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Alejandro Morellón


Alejandro Morellón (Madrid, 1985). En 2010 fue becado por la Fundación Antonio Gala. Ha publicado el libro de relatos La noche en que caemos (2013), con el que resultó ganador del premio Fundación Monteleón, y algunos de sus textos han aparecido en revistas como Quimera, Prosa inmortal, Eñe o Energehia. En 2015 fue finalista del Premio Nadal por su obra “He aquí un caballo blanco”. En 2017 resultó ganador del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, con el libro “El estado natural de las cosas”. Actualmente reside en Madrid.

Candaya Narrativa, 62

CABALLO SEA LA NOCHE

© Alejandro Morellón

Primera edición impresa en la Editorial Candaya: septiembre de 2020

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Alex Monge

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-18504-10-5

Depósito Legal:B 21441-2019

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Índice

Portada

Autor

Créditos

Índice

Cita

Dedicatoria

I

II

III

IV

V

AGRADECIMIENTOS

Iré qué importa

caballo sea

la noche

Roy Sigüenza

A Manuela, a Oliver, a Ricardo

I

Quise ingresar de nuevo en la noche para evitar el rostro de mi madre, el de mi hermano, el de mi padre, e intercambiar los afectos y los defectos de mi familia por una presencia redentora, reemplazarlos a todos por el cuerpo soñado de la bestia: un caballo blanco, descomunal, como un rey pálido bajo la tormenta, los ojos dirigidos a un cielo iluminado por la electricidad, la cabeza erguida para enfrentarse a la luz con un relincho, el músculo entre el grito y la carne, caballo sea la noche, le dije, y el animal continuó su curso entre los espacios intermitentes, desenfrenado por una potencia externa, desconocida, arrastrándose hasta llegar a un abismo en el que acabó por disolverse, y yo a ese caballo lo amaba porque ese caballo era yo, atravesado por la caída de los relámpagos como por la mirada de un dios infatuado, y cuando la imagen se desvanecía su inquietud perduraba a través de mi temblor, retorcido entre las sábanas, pensando en la razón por la que había entrado en mi cuarto despojándome de la camiseta y de los zapatos, retirando todo lo que había sobre la cama para tumbarme en ella mientras los maldecía a los tres, caballo sea la noche, repetí, porque quise dormirme hasta el final de las cosas e invocar una oscuridad en la que no se leyera mi nombre, refugiarme bajo esa frazada que era mi manto nocturno, queriendo dormir para generar un crepúsculo increado todavía, y no recuerdo lo que había hablado con mi madre pero lo último que vi de ella era que seguía en el sofá, con el álbum de fotografías sobre las piernas aunque ya no lo mirara, ¿cómo estás?, le pregunté, pero mi madre simplemente pestañeó dos veces antes de que yo me diera la vuelta sin ninguna réplica, de regreso a mi habitación, y no había sido tanto el cansancio como mi voluntad lo que me había llevado a cerrar los ojos en espera de las próximas alucinaciones, en una noche que duraría muchas noches en las que yo lloraba incluso dormido, consignado en el dolor también en sueños, aunque a pesar de todo me decidiera por habitar un mundo provisional, sabiendo que podía renunciar a él cuando lo necesitara, encender la luz y regresar a la realidad de la casa, pero aún no quise, todavía no, prefería retener algo más de los días inmemoriales, soñando con el tiempo antes del tiempo, recobrando en la noche una memoria virginal, retroceder a lo que estaba antes, al día de mi quinto cumpleaños, por ejemplo, sentados todos alrededor de la mesa cuando mis padres me miraron orgullosos y se dieron la mano igual que hace treinta años, un mismo gesto que se desdoblaba en ellos, una reincidencia que duraba lo que durase el encantamiento, hasta que mi madre cogió el cucharón para preguntarnos: ¿quién va a querer puré?, sirviendo primero a nuestro padre, elegantemente vestido y muy recto en su silla, con una actitud tan tranquila que parecía aletargado, reposando sus ojos en el plato, en mi madre, en el vaso de vino, en la ensaladera, en mi hermano, y después en mí: vio que se me había derramado un poco de puré sobre el mentón y lo recogió con el pulgar para llevárselo a la boca, y dijo: qué rico, y ya mucho más tarde he querido adivinar en ese acto un símbolo crucial, una anticipación, mi madre sonrió primero hacia mi padre y luego hacia mí y seguimos comiendo todos a ratos en silencio y a ratos no, desde la ventana nos llegaba una luz sin brillo pero el día era claro y los cubiertos de plata, que solo se utilizaban cuatro veces al año, nos devolvían la forma de los demás objetos sobre la mesa, la bandeja del pan y la fuente de agua y la tarta que mi madre dispuso en el centro para que yo soplara las velas después de pedir un deseo, y ese deseo lo pedí y nunca se me cumpliría, mi padre tironeó de una de mis orejas cinco veces mientras mi madre cantaba y mi hermano quiso también soplar las velas, aunque no creo que él pidiera ningún deseo, pero a menudo el recuerdo y el sueño se malinterpretaban, a veces era mi madre la que me tiraba de las orejas, o mi hermano no soplaba las velas, o a mi padre le asqueaba la comida que había recogido de mi cara, y entonces la memoria se volvía inestable, un lugar del que yo no sabía si huir o en el que refugiarme, a menudo atravesado por una inquietud solipsista en la que la naturaleza de las imágenes perdía concreción, y por medio del mismo desvarío me acababa disolviendo, me enajené de los objetos sensibles, estaba recluyéndome en el yo como un árbol que no se ve porque está enterrado al revés, un fruto que crece subterráneamente fuera de la mirada del mundo, protegido de la luz, porque yo sentía que la luz me había hecho más daño que la oscuridad, por eso rechazaba todo lo demás: el aire real y los sonidos de la calle, la mañana y la tarde, el frío, el calor, el paso arrastrado de mi madre por el pasillo, negando todo lo que no tomara forma a partir de mi propia mentalidad, sometiéndome cada vez más a un sueño inagotable, una falsa memoria que fluía y recomenzaba, desarticulándose para luego volver a articularse en formas variadas de la memoria o de la recreación, porque yo no sabía diferenciarlas y porque me costaba abandonar el estadio lunático para regresar al original, al tiempo de las obstinaciones, porque la historia de mi familia fue una historia de revivencia, de repetición, la debilidad en el padre, el silencio en la madre, la lesión en el hermano, yo no quería volver a la clarividencia sino sustituirla por los estados más nobles, por la noche y el sueño, para despertar después como quien no ha conocido un pasado, como quien no ha conocido el cuerpo de los demás, y a veces la realidad era un ojo que se abría para ver lo poco del paisaje que entraba desde la ventana de mi cuarto, un sol de septiembre o las ramas peladas del árbol, distinguía la nieve del invierno y yo abrí la boca como para probar el frío pero no lo sentí, me obligué a continuar entre las imágenes de cada sueño, reutilizándolas, reciclándolas, valiéndome de ellas como en una proyección cíclica demoledora, habitando un interregno de la conciencia hasta que al final el sueño se imponía de nuevo y se manifestaba, por ejemplo, en un cuerpo y en una mano y dentro de esa mano en un puño y dentro de ese puño en un ángel sin boca y dentro del ángel en las palabras, quisiera transformar el lenguaje, intentaba decirlo murmurando, volverlo sagrado silencio, sonaba como un gemido, y el ángel se retorcía y yo veía su cuerpo caer perdiendo el conocimiento, cayéndose en la noche, y se le olvidaban al ángel los cánticos y el idioma, todos los lugares y los espacios del mundo, y yo volvía a quedarme solo muy detrás de la memoria allá donde no llegaba ningún conocimiento, a salvo donde mi padre me envolvía por entero, su aliento desde arriba y desde detrás, comprimiéndome en un abrazo sin tiempo, hasta que abrí los ojos y miré la mancha de mi ropa interior y me vino una duda antigua: sobre la reformulación de las vivencias en memoria, sobre la revivificación de los cuerpos mediante la imagen, y me pregunté si mi cuerpo también habría desaparecido o por el contrario seguía ahí, con los brazos ahora cruzados sobre el pecho y mis pestañas sellando la puerta de la luz, siempre en una dicotomía entre el ser y el querer ser, entre una materia inconformable y la otra inconformista, cuestionándome la naturaleza del deseo que siempre avanza en perpendicular a la voluntad pero sin tocarla nunca, de la misma forma que los proyectos y los apetitos habitan entre sí sin comprenderse, pensaba, fijándome en la mancha, y me pregunté si la mancha del que sueña era y no era la misma mancha del que recuerda, porque en el sueño no se tenía un orden concreto para los acontecimientos, a la memoria del sueño no se le podía imponer un proceso estructural, introducir un episodio origen, establecer un ritmo, el sueño era distinto del pensamiento, que era otro artificio más, al fin y al cabo, y mi pensamiento se apresuraba, convencido de no hacer caso a los códigos establecidos, volvía con el entusiasmo de la primera vez a la idealización de la atmósfera hasta que la mañana me despertó como un dolor, una corriente de aire llegaba desde la ventana abierta, ¿la habría abierto mi madre?, mi saliva había dejado un surco en la funda de la almohada y me pareció que la línea misma apuntaba hacia afuera, hacia la puerta, y decidí levantarme pero mi cuerpo no me respondió enseguida, estaba igual que cuando me había tendido sobre la cama salvo por unas mínimas variaciones: un hombro ligeramente elevado, una pierna que se desplazaba unos centímetros a la izquierda, la cabeza algo más hundida, los brazos ya no estaban en cruz sino que uno de ellos estaba metido entre mis muslos y el otro bajo la almohada, quería ponerme de pie sin saber cómo, con qué pierna empezar a andar, cuáles eran los movimientos precisos, primero la rodilla, flexionar la pierna varias veces y luego buscar con ella un contacto real, mi cuerpo escorándose hasta el borde de la cama, tomando impulso, me senté para sentir que se reorganizaba la sangre dentro de mí, los intestinos asentados al fondo de mi estómago, y después todavía sin levantarme me vino la sed, inevitable, apoyé en mi pierna izquierda el peso del cuerpo hasta que la maquinaria de huesos empezó a rodar como un ejército bien instruido, cruzando la puerta hasta el pasillo, pero ahí me detuve, ¿el baño estaba a la izquierda o a la derecha?, intentaba recordar la casa, las direcciones, la anchura de las paredes, el techo, la disposición del espacio, la posición de las luces, la mecánica de los objetos, quería comprender las cosas para apoyarme en ellas, avanzar por encima de ellas, pero los objetos no se sostenían, se desmoronaban: por aquel entonces la cortina de la ducha se descolgaba siempre, las bombillas se fundían, los electrodomésticos se averiaban, el tocadiscos dejó de funcionar, el espejo del baño se rompió y nadie quiso arreglarlo, pero en ese momento yo no recordaba nada debido a que había estado soñando una cantidad indefinida de tiempo y solo podía intuir los espacios o imaginármelos, por una de las puertas vi el lavabo del baño y me metí en él para beber directamente del grifo como un perro, después me bajé los pantalones y lo dejé ir todo por el retrete antes de volver a mi cuarto, aunque antes, en otro intento por ubicarme dentro de la casa, miré hacia atrás donde el corredor se abría unos metros y aparecía el salón, y vi al fondo sobre el sofá el cuerpo reducido de mi madre que miraba hacia mí, pero no le dije nada, sin detenerme y sin perder el rumbo, entrando en mi cuarto para cerrar la puerta y enfrentarme al espejo del armario, recordando el día en el que marqué mi pecado contra la imagen que me devolvía, reviviendo el momento en el que guardé la lengua y me cubrí el torso con las manos cuando la puerta se abrió detrás de mí, el día en el que había escrito algo honesto por primera vez, mi ropa interior colgaba de la silla y yo miraba mi cuerpo desnudo para compararlo al resto de cuerpos de mi colegio, había una luz que parecía inextinguible, alcé las manos para reconocer la forma de mis hombros, miré mis ojos a la altura de mis ojos, miré reconociéndome y saqué la lengua y llevé la punta a la extensión del cristal y entonces besé la imagen de lo que era yo, mi lengua y la lengua fría del espejo también se reconocieron y yo me reconocí en ellas, entonces escribí con la lengua sobre la superficie empañada y las palabras se quedaron ahí para siempre, y yo también, por mucho que se limpiaran después, por mucho que mi madre intentara deshacerse de la mancha, qué saliva corrosiva, qué lengua tan ácida la de mi boca, supe que ella había entendido las palabras escritas en el espejo por la forma que tuvo de mirarme a partir de entonces, supongo que al leerlas mi madre pensó que constituían una llamada de auxilio aunque yo insisto en mantener que no fueron sino un conjuro, un repelente emocional, una fórmula de protección, las palabras se quedaron marcadas en el cristal antes de que entrara mi hermano y me descubriera como me descubrió, su mirada anticipándose a todas esas miradas futuras, me gritó y todavía sigue gritando: ¿qué porquería estás haciendo?, y yo seguía sin entender la rabia, por más que quisiera no lograba darle un sentido, una sensibilidad, una lógica en medio de la enajenación del pensamiento, pero el mensaje se me escapaba, la realización última se perdía, no encontraba una sustancia para encarnarse, y yo me repetía, no tengo heridas pero las siento, rememorando frente al mismo espejo y sin saber darle un nombre al mundo que me rodeaba, volví a la cama saltando sobre ella y me introduje otra vez bajo las sábanas, más allá del sueño y más allá de la conciencia hasta que las horas se propagaron y se contrajeron sin control en episodios que apenas podía identificar, las visiones me llegaban sin ningún criterio, iban apareciendo y desapareciendo, el caballo, un tumulto de ojos, gargantas inhumanas, cabezas sin orificios, seres polimórficos, toda clase de animales que trotaban junto a mí, personas conocidas y desconocidas se proyectaron sobre la pared negra en la que coexistían también rostros deformes, soles escondidos, aberraciones de la naturaleza, toda una exhibición de atrocidades, y también soñé que mi padre estaba hecho de tierra y que la tierra se evaporaba en un aire que no podía respirar, y soñé con sus manos y me desvelé porque me había vuelto el dolor de cabeza, tanto divagar me dejaba confuso, las ilusiones reverberaban entre un estado de delirio anamnésico y el cuestionamiento de la verdad, y si la verdad es repetición, si también es recuerdo, si las miradas del pasado se vuelcan y se vierten en nuestros ojos del presente, ¿no son susceptibles estos recuerdos de concitar otros?, ¿algunos recuerdos de reclamar otros?, ¿una imagen de generarse en otra?, y durante el sueño se estaba sentenciado a la repetición, a que los episodios dolorosos se hicieran una y otra vez verdad, mi padre extendiendo sus brazos hacia mí el día que se fue de casa, me siento tan orgulloso de tu silencio, os quiero tanto a todos pero sobre todo a ti, no olvides que somos una familia, ahora estáis solos, prométeme que no llevaréis a tu madre a ningún sitio lleno de viejos y enfermos, dame un abrazo y no me olvides, abre los ojos despacio para que la luz no me haga desaparecer, nadie te va a querer tanto como tu madre o como yo, ¿sabes que te quiero?, ¿lo sabes?, lo sabes, dame un abrazo y no me olvides, mi padre despidiéndose sin que supiéramos a dónde se iba, y nunca lo supimos porque nunca llamó, por mucho que yo se lo rogara el día de su despedida, en el rellano de la escalera, antes de que descendiera haciéndose lejano y pequeño, en un momento la escalera invirtió el sentido para continuar su descenso y mi padre traspasaba la franja de visión, yo le devolví el gesto, le dije adiós a su mano que me decía adiós, levantaba la mano mostrando la palma hacia los escalones, una mano que quedaba sostenida frente al espacio despejado de la escalera, mi padre ya había desaparecido aunque no del todo porque continuó durante mucho tiempo en aquella escalera, suspendido en forma de espectro, detenido en la mirada del que lo ve, porque el ausente continúa y sigue siendo por sí mismo, pero en los otros permanece: detenido en el rellano de la puerta, en la ventana del coche, en el pasillo, en la esquina de la calle, sigue su silueta en el paisaje como una impronta imborrable y esencial, mi padre, y mi madre lloraba después sin que se la oyera, lloraba porque él se había ido y porque yo había decidido callarme y porque mi hermano llevaba muchos días sin aparecer por casa, y su llanto era grave, ronco, pero a veces se agudizaba y producía un chillido roedor, a menudo la oía suspirar fuerte, atragantarse, sorberse la nariz, decir alguna palabra de consuelo o de resentimiento, mi hermano no volvió una noche, ni la siguiente, ni las otras, no lo haría hasta tres semanas después, enfermo y sucio, volvió para mostrarnos su enfermedad y para morir, porque yo quiero morir, dijo, aunque no era verdad, pero que no fuese verdad no significa que fuera mentira, porque mi hermano sí creía en aquellas palabras y la otra persona que también era mi hermano tuvo que creerse esas mismas palabras, un poco por lástima y otro poco por cumplir con una ausencia, restituir una falta, retribuir un llanto que no se produjo pero que, en la mente del sueño, debió haberse producido para mantener una realidad, otra ensoñación más, pero, ¿existe alguna mentira que no quiera convertirse en verdad?, y tras la marcha de mi padre la casa y los silencios de la casa se hicieron más grandes y mi hermano montó su cuarto de juegos en el antiguo despacho y mi madre utilizó el espacio de las estanterías para los álbumes de fotos, porque aunque mi padre se fuera todavía quedaron desperdigados por la casa sus objetos, las gafas, los vinilos, su cepillo de dientes, algunos pares de zapatos, su sombrero de fieltro, y mi hermano empezó a fumar en la pipa de mi padre y yo me quedé con su bote de crema de afeitar y a veces me la untaba en los pezones porque me excitaba, yo solo podía imaginar las cosas y no pronunciarlas en voz alta ni a nadie, entonces me quedaba en silencio y me cubría la cara con las manos como queriendo evitar que la palabra saliera de la boca, taponando la salida, y haciendo recular la palabra al esófago, y del esófago al estómago, donde hacía nacer una fuerza de mis vísceras para que la descompusieran, a la palabra, entonces me entristecía, me refugiaba en la agitación, me avergonzaba, me recriminaba el impulso, la impremeditación, el arrebato de dolor, y a veces solo emitía un gemido lastimero y me concentraba en esa palabra, ya palabra deshecha, y luego pensaba en ella como en una sustancia efímera, una verdad desvaneciente, una luna antes de su desintegración, un sepulcro al que iban a destinarse todas aquellas significaciones ya muertas, porque al salir de aquel que las convocaba se deshacían y perdían la sensibilidad, eran absorbidas por la obra sacramental, por la liturgia de la reinterpretación, una palabra que deja de ser una para erigirse en otra, con distinta forma, diferente pronunciación, una memoria ajena, pero al sujeto individual no le bastaba la palabra para conocerla, y de esta forma la palabra solo era un puente entre el significado y el significante, o una interposición entre dos términos, el contenido y el objeto contenedor, a la vez prisión y refugio, como la bañera en la que solía bañarme y que era también en mi imaginación un ataúd blanco: yo me tumbaba cruzando los brazos como los faraones egipcios porque quería anticiparme al silencio y al espacio sin horizonte, confundir el blanco del techo con el blanco del cielo, confundir el frío de mi cuerpo con el placer de la ingravidez, confundir las distracciones de mi madre con los susurros angelicales que me acompañaban, confundir una mancha blanca sobre mi ropa con el brillo de un gato tuerto en la oscuridad, yo tenía el cuerpo tendido y desnudo, no hice caso de los nudillos contra la puerta, soy alguien que se ha muerto, me repetía, y no respondí ni cuando me pegaron ni cuando me hicieron regresar a la habitación, porque estoy como estoy, dije con la voz amplificada por el baño, más lejos que cerca, más fuera que dentro, aunque mi madre se propusiera sacarme de allí a la fuerza yo no la dejaba, porque mi madre no fue la misma desde que mi padre se fue, y mi hermano también cambió, se volvió imprudente y violento, aprendió a gritar y a pegarle a las puertas, aprendió a mirarme con asco y aprendió a caminar más erguido, siempre con los puños cerrados, concentrando una rabia aterradora, supongo que mi madre solo aprendió a evitar a mi hermano para no tener que evitar mi silencio, y yo no aprendí a evitar nada pero sí aprendí que los cuerpos sienten nostalgia y que algunos males son irreparables, descreyendo de todo incluso de mí, sobre todo de mí, sobre todo cuando dormía, prefería creer en el desvanecimiento de la razón antes que en las ilusiones y en los misterios del sueño, pero yo siempre volvía a él, al sueño, un sueño en el que mi cuerpo seguía confinado, un sueño de duración incalculable, descendiendo a más profundidad, a escenarios sin fondo, y algunas veces mi boca emitía un sonido ronco, como un quejido silencioso que se continuaba hasta que volvían las imágenes, entonces sucias e intensificadas, yo me sumergía en una materia vulnerable y despotricaba contra mi naturaleza, soñando que mi hermano volvía a descubrirme frente al espejo y que en lugar de recriminarme se desnudaba conmigo y jugábamos a imitar los movimientos del otro, yo jugaba con mi hermano y me reía tanto que mi cuerpo pareció arquearse en la cama y mis labios se curvaron hasta formar una mueca de triunfo, y qué farsa es un sueño, pensaba en el propio sueño, creyendo estar evitando la contradicción, así que no tenía por qué despertarme y no lo hice, mi hermano saltaba conmigo en la cama y en el momento siguiente ya no estaba allí, se había caído al suelo, un acto que se produce después de la caída del ángel, por concatenación, como acompañamiento, un hecho recogido por otro de tal forma que no cabe imaginarse de qué manera podrían haberse generado por separado, aunque a decir verdad la caída de mi hermano se originaría antes de que yo tuviera conciencia de las cosas, se remontaba a tiempos y a espacios innombrables y abarcaba toda la amplitud de mi experiencia, hasta el momento en el que mi lengua volvió a meterse en mi boca, el mismo en el que su mirada creó un monstruo que se alimentó con su enfermedad, y lo último que me había dicho él, qué guarrada estás haciendo, esa última frase reverberaba en mí como la última palabra de misa, con esa categoría final, como una solemne sentencia, como una monumental profecía, y no paraba de temblarme la boca hasta que la visión acababa, me estaba infligiendo un dolor para no tener que aceptar ese otro dolor, y yo quería reconvertir ese dolor mediante la palabra pero no para enfrentarme al significado verdadero sino para reconocerme en mí, para conformarme una identidad, reforzarla o distenderla, condensarla o disiparla, afianzarla o volverla liviana, intentaba rebuscar en los orígenes, remontarme a ese momento certero y último antes de la metamorfosis, indagar en la memoria y recomponerla y asumir el instante preciso a partir del cual todo se transforma, se precipita, se desborda, everything might spill, quería encontrar el segundo de abstinencia antes del estallido por el cual la materia saliera despedida por los aires y a través de los tiempos, y cuando me volvía la lucidez y el cuerpo se despertaba mínimamente y se reemprendía la comprensión, entonces me preguntaba el porqué de aquella cólera repentina, esa exasperación virulenta contra mi propio orgullo, desde el recuerdo y desde el sueño, nunca hacia la sensibilidad, no en favor de una búsqueda sino con el fin de la flagelación, pero aun así yo no optaba por renunciar a la verdad y quise saber quién y cuándo, cómo y por qué, levantar un dedo y señalarlo a cualquier parte y reconocer en el rostro señalado el origen del mal, apuntar con el índice inquisidor a la primera forma manifestante y sufrir una cruel revelación: que el dedo apuntaba hacia el mismo lugar desde el que procedía, un dedo que señalaba de afuera hacia adentro, que se daba la vuelta para convertirse en núcleo, hacerse centro de la culpa, recogerse en la misma persona que lo extendió, yo, ofreciéndome una redención imposible, una secuencia trágica, crecimiento y creencia, desprendimiento y renuncia, aunque yo podía, eso sí, hacer como si gobernara mi intimidad, conformar un grito que pareciera sincero, que simulara una naturaleza propia, desperezarme y suspirar, manifestarme por temor a la desgracia, construir las frases por una tribulación arbitraria, no compartir la palabra sino interpretar un llanto, un llanto suave y liberador, y entonces yo me cubría otra vez la cara con las manos de la misma manera que también, alejándolas del pulso inestable de mi conciencia, las retiraba del sueño para tocar con ellas la cama, la pared, el armario, para encontrarme con lo tangible, con lo palpable, en busca de un asidero para mis emociones, y así yo era yo pero también pasaba a ser otra cosa cuando me dejaba ir, una mezcla confusa entre la persona que soñaba y la persona que pensaba, entre una posición y otra, entre las dos miradas que no se encuentran justamente porque están dirigidas hacia un mismo lugar, ¿qué lugar?, pero yo conocía su ubicación exacta, el lugar en el que convivían la lavadora y el arenero de la gata, las tejas rotas y los objetos que ya no se utilizaban, la mecedora del abuelo, la máquina de coser, las mancuernas, la bicicleta estática, un perchero, los guantes de boxeo, la guitarra, los tomos de la enciclopedia de hace treinta años, la jaula de madera que conservamos aunque los pájaros hubieran muerto, el lugar al que mi padre me llevaba para que viera algo que solo podía ver yo, dijo, y yo solo quería seguirlo a todas partes y que me quisiera por ello, todo el tiempo, mientras la noche se extendía a lo largo de las paredes y de los silencios, y a pesar de que existía la fatalidad solo la adivinaba y la descubrí más tarde, regresando a menudo al rostro inmutable del padre arrepentido, a las laceraciones de la cara, a los labios consumidos, al rostro ojeroso, a la mirada afligida en la que entonces se llegaba a adivinar la contrición, acumulada en esa hora sin palabras, en la súplica que atravesaba la retina por medio de la lágrima, un aliento enfermo que se agotaba hasta calmarse y que se volvía de nuevo sueño y figura espectral, y el rostro de mi padre desaparecía y en su lugar se encarnaba de nuevo la cabeza del caballo blanco al que ahora le supuraban los ojos, había adelgazado tanto que se le notaban las costillas por debajo de la carne, se volvía hacia mí lentamente y pude entender su dolor, contuve el aliento, me miró como si yo fuera también un animal en mi sueño, su cara amarga, encogida de sufrimiento, los dos ojos hinchados y negros como dos frutas descomponiéndose, las horas transcurrían sin tiempo y la oscuridad fue reconociéndose en el cielo, de norte a sur, y después ya fue solo noche entre el caballo y yo, y a veces abría la boca y la lengua salía disparada hacia delante y luego hacia abajo, compartí el miedo y la exaltación del caballo, comprendí su desesperación y yo también me hice caballo, seguía sin apartar la mirada, suplicante, sin sobresaltos, el animal se acercó unos metros y yo no me moví, la noche invaginó todo lo demás, el resto se desintegraba en ella, desaparecía, pero él y yo quedamos en silencio, su rostro pálido y semihumano frente al mío, lentamente el caballo empezó a asustarse por algo, o fui yo quien me asusté, y volví del sueño a mi habitación, a mi cama, a un tiempo que ya no conocía, y entonces desperté, ¿cuánto había pasado ya?, abrí otra vez los ojos temiendo que fuera demasiado tarde, pero vi que ya era de noche y me levanté y vi el espejo de cuerpo entero y cuando estuve cerca me miré en él y me reconocí en seguida porque era yo y seguía siendo yo y el espejo seguía siendo el mismo y abrí la boca y otra vez escribí con mi lengua las palabras y luego salí de la habitación.

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399
477,84 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
82 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9788418504105
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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