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Читать книгу: «Entre trigales»

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© Agustín Neira Calvo

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-976-6

Disponible en papel en librerías y, en digital, en las

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.

Para C.

Para P. y M.

.

Somos nuestra memoria,

somos ese quimérico museo de formas inconstantes,

ese montón de espejos rotos.

Jorge Luis Borges, Cambridge.

El que fue ya no puede no haber sido.

Vladimir Jankélevit.

1

Julio de 2020

Subo del campo solitario hacia casa por el camino que lleva desde la Fuente Chica hasta el pueblo antes de cruzar la carretera. El camino es recto, como trazado a cordel. Es julio y todo está mustio y reseco. Voy solo, pero sé que, como es habitual aquí, en Orbeto, alguien me mira inquisidor por entre los visillos de las ventanas. No veo a nadie, pero detecto que me están observando.

Todos miran hacia fuera, pero muy pocos hacia dentro.

Me paro en el primer número del paseo de san Francisco. La casa está vacía, llena de silencio. No hay muebles, ni mesas ni nada.

Igual sucede con el pequeño corral. En el huerto, retamas de alfalfa y algunos cardos junto a las paredes medio caídas y una vieja bicicleta en un rincón.

Me monto en ella y, antes de que llegue la noche, me dirijo a Aldearrubia, a cinco kilómetros, a ver a un familiar, por la antigua carretera N-620. Esta carretera atraviesa de parte a parte el monte adehesado de Orbeto. No hay coches ni ruidos. Solo un suave viento vespertino sopla a mi favor. La nueva autovía A-62 absorbe todo el tráfico rodado.

Voy contento y canturreando.


Al llegar al monte, me paro a descansar unos instantes, mientras apoyo la bici en el borde de la cuneta. Todo ocurre junto al llamado Camino de Vacas, que se adentra en el encinar por la parte norte. El campo huele a anchura y plenitud. Se respira, entre las encinas, una sensación de paz, tranquilidad y curiosidad.

De pronto, en el silencio, oigo pasos quedos a mis espaldas y escucho los fuertes latidos del corazón. En ese instante siento que no estoy solo. Una silueta se acerca por momentos entre las sombras del atardecer.

Al principio es solo eso, una sombra, una sombra creciendo sobre el asfalto de la N-620. Y no es frío lo que trae, sino calidez y serenidad. El sol ya se pone a sus espaldas sobre el horizonte de Helmántica, es un rojo intenso, y una brisa suave envuelve todo. Es felicidad, todo felicidad: esa es la palabra. Y una paz inmensa, y un inmenso asombro.

¡Por Dios! —exclamo—, ¿qué me sucede?

Es mi padre, Íñigo, muerto de un terrible cáncer hace ya más de cincuenta años.

En mi pequeño mundo, él fue un mito: en su modo de existir, se elevó sobre la vida, y la muerte fue el culmen.

Con él el pasado vuelve entre palabras balbucientes, y en la memoria las imágenes revolotean en desorden, pero llenas de vida. Los momentos cortos de los años primeros priman sobre décadas pasadas sin su compañía; once años de infancia, más que decenas de otros.

Con él vuelve la memoria feliz, la alegría del recuerdo de lo que fue el pasado para mí. Aunque no es fácil conseguir el retorno a la vida pasada.

Pero ¿de dónde vienes?

De otro mundo —me dice—. De un mundo de sombras. No solo de sombras, también de absoluto silencio. Somos muchos los que caminamos por él, pero ni nos conocemos, ni nos miramos, ni nos hablamos. Es una vida frenética: unos salen y otros entran. Algunos vuelven, pero a otros no se les vuelve a ver jamás. Todos parecen tener la misma edad. No se ven ni jóvenes ni viejos. Y las mujeres lucen en sus cabezas cabellos de seda.

He vivido en una gran penumbra, en un espacio sin bordes ni colinas. Todos los lugares están ahí.

A veces, se ve ese mundo a través de una espesa niebla, como si existiera, como si no existiera.

Alguna vez he leído —le digo cortándole su soliloquio— una frase en la novela de Herman Melville, Moby-Dick: «Los lugares verdaderos nunca están en ningún mapa».

Algunos los llaman fantasmas —añade—, pero yo los llamo almas, espíritus.

Me habla de su muerte. De una luz intensa, radiante y blanca, de una sensación de paz interior, con un fulgor único envolviéndolo todo. Era una belleza inmensa, indescriptible, singular, dice.

Y luego —continúa—, la mayoría de los hombres piensan que, entre los llamados muertos y los vivientes, existe un profundo abismo. Pero no es así. Los vivos caminan de continuo por campos llenos de légamo y también sobre multitud de cuerpos invisibles, pero que están ahí, imperceptibles y mudos. Ellos son los que nos contemplan.

Sabemos poco de todo. Todo se mueve sin casi saberlo: desde el nacimiento y también desde que morimos. Con una diferencia entre ellos: en los muertos, también muere el odio y el rencor. No así en los vivos.

Solo los que mueren pueden comenzar otra vida.

Sentados frente a frente los dos, lo miro con asombro de arriba abajo.

Estás delgado como la noche que nos dejaste hace más de cincuenta años; delgado, pero luminoso. ¡Cuánto sufriste aquel año! ¡Cuánto sufrimos todos! El cáncer te devoró en seis meses. Comías hielo para mitigar el infierno interior. Entonces no había los llamados cuidados paliativos. Ni cuidados, ni paliativos. Ni hospital. Todo sucedió en casa. Envejeciste en semanas lo que otros en años. De forma cruel. Los ojos se agrandaron, la mirada se hizo triste y las arrugas marcaron tu frente con hondas grietas. Tenías un rostro destruido y habías quedado en los huesos.

Me mirabas como buscando soluciones al estrago y yo bajaba la mirada para no verte. Porque no encontraba respuesta a nada de lo que necesitabas. Me decías: ¡Mucho estudiar, pero me tienes aquí abandonado! Nunca olvidé estas palabras en tu rostro demacrado.

Fue muy duro. Terribles días aquellos. No pudiste morir en calma, aunque sí rodeado de los que te querían de verdad.

Tu sueño de una vida ligeramente digna, tras la jubilación, terminó como terminan los sueños, de modo abrupto y casi repentino: te despiertas y es simplemente la leve luz de la mañana lo único que tienes. Y el cáncer… Será cierto que la pena va siempre con nosotros.

La muerte me parece una tomadura de pelo, y un timo vulgar la vida. Trabajar para una digna jubilación y morir apenas asomado a ella.

Sí. Pero todo queda atrás.

Pero tú moriste, y contigo se fue todo para la familia, sobre todo para la madre. El apoyo, tu presencia poderosa, tu sonrisa irrepetible. Todo se fue contigo.

Siempre te quise y te admiré. Y te digo que casi más cuando nos dejaste: el amor se hace más intenso porque no exige.

Quiero revivir contigo —me dice— el año clave en tu vida, cuando tenías once años, porque ocurrieron cosas que marcaron a Orbeto y a sus moradores para siempre. Quiero hablar de relaciones antiguas y de la dura vida de entonces. Y de por qué las campanas de la iglesia de San Miguel tocaron a arrebato y a conmoción en más de una ocasión.

Reviviremos, entonces —le digo—, lo que Borges llama «ese montón de espejos rotos», pues, en la vida, todo llega a esa conclusión.

Me llevaste tan pequeño a la lejanía que esa distancia me ha servido para ser otro. Ya tengo muchos años, más de los que tú tenías cuando nos dejaste, y en mi biblioteca tengo libros que nunca podré leer.

¡Cómo he recordado en todos estos años las palabras que, entre otras, me dijiste, camino del tren que me alejó del pueblo: «No nos decepciones, hijo, no nos decepciones»!

Eso he intentado con gran esfuerzo. Porque, en aquellos tiempos pasados, la gran decepción eran, sin duda, la penuria y la esclavitud.

¡Cómo me gusta oírte hablar así! —me dice mirándome a los ojos—. ¡Hay muchas cosas que no hice por ti, mejor, que no manifesté! Quiero vivirlas de nuevo contigo.

Revivir la vida —le digo— será como un libro nuevo con hojas viejas. Como ave que voló hace años cuando todo ocurrió ayer.

¡Vamos!, ¡adelante! —me dice.

2

Curso de 1950

Se lo dije ayer a usted con insistencia, camino del arroyo de la Fuente Grande: quizás no pueda marcharme. ¿Por qué? Porque no voy a poder vivir sin ustedes y sin los amigos.

Entonces acercó su mano a mis labios y dijo: quiero que tu vida sea muy distinta de la nuestra, y podría ser maravilloso, pues aquí no puedes levantar el vuelo.

Y yo le dije: eso me dicen todos, pero yo no lo veo así.

Pero en un momento de silencio embarazoso, me miró usted con tal fuerza y pasión que tuve que bajar la vista y decir: ¡Vamos allá!

¡Con todo, pienso volver para contemplar, en primavera, estos verdes campos y, en otoño, los oros meciéndose por las inmensas planicies de Orbeto!

.


.

Hoy no hay escuela. Doña Poli, la maestra, está indispuesta. Así que los cuarenta y cinco alumnos del pueblo nos quedamos sin clase.

Es el otoño de 1950. Mi madre Isabel ya está levantada y se ajetrea en la cocina preparando el desayuno. Mi madre es enjuta y menuda.

Crepita el fuego en la chimenea de la cocina. Es el único lugar caliente de la casa. Paja de cebada y heno aviva la llama para calentar un poco de leche recién ordeñada de la cabra del corral. Algún día prepara sopas de ajos, que llamamos viudas, para los días de fiesta.

Es para mí. Mi padre no toma más que un sorbo de aguardiente con algunas galletas maría.

Mi madre tiene la casa más limpia que la patena: es su distintivo, y así nos educa. Cose y remienda hasta lo indecible, iluminada por una débil luz eléctrica o por un candil, porque aquella falla con demasiada frecuencia.

A mi madre, Isabel Villanueva, le gusta reunirnos por la noche en torno al fuego de la cocina. Aunque apenas hay leña para mantenerlo; solo paja de trigo y de centeno. Recogida y llevada a casa de mil formas y maneras por la familia: mi madre, mi hermana y yo mismo. La leña es un lujo de unos cuantos. A veces, se utilizan hojas de pino y alguna piña recogidas de los caminos del pinar. Hay cepos en el monte, que arden de maravilla, pero es un dominio de particulares.

Ahí se guisan durante horas y horas, a fuego lento, las legumbres de todos los días.

Pero esas reuniones pocas veces suceden. Mi padre está más que cansado, deslomado sería la palabra. Más de una noche se acuesta vestido nada más llegar del trabajo. Y así amanece. Mi madre se acuesta a su lado sin hacer el menor ruido para no despertarlo.

Cómo me gusta escuchar la voz de mi padre; en su modo de hablar entiendo algo más de la vida de cada día. En su voz, alicaída a veces por el trabajo diario, se muestra la bondad o el desencanto según el momento; o la alegría o el miedo. A veces lo veo hablar solo. ¿Qué va usted murmurando mientras avanza el arado hendiendo la reja en el surco? —le pregunto—. La verdad es que nada; es un susurro de la vida, como una canción sin letra o sin música. ¿No ves cómo avanza el arado dejando su estela húmeda?

Al final, mi padre la mira, se acaricia el escaso cabello con sus rudas manos y me comenta con voz queda: ¡buen trabajo! ¡Será hasta bonito cuando crezca el grano!

Duermen las semillas en sus adentros detenidos y hasta se escuchan ya espigas en mareas nuevas.

Muchas veces, cuando mi padre llega del trabajo, es ya de noche y hace un frío de mil demonios. Mi madre lo mira en silencio; sus manos están encallecidas y en su cuerpo no sobra un gramo de grasa. Se acerca a él y mientras le acaricia su frente pregunta mirando las desconchadas vigas del techo de madera: ¿por qué tienes que matarte tanto para sacar esto adelante, maldita sea? Yo me hago con frecuencia idéntica pregunta —dice quedamente mi padre—. Y luego susurra entre dientes: ¡y que la riqueza de unos cuantos suponga la pobreza de tantos!…

Mi padre llama algunas veces a mi madre cariñosamente «¡muñeca!».

La costurera. Así le dicen otros. Friega los suelos rodilla en tierra y lava la ropa en una vasta pila del corral restregándola en una tabla de roble con jabón hecho en casa con restos de grasa y sosa cáustica. Frota y frota tanto que no he visto nunca ropa tan blanca y reluciente.

Lleva marcadas en su frente hondas arrugas y ojeras de cansancio acumulado. Sus ojos castaños son penetrantes. Pero su cara muestra tristeza de continuo. Es para mí la mujer de la tristeza. Introvertida y tímida hacia el mundo exterior.

Casi nunca se ríe. A lo más sonríe con cierta timidez, como si tuviera vergüenza de hacerlo. Lo mismo le ocurre con la manifestación de su amor: casi nunca lo expresa. Ni siquiera cuando todos bailamos en las eras del frontón del molino y suenan la dulzaina y el tamboril a destiempo y los pies se enredan en el laberinto del baile.

Ni nunca la oí cantar. Solo una vez. Fue en la fiesta del Lunes de Aguas. Cantaba y danzaba con otras mujeres del barrio. Creo que lo hacía por mi padre al que quiere con delirio.

Y cuando habla, su voz es un susurro.

Mi madre es la mujer del miedo: al hambre, a la reciente guerra civil de odios y venganzas, a la pobreza. La noche aumenta ese temor. No me gusta —dice— que tu padre viaje tan tarde por la carretera del monte. Además, esa destartalada bicicleta no es para viajar por ahí. ¡Tu padre no llega! ¡No me gusta este monte de noche! Mi padre ha ido a Rubicunda a ver a su hermana, bastante mayor y un tanto enferma. Para mi madre, el monte son las trincheras y el estruendo de las bombas y obuses de la guerra.

Sin embargo, hoy, en la chimenea de la cocina, humea el puchero que desprende olor a cocido, no muy intenso, pues los componentes no llegan muy lejos: los garbanzos pedrosillanos y algún tropiezo de chorizo y una punta de jamón. Casi todos los días lo mismo. A veces se complementa con una sopa de pan hecha con el caldo de ese cocido.

No ocurre así en la cocina del patrón al llegar por la mañana.

Mi madre no fue nunca a la escuela, pero borda, cose y plisa como nadie. Y con la maquina Singer traza costuras tan rectas como mi padre con la mancera.

Hijo —dice mi madre—, lleva a la señora Julia este hato con la ropa planchada. Ten cuidado no se arrugue.

La señora Julia vive en la calle de la Oliva, a cinco minutos de nuestra casa. Tienen una mansión amplia con arcos y portalejos típicos en la fachada. Me abre la puerta el señor Marcos, Manuel Marcos se llama. Ni me mira ni dice una palabra. Deben de ser también sefarditas o algo así, porque sobre la consola del vestíbulo se ve un cuadro, de marco dorado, que muestra una cornucopia con granada, alegoría de la abundancia, símbolo religioso judío según nos explican en clase, y el frontón del pueblo, con reflejos dorados. Es posible que a alguno de sus antecesores le gustara el juego de pelota. Debe de llevar allí años y años: no sé si el amarillo proviene de la pintura o del desgaste del tiempo.

Rico sí que es. Las huebras que posee son muchas.


Finalmente, sale la dueña y la saludo: ¿cómo está usted? Me coge la ropa y me da unos céntimos y, de regalo —dice—, unos torraos: son unos garbanzos asados y duros que se venden como golosina; es muy habitual eso en ella. Es una mujer fuerte de anchas caderas y habla de modo chillón todo el tiempo. Por eso es mejor hablar poco y terminar cuanto antes. Siempre la misma cantinela.

Somos sus sirvientes. Mi madre se pasa de cuidadosa. Algo es algo para seguir tirando.

Tú sabes bien que los esclavos solo sobreviven —añade mi padre—: no tienen ninguna vida que ganar. Yo lo escucho en cuclillas junto al ascua de la chimenea.

A mí me llaman Delfín desde antes de nacer y, según el momento, el Rubio, por el pelo, despeinado de continuo, con bucles a veces, o Aníbal, quizás por mi carácter. De pocos amigos, pero indispensables y entregados. El de Aníbal me lo puso un día doña Poli, la maestra, cuando de golpe, al subir al encerado, me llevé por delante dos pesados pupitres a los que faltaban media tapa y dos bisagras. Los tinteros rodaron por el suelo armando una buena zapatiesta. Pero esos apodos nacen de los amigos y compañeros de clase.

Tú naciste —me dice mi padre— cuando miles de soldados tiritaban junto a las trincheras. Pudiste nacer entre bombardeos.

No te extrañes de mi sabiduría en algunos momentos del relato. Todo se lo debo a mi amigo Rubén y a la maestra, doña Poli, muy versada en letras: nos contagia con citas de Unamuno, de Juan R. Jiménez, con su Platero, y de autores que llego a olvidar apenas salimos de la escuela.

El agua en Orbeto es gratis. Pero está en la fuente. Muchos días, con mi hermana Belén o solo, nos levantamos antes del alba para ir por agua a la Fuente Chica, del arroyo de las Fuentes; llevamos los cántaros de barro cocido en una carretilla o, a veces, en el hombro y en la cabeza. Son cerca de dos kilómetros de ida y otros dos de vuelta.

O salimos a recoger en el campo yerba para los conejos. Tenemos seis. Algunos son bicolores, blanco y negro. Hay todavía oscuridad en la calle.

No hay ni papel higiénico, ni en casa ni tampoco en la escuela. Las necesidades, en el patio, en el corral. Todo natural y necesario. Nos limpiamos con papel de periódico, si hay, y si no con un canto lo más rodado posible. Con un balde arrojamos al corral el agua de la cocina.

Hoy es fiesta en Orbeto, la Natividad de Nuestra Señora, y mi hermana Belén me viste con pantalón bombacho: me gusta porque es cómodo y holgado para correr y jugar. De color azul oscuro. «Ya vistes hoy de largo —dicen los padres, los vecinos—; ya eres de repente un hombre»

Mi padre aprendió de niño las labores agrícolas y se hizo un experto en la labranza. El mejor de Orbeto: así proclamado por unos y otros. Práctico y rentable en el uso de los instrumentos agrícolas y en el manejo de los tiempos. Y sobre todo, trabajador infatigable, honrado y fiel. Trabaja donde quiere y siempre es buscado por terratenientes y patronos de Orbeto. El mejor pagado, pero con unas soldadas de miseria y condiciones de trabajo deplorables. Nunca conocí a mi abuelo de Rubicunda, pero es indudable que dejó su huella en mi padre desde el primer momento.

¿Quieres venir hoy conmigo a las faenas del campo?—me pregunta mi padre.

Claro, ya sabe —a mi padre siempre lo llamo de usted— que me encantan el campo, los animales de la granja y los que viven en libertad. Todavía estoy en la cama medio dormido y un poco perezoso. Hace frío en la habitación y los cristales están ligeramente empañados. Mi padre sabe que hoy no hay escuela. A las siete de la mañana, la neblina lo envuelve todo. Apenas deja entrever los incipientes rayos del sol primero que se posan sobre los rastrojos de Orbeto.

Ir con mi padre al campo o por la calle es lo que más me gusta. Como si fuera el niño más importante del mundo. Sonríe casi siempre, aunque por dentro no sea así. Es alto, para mí altísimo, lleva pelo entrecano, con una leve calvicie.

Mi padre conoce cada palmo del pueblo. Conoce a los de fuera y a los de dentro de las casas. Y el silencio envolvente en todo momento.

La casa del patrón está a las afueras y el amanecer es distinto que el de las demás. Entramos por la puerta trasera, la del corral.

Buenos días —dice mi padre.

Buen día tenemos hoy —responde la abuela Ruth—. Es la madre de la jefa de mi padre.

Mi padre es jornalero. Un servidor.

En la siega dura, con la mancera del arado, subiendo al sobrao, sobre el hombro maltrecho y escaleras estrechas, costales de granos de todo tipo. ¿Cuántas fanegas sobre el cogote?

Trabaja para un empresario, de origen judío, de los más ricos del pueblo.

Hoy, y casi siempre, calza vetustas albarcas anchas, sujetas con cintas a una hebilla de cuero, sobre unos trapos de lona. Están gastadas por el uso y el tiempo. Le duran años. Yo, en cambio, llevo unas pequeñas botas un tanto duras y casi indeformables. Sus albarcas no son las hermosas sandalias inmortales, doradas, que nos describe en clase la maestra al hablar del poeta griego. No. Viste un pantalón de pana algo raído por el roce y el tiempo. Cubre su cabeza una gorra de tela gris casi deshilachada por el tamo y el sudor.

Padre —le digo con ingenuidad, camino del trabajo—: debería hacerse con otra gorra, la tiene muy vieja.

Sí, hijo. Pero ¿cuánto crees que gano por lo que trabajo? Somos pobres, y este sudor no es más que el reflejo de lo que somos: jornaleros. Somos esclavos, pero debemos serlo lo menos posible —le digo—. La España deprimida de estos años afecta sobre todo a los jornaleros del campo.

Mi padre desea que lo acompañe en el duro trabajo como un medio de pedagogía: no quiere que yo trabaje en el campo como él; quiere que me aleje de esa esclavitud moderna y estudie donde sea. Largas jornadas de trabajo por sueldos de miseria. Así es la vida de mi padre.

Mis padres me educan para que me vaya de Orbeto. Creen que el éxito vendrá si me alejo del pueblo donde mandan unos cuantos poderosos. Para ser «alguien el día de mañana»; es su muletilla: ser alguien, como si ellos no fueran nadie.

Doña Poli, la maestra, también nos dice con frecuencia que debemos aspirar a ser algo más que campesinos. Claro que se refiere seguramente a los hijos de los poderosos, no a los de los jornaleros, destinados, se supone, a ser siempre eso.

Pero yo no pienso igual. Claro que solo soy un niño. Tú crees —me dice mi padre— que esta vida adolescente es para siempre. Pero eso no es cierto; todo se acaba. Los hijos de los ricos salen a estudiar, eligen dónde y tienen dónde volver. Estás viendo cada día que no todos en este mundo tienen las mismas ventajas ni oportunidades. El pobre difícilmente tendrá trabajo aunque esté formado; y seguro que no será en Orbeto. Pero al menos le queda lo aprendido.

El nombre de Orbeto, según nos explica doña Poli, la maestra, significa agua en abundancia. Existe desde tiempos romanos.

Las casas son de piedra, y de adobe algunas; otras, de mampuesto y ladrillo. La fachada muestra poyo, arcos y portalejos típicos. Destacan la piedra dorada; algunos dinteles y jambas presentan elegante decoración, y la torre de la iglesia parroquial y la espadaña de la ermita de la Encarnación reflejan las mieses rubias del estío.

Las calles están casi siempre desiertas.

En el buen tiempo, en la avenida de San Francisco, cerca de casa, las vecinas salen a tomar el sol y a conversar mientras cosen, hacen calceta o zurcen los talones de calcetines y medias mediante el huevo de madera.

La iglesia de San Miguel posee un arco gótico. Sus torres aparecen desmochadas, como deconstruidas por la inercia del tiempo. Llama la atención que el recinto sacro esté rodeado de tumbas, entre las que crecen árboles, como el saúco, de corteza parda y rugosa, hojas ovales de punta aguda, de olor desagradable y bayas negruzcas.

Orbeto: una sinfonía de verdes suculentos, flores verdiamarillas, margaritas entre las roderas de los carros, avena salvaje, algunas flores rojas de brezo en los recodos, inmensos campos ondulantes con el suave viento y con la luz llena de matices y un azul intenso que deslumbra y crea claroscuros por doquier. Y la música que trae la naturaleza, y la del viento y la de los pájaros y la de los escasísimos árboles que acompañan el camino del arroyo de las Fuentes: eso es Orbeto en primavera.

En verano, planicies pardas, y nevadas, en invierno. Suaves ondulaciones, sin colinas ni montañas.

Y en otoño, no caen las hojas, no, porque apenas hay árboles en Orbeto, salvo el monte y el pinar, de hoja perenne. Pero sí

«Caen, caen los días; cae el año

Desde el verano»,

como nos escribía doña Poli, la maestra, hace dos días, en la vieja pizarra de la escuela al estudiar al poeta Jorge Guillén.

Aves y trinos por doquier: alegría bulliciosa cuando centenares de vencejos y golondrinas revolotean alrededor de la torre de la iglesia, sobre todo, cuando las campanas tañen a queda, a nublo, a arrebato, a difuntos o a repique en los momentos especiales. Y es que las campanas de San Miguel nunca expresan lo mismo. Siempre es un tañido diferente: obstinado, sombrío, confuso o de fiesta grande.

Simplemente, Orbeto al natural.

Pero también es severo en sus juicios. Orbeto, al que envuelve constantemente la quietud, es un pueblo duro. Al otro lado de la fachada, hay siempre miradas inquisitivas. Aunque su envolvente sea el silencio.

Orbeto es individualista por definición. Cada uno mira por lo suyo y no hay espacio comunitario decente. No se arreglan las calles, aunque hay posibilidades enormes; solo se acude a los organismos oficiales, sin apenas medios después de la guerra. Las calles, embarradas en invierno y polvorientas en verano. Sin aceras ni nada parecido.

El domingo todo el mundo se agolpa obligatoriamente en la nave de la iglesia. Parece la confraternización más universal. Pero los corazones son otra cosa. Hay un poder oculto tras los visillos de las ventanas que controla desde la sombra todo lo que ocurre.

No hay nada peor que una religión de preceptos sin espíritu. Se juzga todo —nos dice con inquietud dona Poli, la maestra— sin amar a nadie. Uno es puro, y el otro, pecador, por no ser como dicen las leyes religiosas, que, por otra parte, solo se cumplen hacia afuera.

Orbeto pudo ser un vergel: el río Guareña que, después de setenta kilómetros de recorrido, desemboca en el Duero, en Toro, divide al pueblo en dos, atravesándolo de oeste a este. El nombre de Guareña es de origen céltico y proviene, según doña Poli, la maestra, del valle del Garona francés y significa precisamente riachuelo, arroyo. Y así es a los principios.

Dos importantes pozos podrían surtir de agua a todo Orbeto. Pero hay que ir al hontanar a buscar el agua.

Numerosos riachuelos, charcas y arroyos van confluyendo unos en otros en desorden, apenas llevan un hilo de agua hoy, pero algún día seguro que sí, si no, no existirían sus cauces. No hay surco sin causa. Díselo a mi padre y a su rostro curtido. Numerosas especies de aves buscan refugio en estos pequeños humedales.

Orbeto es un pueblo antiguo. No hay cemento ni asfalto en sus calles, y los carros y, por momentos, los rebaños llenan los caminos. Cuando llueve en las calles aflora un barrizal pegajoso, sobre todo cuando las manadas de ovejas, de yeguas, de cerdos, retornan por la tarde a los establos.

En la actualidad viven en Orbeto algo más de seiscientas personas.

Hoy por la mañana, llegamos al corral del patrón por la puerta de carruajes, como siempre. El corral, más que largo, es amplio, muy amplio. En el cobertizo de la derecha hay dos carros, y cuatro arados con sus aparejos completos. Hay comederos para diversos animales: para Platero, para algunas ovejas, vacas de leche, etc.

Apenas se abre el portón, todos los animales se levantan y todo el mundo se pone en movimiento como si llegara la fiesta. No es para menos. Cada animal espera su ración matinal, el primer menú del día: alfalfa o paja de avena, heno, cebada, salvado y yero molido de propina. Un menú delicioso. A cada uno su ración y su carta. Cada mañana es un espectáculo el corral cuando llega mi padre. Bueyes, Belmonte y Frascuelo los primeros, vacas, el asno Platero, con sus orejas siempre al quite, ovejas, gallinas, pájaros diversos que anidan en los aleros del tejado: todos esperan su pitanza matutina.

Luego, todos beben en el abrevadero recién limpio. Y se oye la rumia apenas perceptible de los animales: un concierto lleno de matices mientras la aurora comienza a sembrar de alegría la naturaleza.

Ahora, por la puerta de casa, aparece el patrón y saluda a mi padre: ¡Buenos días, señor Íñigo! ¡Buenos días, señor Samuel! —responde mi padre.

Siempre se llaman de usted.

Toda la familia es sefardita, judíos nacidos en España u oriundos de este país. Orbeto, en tiempos pasados, albergó una importante población judía. Aún hoy hay descendientes, los sefarditas.

Helmántica fue en el siglo XII una especie de aldea judía, bastante más que una judería, tan importante como la de Toledo. Hoy, apenas queda nada: la rúa Nueva, centro neurálgico de la aljama judía, el Corral de Vecindad.

Tras la expulsión por los Reyes Católicos, la mayoría de los judíos de Orbeto, conversos, permanecieron en el mismo lugar con toda la familia, adoptando apellidos de cristianos viejos. Otros volvieron más tarde. Llegaron de Estambul, Marruecos, Salónica, Sofía, Bosnia, El Cairo…

Como en Béjar, es muy posible que, a finales del siglo XV, la población judía de Orbeto representase el veinte por ciento de sus habitantes, siendo la tercera en importancia por esta cuestión en la provincia de Helmántica. Hay datos de compraventas de tierras e inmuebles y sobre herencias.

Está comprobado que, antes de su expulsión, los judíos de este pueblo se incorporaron a la aljama de Helmántica. Eran lugares de economía floreciente. La aljama o clase privilegiada se componía de familias con prestigio secular. Eran ricos prestamistas y, otros, con grandes haciendas.

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9788413869766
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