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El momento del reconocimiento

La relación con el tiempo llega a convertirse en una dimensión fundamental de la investigación, al pasar, de una concepción del actor posicionado dentro de las configuraciones sociales, a la de un sujeto que habla de sí por medio de las narraciones de sus experiencias. Se requiere de un largo periodo para alcanzar la maduración del proyecto de conocimiento, así como de un reconocimiento mutuo entre el investigador y sus sujetos para lograr una comunicación que rebase el consenso de diálogo acordado, como lo muestra Jeanne Favret-Saada (1990), quien afirma inapropiado el concepto de observación participante. En el mejor de los casos, el oxímoron que constituye este término se reduce a uno de sus componentes, la observación, que en sí misma excluye cualquier “acto de habla”. Sin embargo, en el trabajo de campo, el espacio está sujeto al tiempo de la escucha, ya que al narrar sus vidas, los sujetos participan en la configuración del tiempo.

El tiempo constituye el fundamento del conocimiento y del reconocimiento, así como hace posible la identificación de los acontecimientos y la del sujeto que los pone en relato. El reconocimiento es el acto por el cual podemos nuevamente tener contacto con el pasado dentro del presente. La distinción entre pasado y presente se hace a través de este mismo acto en que regresan los acontecimientos, por lo que debemos pensar el tiempo como una forma o como una potencia (Deleuze, 1968). Esta forma del tiempo remite a la concepción kantiana de la condición a priori del tiempo: pura, abstracta, que tiene existencia fuera de los fenómenos que le dan su contenido, pero que rompe con la identidad que posibilita operar una síntesis activa de experiencias a través del acto de conocer.

La figura trágica representada en Notas sobre Edipo de Hölderlin da a conocer esta “forma pura y vacía [...] la retirada misma o el alejamiento del dios que deja el hombre frente a la inmensidad vacía del cielo sin fondo” (Beaufret, 1965: 21). En la grieta por la que el héroe cae en lo trágico, experimenta el vacío del tiempo puro, un tiempo que no es el fundador de un orden teológico, un tiempo que no es más que la pulsión de muerte (Deleuze, 1968).

La relación con el tiempo, característica de lo trágico, se manifiesta por un giro que no se supedita al movimiento, sino que se realiza dentro del sujeto mismo confrontado a su ser trágico como destino. Hamlet dice que el tiempo está fuera de quicio. Gilles Deleuze interpreta esta enunciación del héroe trágico como la descripción de la figura vacía del tiempo, el que no cuenta ningún acontecimiento, el que no se somete a ningún orden sino el propio. Proyectado en este tiempo, el héroe está machacado y transformado en múltiples figuras de sí mismo.

En esta dimensión trágica de la temporalidad donde la discontinuidad atraviesa pasado, presente y futuro, el exiliado no puede recuperarse sino reconstruyendo constantemente la historia. La temporalidad del exilio se caracteriza por su dimensión trágica, cuando la emigración sin regreso, aunque mítica, es causada por rupturas políticas. El cambio es el fenómeno central de la acción trágica (Ricœur, 1983: 88). Los exiliados construyen todos sus relatos en un modo discontinuo que marca la modalidad de su existencia, como la de la configuración narrativa.

El cambio, que en la obra trágica surge de un golpe de teatro con efectos colaterales, disfraces y reconocimiento, es provocado en los exiliados por la ruptura definitiva con el grupo de origen; ruptura que puede originar la afiliación como forma del reconocimiento a otro grupo. La ruptura se concibe generalmente como un fallo interno al grupo que, de ahora en adelante, separará a los futuros exiliados de sus antiguos aliados. No se van porque son exiliados, pero una frontera se eleva entre ellos y su pasado porque anteriormente lo fueron del interior.

Exiliadas del interior

En África del Sur observé una situación que podríamos calificar de exilio interior. Cuando traté de que los habitantes de Soweto (en su mayoría mujeres) me contaran su pasado, con el fin de aprehender la manera como transmitieron sus vivencias del apartheid,3 no obtuve más que una comparación con el desposeimiento del presente que abogaba por el pasado.

Detrás de lo que se enunciaba como una denegación del apartheid, se expresaba la rehabilitación de las condiciones de vida del pasado que proyectaba en el centro del relato los sufrimientos del presente. Escuché quejas continuas sobre pobreza, dificultades para percibir las pensiones de jubilación después de años de trabajo, enfermedades de la vejez empeoradas por las de la miseria o amenaza constante del sida. Omnipresente en épocas de ruptura política y económica, este discurso de pérdida de una edad de oro, o de tiempos mejores que ellos mismos contribuyeron a transformar, provocó otra mutación: de una violencia racial en violencia social.

Empecé con la idea de reinterpretar por medio del relato, el papel de la Truth and Reconciliation Commission (Comisión de Verdad y Reconciliación) para entender particularmente la importancia del healing (curación), elemento central del proceso de transformación de las antiguas relaciones de violencia. La función del discurso de los testigos citados era substituir el perdón a la venganza.

Había leído críticas sobre este modelo de democracia política inspirado del protestantismo y de una especie de formalismo. Esta democracia no les permitía a los oprimidos del apartheid, elaborar y constatar su propia historia. Me entregaron una visión positiva y coloreada de la historia pasada para significar que la opresión racial de carácter paternalista podría presentar ciertas ventajas ocultas, puesto que la opresión actual se perpetuaba bajo la forma de un liberalismo que seguía oprimiendo a los negros. No a todos, se libraba a la pequeña parte de la burguesía en el poder. Vivían esos cambios como una situación de privación, de desempleo, de aumento de la delincuencia que substituía el paradigma de una sociedad racial, por el de una sociedad marcada por la violencia social.

También he compilado una serie de relatos que muestran una gran movilidad, con formas de recomposición familiar y geográfica, desplazamientos de una región a otra para los que vienen del campo, y de una ciudad o un barrio a otro, para los de las zonas urbanas. La posición de los negros siempre oprimidos es entonces subjetivada en el relato de las experiencias de movilidad y de vulnerabilidad psíquica. La manera como los sujetos cuentan las experiencias tiende a revelar un pasado vivido en el presente, cuya figura principal del síntoma individual y social de las medidas de dominación destructivas es el sida, pues entre las mujeres que he entrevistado, de las cuales algunas eran seropositivas, la interpretación de la desgracia vivida en el presente, así como la queja contra la desaparición de los valores y la indisciplina de los jóvenes que viven bajo un régimen no represivo, sirve para revelar una verdad histórica negada por otro lado.

Estas cuestiones sobre el método de integración del pasado, en el presente en el proceso de narración, no pueden abordarse sin plantear la cuestión del vínculo con el trabajo de terreno. La interlocutora está consciente de que el antropólogo quiere utilizar el testimonio que recoge. También está consciente de que va a transmitir una visión de su mundo sobre la cual no tendrá control, pero que quizá puede orientar como le convenga. Me han perturbado durante bastante tiempo los relatos de las mujeres de Soweto, a través de los cuales toda la violencia del pasado recae en la situación presente.

Las condiciones de producción del acontecimiento narrativo implican una forma de presentación de sí, mientras que “la presentación sí mismo, del encuestado, depende de la representación que se hace del investigador y de la situación de investigación” (Mauger, 1991: 125). Cuando me interrogué sobre el hecho de que las mujeres se resistían a revelar completamente los hechos del pasado, comprendí que existía un desfase entre los criterios de enunciación del storytelling de los criterios de la Comisión de Verdad y Reconciliación —que presuponen un punto de vista particular, personificado pero completo sobre los acontecimientos—, y el de los habitantes de Soweto que habían vivido los hechos y seguían viviéndolos sin verdadera ruptura entre pasado y presente.

En este contexto, no obtengo ni narración digna de ser hecha pública, ni ficción novelada (Brink, 1998). Obviamente, esta resistencia remite a la dificultad de obtener una “palabra de verdad” en el marco de una relación desequilibrada, donde la investigadora goza de un estatus social superior al de las investigadas que no se sienten legitimadas para analizar una situación. También remite a la ambigüedad de mi propio estatus, europea y blanca, lo cual me confiere cierto poder, estoy propulsada en su universo. Pero, además, la encuestada puede influir sobre la forma en que la información recogida se utilizará en el mundo de donde vengo. Busca, por tanto, compartir conmigo su forma de experimentar la situación, instaurando una especie de negociación sobre los papeles respectivos de investigadora y de investigada.

Conclusión

Al analizar el papel de las narrativas en la encuesta antropológica, intenté profundizar en la relación entre investigador e investigado, con el fin de conocer cuál es el lugar de este último, especialmente cuando se convierte en narrador de su propia situación. ¿Significa esto que el investigado que narra, logra neutralizar la operación de construcción del discurso que el antropólogo intenta leer superficialmente?4

En este capítulo critiqué la actitud distanciada y hablé de un coconocimiento entre el antropólogo y sus interlocutores. Sin embargo, tuve que transitar por interpretaciones para comprender la denegación de los sujetos de la investigación de Soweto, así como las diferentes posiciones de los sujetos de otras investigaciones.

¿Cabe concluir entonces que causé una serie de interferencias y mezclas entre mi lectura de los hechos y la de los narradores? El término interferencia se explica en el tránsito de la comunicación durante la interlocución en el terreno, sobre todo, al emplear un ellos globalizante para designar a los sujetos de la investigación. Este cambio en la narración del yo y del que señala la enunciación singular al él definido como “no-persona” (Benveniste, 1966) parece sembrar la confusión entre los papeles que cada uno tiene en el corazón del trabajo antropológico. Esta confusión se ve acentuada por el uso del relato cuando no responde la pregunta de quién es el autor y si éste es único o si son múltiples.

Como especialista del tema, Lejeune se interroga sobre la autobiografía de aquellos que no escriben, aquella que interesa a los dominados o subordinados, y que es preferible calificar de relato producido entre dos. Y en esta producción, ¿a quién se dirige el narrador? Hablé del dispositivo narrativo donde el oyente toma, sin duda, el lugar de un destinatario elegido. La tarea de los antropólogos consiste entonces en cuestionarse sobre este lugar y en descifrar los diferentes vínculos que los narradores mantienen con él.

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Abecedario de creaciones migrantes
CRISTINA ISABEL CASTELLANO GONZÁLEZ

El pensamiento del trazo, de la huella, se opone al pensamiento-sistema como una errancia que orienta... Sabemos que el trazo es aquello que nos pone a todos en relación.

Édouard Glissant, 1990

Introducción

La perspectiva de este estudio combina métodos socio-antropológicos descoloniales vinculados con las artes y se inscribe en los debates actuales sobre migraciones y estudios de género. Más allá de responder a una problemática científica puramente teórica, presenta el proceso y los resultados de un taller de alfabetización y creación narrativa realizado con un grupo de trabajadores inmigrantes africanos radicados en París. Este taller sirvió como detonante para la composición de breves relatos autobiográficos empoderados, así como su puesta en escena por medio de exposiciones tanto en Francia como en México.

Este capítulo muestra cómo, por medio de la transmisión de una lengua extranjera, y utilizando técnicas de creación auto-narrativa, se obtienen relatos personales que permiten construir una imagen de sí dignificada, sobre todo cuando se ha sido estigmatizado durante décadas, debido a la clase, la nacionalidad o la raza. Así, las estéticas y narrativas migrantes estudiadas en este texto se articulan de acuerdo con las características del contexto de origen de los narradores, y en resonancia con las tensiones que viven en la ciudad de recepción actual.

Es pertinente aclarar que este trabajo tiene perspectiva de género, no por ser un trabajo de reflexión sobre las mujeres o los géneros, sino porque, desde una de las vertientes de los estudios de género, se ha subrayado la importancia de pensar las masculinidades subalternas, de inmigrantes y trabajadores provenientes de países colonizados, en contraposición a las masculinidades hegemónicas asociadas a la figura prototípica del hombre blanco occidental de clase privilegiada y educado (Connell, 2003). Igualmente, hemos tomado como referente teórico la obra del autor postcolonial Stuart Hall (2008), ya que sus trabajos permiten reflexionar sobre el tema de las migraciones y las diásporas en articulación con las nociones de clase y raza, lo cual permite restituir los resultados aquí propuestos de manera interseccional.

Poéticas de la relación en la producción de conocimiento-solidaridad

Empecemos por decir que trabajar sobre migrantes es muy distinto a trabajar con migrantes. En el trabajo sobre migrantes se esconde la preposición sobre, que significa “por encima de”, y se asume —por regla cuasi general y de manera involuntaria— un estatus diferente al de las personas que circulan de manera precaria debido a sus diferencias de clase social y circunstancia material.

Desde la comunicación política xenofóbica de los llamados primeros mundos, y con el apoyo de muchos de los medios de comunicación que buscan la anécdota de venta, se han construido adjetivos que observan y definen negativamente a las personas que migran. Se les llama indocumentados, ilegales, deportados, clandestinos, desplazados o gente que está de más. Algunos de los adjetivos utilizados pueden sorprender por el tono prejuiciado con que se engloba a las múltiples personas cuyas vidas están marcadas por el desplazamiento y la diáspora. No se distingue a las personas que migran por motivos de guerra (refugiados) de los migrantes económicos, y mucho menos de los migrantes culturales a quienes se les suele identificar como autoexiliados.

El hecho es que muchos de los conceptos utilizados en los últimos años han transformado el uso genérico de la palabra migrantes al estigmatizarla y llevarla a su connotación negativa como le sucedió a la palabra negro en la época de la segregación racial, a la palabra judío durante el fascismo o a la palabra chicano que se usaba como insulto en Estados Unidos antes del movimiento de afirmación cultural y de derechos civiles. Hoy, en el primer cuarto del siglo XXI, el uso de la categoría migrantes se ha popularizado y está cargada de una hermenéutica negativa. Se leen e interpretan las movilidades y las vidas de las personas de manera trágica, se describen las violencias que las atraviesan, las contradicciones que las habitan, y se señalan la mayor parte del tiempo, las zonas de estancamiento en donde viven.

Esta hermenéutica negativa de la migración se aleja de visiones empoderadas, como la que usó la perspectiva de género en el feminismo de los años setenta para celebrar la presencia de hombres y mujeres migrantes en la generación de la riqueza de los países industrializados. Por ello, el concepto trabajar sobre migrantes tiende a alinearse con la antropología objetivante que prefiere observar al objeto de estudio desde la perspectiva de la victimización y no del empoderamiento generando así “conocimiento-regulación”, a diferencia de lo que proponen las tesis descoloniales del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, quien invita en su libro Una epistemología del sur a crear “conocimiento-solidaridad”, tanto en la naturaleza como en la sociedad (2009: 187). De ahí que este estudio de caso haya buscado no sólo tratar de extraer informaciones y saberes sobre las realidades marginales de los migrantes, sino construir conocimiento-solidaridad, por medio de la restitución en el intercambio de saberes.

Las experiencias y logros descritos a lo largo de este capítulo fueron orientados con el fin de producir conocimiento-solidaridad (Sousa Santos, De, 2009: 187) porque trabajar con migrantes en nuestros días, invita a crear metodologías diferentes de aquellas que se utilizaban en la investigación positivista; invita a trabajar con métodos más experimentales y prácticos de investigación-creación. Bajo estos supuestos, trabajar con migrantes y no sobre migrantes implicó la realización de proyectos participativos y de colaboración conjunta que sobrepasan las éticas de la competencia para favorecer las éticas de diálogo horizontal, de vinculación de saberes y prácticas. Con ello se detona lo que Édouard Glissant llamó una “poética de la relación” (1990), aquella que puede llevar al investigador no sólo a entender realidades dramáticas sino también a tratar de transformarlas positivamente.

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