mal ser hijo político de un poderoso conde, miembro del Parlamento por un condado, poseedor de un escaño inglés con solera y de una fortuna inglesa también con solera. Como hombre muy joven, Frank Gresham halló bien agradable la vida en que se vio inmerso. Se consoló como mejor pudo de las miradas recelosas con que le saludaban los de su propio partido, y se tomó la revancha haciendo buenas migas con sus adversarios políticos. De un modo frívolo, como una mariposa alocada, se acercó a la luz brillante y, como las mariposas, se quemó las alas. A principios de 1833 se convirtió en miembro del Parlamento y en el otoño de 1834 llegó la disolución. Los miembros jóvenes de veintitrés o veinticuatro años no piensan en algo como la disolución, olvidan las ilusiones de sus electores y se enorgullecen demasiado del presente para preparar el futuro. Así sucedió con el señor Gresham. Su padre fue durante toda su vida miembro por Barsetshire y él deseaba para sí una prosperidad semejante, como si eso fuera parte de su herencia, pero fracasó a la hora de encaminarse hacia el escaño de su padre.

En el otoño de 1834 llegó la disolución, y Frank Gresham, y con él su honorable esposa y todos los De Courcy, halló que había ofendido mortalmente al condado. Para su disgusto, surgió otro candidato en calidad de compañero del difunto colega y, a pesar de que presentara valientemente batalla y gastara diez mil libras en el empeño, no pudo recuperar su puesto. Un alto tory con grandes intereses whig detrás apoyándole no es una persona popular en Inglaterra. Nadie puede confiar en él, aunque haya quien desee colocarle, con cierta desconfianza, en un lugar elevado. Este era el caso del señor Gresham. Eran muchos los que querían, por motivos familiares, que continuara en el Parlamento, pero nadie pensaba que fuera el adecuado para estar allí. Como consecuencia, sobrevino una pugna encarnizada y costosa. Frank Gresham, cuando le gastaban la broma de que era whig, maldecía a la familia De Courcy y luego, cuando le ridiculizaban por haber sido abandonado por los tories, maldecía a los amigos de su padre. Así, entre ambos frentes, se hundió y, como político, jamás volvió a resurgir.

Jamás volvió a resurgir, pero en dos ocasiones hizo un gran esfuerzo por lograrlo. Por variadas causas, las elecciones en Barsetshire del este se sucedían con rapidez en aquellos días y, antes de cumplir los veintiocho años de edad, el señor Gresham ya había sido derrotado tres veces. En honor a la verdad, se daba por satisfecho con la pérdida de sus primeras diez mil libras, pero Lady Arabella tenía mayores aspiraciones. Se había casado con un hombre poseedor de buena casa y fortuna. Sin embargo, no se había casado con un plebeyo ni había renunciado a su alta cuna. Para ella, su esposo debía por derecho ser miembro de la Cámara de los Lores y, si no, era esencial que obtuviera un escaño en la cámara baja. Si se sentaba a esperar, acabaría por caer en la nada como esposa de un mero señor rural.

Estimulado así, el señor Gresham repitió tres veces la lucha infructuosa y la repitió cada vez con un alto coste. Perdió dinero, Lady Arabella perdió los nervios y las cosas no continuaron en Greshamsbury con la misma prosperidad que en los días del anciano señor.

Durante los primeros doce años llegaron los niños con rapidez al cuarto infantil de Greshamsbury. El primero en nacer fue un niño y en esos días felices, cuando aún vivía el anciano señor, fue grande la dicha por el nacimiento del heredero de Greshamsbury. Se encendieron hogueras por todo el campo, se asaron bueyes enteros y se llevaron a cabo las celebraciones de júbilo acostumbradas entre los ingleses con esplendoroso brillo. Pero cuando llegó al mundo la novena niña y el décimo bebé, la manifestación externa de júbilo ya no fue tan grande.

Luego surgieron otros problemas. Algunas de las niñas eran enfermizas. Lady Arabella tenía sus defectos, tales que perjudicaban en extremo la felicidad del esposo y la suya propia. Pero el de mostrarse indiferente como madre no se contaba entre ellos. A diario y durante años echaba en cara al marido que no estuviera en el Parlamento, le echaba en cara que no amueblara la casa de Portman Square, le echaba en cara que no admitiera en invierno a más invitados en Greshamsbury Park a pesar de que la casa los podía acoger; pero ahora cambiaba de asunto y le preocupaba con que Selina tosiera, con que Helena tuviera fiebre, con que la columna vertebral de la pobre Sophy fuera endeble y con que el apetito de Matilda hubiera desaparecido.

Dicho sea que era perdonable preocuparse por estos motivos. Así era; pero apenas era perdonable el modo. La tos de Selina no era del todo atribuible a los muebles anticuados de Portman Square, ni la columna vertebral de Sophy se beneficiaría materialmente porque su padre obtuviera un escaño en el Parlamento, y, aun así, si se oyera a Lady Arabella discutir estos asuntos en reuniones familares, se creería que ella esperaba tales resultados.

Tal y como estaban las cosas, sus pobres hijas iban y venían de Londres a Brighton, de Brighton a unos baños alemanes, de los baños alemanes a Torquay, y de allí —en lo concerniente a las cuatro que hemos nombrado— adonde ya no se podía viajar más bajo las instrucciones de Lady Arabella: la muerte.

Al único hijo varón y heredero de Greshamsbury lo llamaron como a su padre, Francis Newbold Gresham. Habría sido el héroe de nuestra historia si no hubiera ocupado ese lugar el médico del pueblo. Aquellos que gusten, que lo contemplen así. Es él quien va a ser nuestro personaje masculino favorito, quien va a realizar escenas de amor, quien va a sufrir pruebas y dificultades y quien va a ganar o no, según sea el caso. Ya soy demasiado mayor para ser un autor duro de corazón. Por eso no es probable que muera con el corazón partido. Los que no aprueben como héroe a un médico rural soltero de mediana edad, pueden considerar que lo es el heredero de Greshamsbury y pueden titular el libro, si así quieren, como «Los amores y las aventuras del joven Francis Newbold Gresham».

Y el señor Frank Gresham no se adaptaba mal para desempeñar el papel de héroe. No compartía con sus hermanas la debilidad de salud y, aunque era el único muchacho de la familia, superaba a todas sus hermanas en cuanto al aspecto personal. Desde tiempo inmemorial los Gresham era apuestos. Eran de frente ancha, ojos azules, pelo rubio, nacidos con un hoyuelo en la barbilla y con ese gesto agradable, aristocrático y peligroso en el labio superior que tanto puede expresar buen humor como desprecio. El joven Frank era de cabo a rabo todo un Gresham y era el ojo derecho de su padre.

Los De Courcys nunca habían sido gente corriente. Había demasiada grandeza, demasiado orgullo, casi se puede afirmar con justicia que demasiada nobleza en sus andares y en sus modales, e incluso en sus rostros, para permitir que se les considerara corrientes, pero no constituían una familia moldeada por Venus o Apolo. Todos eran altos y delgados, de pómulos elevados, frente grande y ojos grandes, dignos, fríos. Las muchachas De Courcy tenían todas buen cabello y, como también poseían modales nada afectados y facilidad para la conversación, conseguían pasar ante el mundo como bellezas hasta que las absorbía el mercado matrimonial y, de este modo, a la larga al mundo ya no le importaba si eran bellezas o no. Las señoritas Gresham estaban creadas en el molde De Courcy y no eran por ello menos queridas por su madre.

Las dos mayores, Augusta y Beatrice, vivían y al parecer era probable que vivieran. Las cuatro siguientes se apagaron y murieron una tras otra, todas el mismo triste año. Las enterraron en el cementerio nuevo y bien cuidado de Torquay. Venía luego un par de florecillas, nacidas a la vez, débiles, delicadas, frágiles, de pelo oscuro y ojos también oscuros, de rostro delgado, alargado y pálido, de manos largas y huesudas y pies largos y huesudos, a quienes la gente contemplaba como si fueran a seguir con pasos rápidos la suerte de las otras hermanas. Sin embargo, ni la siguieron ni sufrieron como habían sufrido sus hermanas, y ciertas personas de Greshamsbury lo atribuían al hecho de que en la familia había habido un cambio de médico.

Luego venía la más joven del rebaño, cuyo nacimiento hemos dicho que no fue saludado con demasiado júbilo, pues, cuando vino al mundo, otras cuatro, de sienes pálidas, mejillas y constitución también pálidas y apagadas, brazos blancos, esperaban el permiso para abandonarlo.

Tal era la familia cuando, el año 1854, el hijo mayor cumplía la mayoría de edad. Había sido educado en Harrow y ahora estaba en Cambridge, pero, como es natural, ese día se hallaba en casa. La mayoría de edad debe de ser una fecha señalada para un joven nacido para heredar muchos acres y mucha riqueza. Las múltiples felicitaciones; los cálidos ruegos con que los mayores del condado dan la bienvenida a un hombre más; el afectuoso cariño maternal de las madres de los alrededores que le han visto crecer desde la cuna, o de madres que tienen hijas, tal vez, lo bastante bellas, buenas y dulces para él; los saludos dichos en voz baja, medio tímidos pero tiernos de las muchachas, que ahora, quizás por primera vez, le llaman por su apellido, enseñadas por el instinto más que por la obligación de que ha llegado el momento de abandonar el familiar Charles o John; los jóvenes afortunados nacidos en buena cuna felicitándolo al oído mientras le dan una palmada en la espalda y le desean que viva mil años y que nunca muera; los gritos de los arrendatarios; los buenos deseos de los viejos granjeros que vienen a retorcerle la mano; los besos que recibe de las esposas de los granjeros y los besos que él da a las hijas de los granjeros, todas estas cosas contribuyen a hacer agradable al joven heredero su veintiún cumpleaños. No obstante, para un joven que se siente responsable y que no hereda ningún privilegio, es muy posible que el placer no sea tan intenso.

Se supone que el caso del joven Frank Gresham está más cerca de lo primero que de lo segundo, pero, con todo y con eso, la ceremonia de su mayoría de edad no era en absoluto como la habría celebrado su padre. Ahora el señor Gresham era un hombre en aprietos y, aunque la gente no lo supiera, o, al menos, no supiera que estaba en una situación muy difícil, no tuvo el valor para abrir de par en par la mansión y el parque para recibir a la gente del condado a manos llenas como si las cosas le fueran del todo bien.

Nada le iba bien. Lady Arabella no dejaba que nada a su alrededor fuera bien. Ahora todo resultaba una contrariedad. Ya no era un hombre alegre, feliz, y la gente de Barsetshire del este no esperaba una gran fiesta para la mayoría de edad del joven Gresham.

En cierto modo sí hubo una gran fiesta. Era julio y las mesas se hallaban distribuidas bajo los robles para los arrendatarios. Se hallaban distribuidas las mesas y la carne, la cerveza y el vino, y Frank, mientras las recorría y estrechaba la mano a los invitados, expresaba el deseo de que su trato con cada uno de ellos durara mucho y fuera mutuamente provechoso.

Ahora debemos dedicar unas palabras al lugar de la acción. Greshamsbury Park era una casa solariega inglesa; era y es. Pero es más fácil decirlo en tiempo pasado, pues hablamos de ella refiriéndonos a una época pasada. Hemos mencionado Greshamsbury Park. Había un parque así llamado, pero en general se conocía a la mansión como Greshamsbury House, y no se hallaba en el parque. Quizás la describiremos mejor si decimos que el pueblo de Greshamsbury consistía en una calle larga y extensa, de una milla de longitud, cuyo centro se redondeaba, de modo que media calle se unía en ángulo recto con la otra mitad. En este ángulo se alzaba Greshamsbury House, y los jardines y terrenos a su alrededor llenaban el espacio creado. Había una entrada con una gran verja a ambos extremos del pueblo y cada verja estaba custodiada por la efigie de dos enormes figuras paganas con una especie de garrotes que sostenían el blasón familiar. Conducían a la casa desde cada entrada dos calles anchas, muy rectas, que recorrían una majestuosa avenida de tilos. Se construyó con el más rico, quizás debiéramos decir en el más puro estilo Tudor. Aunque Greshamsbury es menos acabada que Longleat[5], menos magnífica que Hatfield[6], puede afirmarse en cierto sentido que es el más bello ejemplo de arquitectura Tudor que puede darse en pleno campo.

Se alza en medio de un extenso y bien dispuesto jardín y un terraplén construido en piedra, separados entre sí: a nuestra mirada no es esta vista tan atrayente como la amplia extensión de hierba que suele rodear nuestras casas de campo; no obstante, el jardín de Greshamsbury es célebre desde hace dos siglos y se creería que cualquier Gresham que lo modificara destruiría uno de los paisajes familiares más conocidos.

Greshamsbury Park, así llamado con propiedad, se extiende hacia lo lejos, hasta el otro lado del pueblo. Frente a las dos grandes verjas que conducen a la mansión había dos pequeñas verjas, una daba al establo, a la perrera y a la hacienda, y la otra al parque de ciervos. Este último constituía la entrada principal a las tierras solariegas, una gran y pintoresca entrada. La avenida de tilos que a un lado llevaba a la casa, al otro se extendía un cuarto de milla y parecía terminar en una elevación abrupta del terreno. A la entrada había cuatro salvajes con cuatro garrotes, dos en cada puerta, y todo, con las sólidas verjas de hierro, coronado con un muro de piedra en donde se erigía el escudo de armas familiar, las casas del guarda construidas en piedra, las columnas dóricas, recubiertas de hiedra, los cuatro ceñudos salvajes y el extenso terreno a través del cual se abría la carretera y que lindaba con el pueblo; todo era lo bastante imponente y daba a entender la grandeza de la antigua familia.

Quien las examinara más de cerca vería que bajo las armas había una voluta que presentaba el lema de los Gresham y que se repetían las palabras en letra más pequeña debajo de cada salvaje. En los días de elección del lema, algún experto en heráldica y armas había escogido Gardez Gresham como leyenda apropiada que representaba los peculiares atributos de la familia. Pero ahora, desafortunadamente, no se ponían de acuerdo en cuanto a la idea que significaba. Algunos declaraban, con mucho entusiasmo heráldico, que iba dirigido a los salvajes, a los que se llamaba para que cuidaran de su señor, mientras que otros, con quienes me siento inclinado a estar de acuerdo, aseveraban con igual certeza que era un consejo a la gente en general, en especial a aquellos que tienden a rebelarse contra la aristocracia del condado: «Guárdate de los Gresham». Este último significado presagiaría su fuerza, afirman los que sostienen tal opinión, mientras que para los anteriores equivaldría a debilidad. Los Gresham siempre han sido gente fuerte y nunca dada a la falsa humildad.

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