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adán calatayud espinoza

CRÓNICAS DEL DESENCUENTRO (02-13)


Crónicas del desencuentro (02-13)

Primera edición electrónica: diciembre de 2020


© Adán Calatayud Espinoza

© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2020

para su sello Ediciones Catavento

APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,

San Martín de Porres, Lima

http://paracaidas-se.com/

editorial@paracaidas-se.com


Composición: Juan Pablo Mejía

Ilustración de portada: Eduardo Yaguas

Retrato del autor: Autorretrato


ISBN ePub: 978-612-48303-2-7


Se prohibe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.


Producido en Perú.

Algunas veces yo quisiera perder cierta sensibilidad.

«Bombas a Londres», Los Violadores

Tempo


¿Por qué demoras, Alfredo? Hay tanto por conversar, tengo tantas cosas que contar y preguntar, que no veo la hora en que dobles la esquina y te asomes despacio y con precaución para averiguar si el sujeto que descansa alegremente en tu jardín es un vagabundo, o si aquel tipo de «aspecto cuestionable», como diría Raphaela, es uno de los amigos que de improviso, por lo general, después de que la vida les da una patada, abordan el primer taxi estacionado frente suyo y tratan de escapar de Lima y no tienen una mejor idea que a ir a buscarte.

Ha pasado tanto tiempo desde mi última visita que encuentro tu casa un poco diferente. Hace un par de horas, cuando llegué, dudé incluso de que fuera la dirección correcta. No sé, lo noto en tu jardín. Parece estar al cuidado de los jardineros de esos elegantes fortines donde comíamos y bebíamos mientras hablábamos de música y literatura con aquellos amigos que, cada cierto tiempo, se asomaban por el Patio de Letras de San Marcos. Muchachos con un gran futuro por delante en alguna empresa de papá, que pretendían fungir de mecenas invitándonos a sus fiestas y reuniones. Como que al jardín le pasa algo, no es que no reconozca sus flores, sus helechos, pues tú siempre los cambiabas cada cierto tiempo. Creo, incluso, que lo hacías calculando lo que tardaríamos en llegar la próxima vez para recibirnos siempre con una nueva especie. Parece, más bien, que ya no eres tú quien se encarga de él. No encuentro el sutil descuido que ponías al cortar una hoja seca o un tallo podrido.

La última vez que estuve aquí, después de enormes dosis de vino y cerveza, prometí que en mi próxima visita mi estado de ánimo no estaría por los suelos. Aquella mañana me convencí de que uno debe ser honesto con los amigos siempre. Y eso de ir corriendo a contar las penas a cada rato, incluso exagerándolas, aunque sea obligación de todo buen amigo saber escuchar, es un acto muy ruin. Me preguntaba aquella madrugada por qué Lucho, Carlos, Ramiro y, sobre todo, yo, siempre buscábamos refugio en tu casa, y no encontré respuesta hasta mucho tiempo después, una noche en casa de Raphaela.

Su madre tenía planeado salir de la ciudad el fin de semana y Raphaela, en medio de unos besos que no hacían más que confirmar que nos deseábamos desde hacía mucho, me propuso pasar el día juntos, escuchando la música compuesta por aquel amigo del que tanto le había hablado. Sin embargo, a Raphaela su poca experiencia y la idea de hacerlo en casa de sus padres, la hicieron desistir. Días antes, por teléfono, con voz entrecortada, se disculpó y me dijo que mejor en otra oportunidad. Me contagió su miedo. Pensé en sus dieciocho años por cumplir, en el hecho de ser su primer enamorado y en mis desperdiciados treinta años. Lo mejor que pude hacer fue decirle que me esperara en su casa, que de todas formas escucharíamos tu música y que le iba a llevar una sorpresa.

Aquella tarde revisé mis bolsillos y descubrí que no tenía suficiente dinero para comprar las flores amarillas que tanto le gustan a ella. Había prometido sorpresa y debía llegar con una. Así fue que con el último centavo que me quedaba, llamé a Carlos y lo invité a casa de Raphaela. Esa tarde realizó su mejor acto: el del mimo «crítico de arte», como en nuestras antiguas veladas.

Nos divertimos mucho aquel día. Disfrutamos al máximo tu música y la rutina de Carlos, pese a que Raphaela y yo nunca dejamos de mirar nuestros cuerpos con ansiedad. En uno de esos inevitables intermedios en que se tiene que sacar el disco para voltearlo o para poner el siguiente en el equipo de sonido, me sentí el hombre más extraviado del mundo. Me encontraba al borde de la embriaguez cuando Raphaela soltó mi mano para colocar otro disco. Era la primera vez que se apartaba de mí en toda la noche y, aunque estaba a menos de un metro, sentí que, si en menos de dos segundos no tenía su mano otra vez entre las mías, el único lugar en el que mi existencia no resultaría absurda sería en tu casa, escuchando tu música, releyendo algún fragmento de la inédita novela de Lucho, apreciando las pinturas de Ramiro o escuchando los sabios comentarios de nuestro mimo crítico de arte.

Siempre existen lugares adecuados para uno, aunque sean escasos al extremo. Eso fue lo que comprendí aquella madrugada. Y mucho tiempo después, mientras Raphaela me llevaba de la mano por las calles de esta Lima que parecía estar de nuestro lado y empezaba a abrirme puertas para publicar y seguir escribiendo o, mejor dicho, volver a escribir, y a ella la dejaba conocerla sin lastimarla, me dije que eso de correr donde los amigos a contar las penas a cada rato, podía solucionarlo reuniéndome contigo y con los muchachos. Para contarles que, tal y como me lo habían aconsejado en más de una ocasión, estaba haciendo todo lo posible para empezar de cero con una muchacha encantadora por la que ya empezaba a perder la cabeza y que, para suerte mía, también estaba dispuesta a perder la cabeza por mí. Quería que conocieran a Raphaela y su inagotable energía, su gran habilidad para complicarse la vida con cosas insignificantes, y la facilidad con que resuelve problemas que a mí me parecen insolubles. Pero como la vida es una mierda a veces, y otras veces vivirla es lo más divertido que uno puede hacer, tuve que posponer nuestro encuentro cuando llegó la oportunidad de publicar en una pequeña editorial del extranjero. Era mi primer viaje fuera del país y, aunque conseguí que Raphaela viniera conmigo, sentí que una parte de mí se quedaba en esos abrazos de despedida y los deseos de buena suerte que esperaba de ustedes y que no pude recibir por lo repentino de mi partida.

Y así empezaron mis viajes. Cada cual más urgente y enredado que el anterior. De Bogotá a alguno de los países en los que mi editorial tuviera una filial. A mi regreso, un nuevo viaje pospuso una vez más nuestro tan esperado encuentro: la madre de Raphaela falleció y sus parientes decidieron enterrarla en su pueblo natal, un apacible caserío de Cajamarca y tuve que acompañar a Raphaela en su viaje. Hace menos de una semana llegué a Lima. No quería regresar sin ella, pero me pidió que la dejara sola un tiempo porque necesitaba pensar en muchas cosas. Una vez en la ciudad, empecé a buscar a los muchachos. De Carlos te puedo decir que anda de gira por el sur del país con un grupo de teatro. Ramiro prepara una exposición para dentro de un par de semanas y prometió venir con nuestras invitaciones en cuanto se diera un respiro. Lucho va a publicar su segunda novela. Y de mí te puedo decir que, aunque sigo sin un centavo en el bolsillo, gracias a Rafaela he aprendido a ver las cosas con optimismo.

Disculpa que insista, Alfredo, pero sigo pensando que aquí ha ocurrido algo. Hace un par de horas, para hacer más llevadera la espera, bajé a la playa a ver morir la tarde y de paso averiguar si no estabas nadando o tomando sol, y me encontré con nuestro amigo el buzo. Me saludó a lo lejos porque justo en el momento en que yo descendía los escalones del malecón, él se disponía a sumergirse. Levantó la mano izquierda y desapareció entre las aguas. Luego de unos minutos apareció con el brazo derecho en alto enseñando su preciado botín. Luego se acercó a la orilla y, ante mi curiosidad por el precio de sus mariscos, respondió, como siempre, que pescaba por diversión y que todo lo que conseguía del mar era para que su esposa le preparara algo para la cena y... «tal vez en otra ocasión tú y tus amigos podrían compartir la cena con mi mujer y mis hijos». Todo parecía igual, pero había algo extraño. Sentí que el mar, la arena, las aves, el cielo amarillo querían decirme algo que no entendía, o que tal vez no quería entender. Querían advertirme que esta sería la primera vez que, a pesar de la larga espera, no te iba a encontrar. Y como para contradecir a la playa, nuestro amigo el buzo entraba y salía del mar enseñando lo que conseguía en cada incursión, saludándome con el brazo en alto, diciéndome «todo sigue igual, no ha pasado nada, como siempre el tiempo se ha olvidado de esta parte de la ciudad».

Así estuve un buen rato hasta que decidí echarme a dormir en tu jardín.

Hace un par de minutos me despertó el vigilante. Es hora de que aparezcas por alguna de estas calles, Alfredo. No importa si no es por tu calle acostumbrada, de lo que se trata es de que llegues en este preciso momento y desmientas lo que acaba de decirme ese imbécil. El muy hijoeputa quería echarme a patadas, pensó que era un vagabundo que merodeaba la zona con intenciones de robar, y estuvo a punto de hacerlo de no haberle preguntado por el vigilante anterior, que resultó ser su jefe. Fue entonces cuando dijo: «ya que lo conocen por aquí, joven, haga lo que quiera, quédese sentado en esa piedra, duerma en el césped, no sé, pero le repito que el joven Alfredo ya no vive aquí. Y tampoco va a venir. Él falleció hace un año, mientras nadaba. Su madre dijo que nunca más quería ver el mar y vendió la casa».


Raphaela tuvo una idea excelente. Ayer, los muchachos y yo compramos un ramo de flores y junto con las novelas de Lucho, una acuarela que Ramiro pintó para la ocasión, mi libro de cuentos y los guantes blancos de Carlos, preparamos un atado que nuestro amigo el buzo se encargará de llevarte. Esperamos que lo recibas con la misma alegría con que nosotros recibimos tus discos de parte de tu madre. Si no estás, nuestro mensajero lo dejará en algún coral poblado de peces de colores. Chau, Alfredo, los muchachos han prometido venir no solo cuando estén jodidos.

Pictures of you


I’ve been looking so long at these pictures of you

That I almost believe that they’re real

I’ve been living so long with my pictures of you

That I almost believe that the pictures are

All I can feel.


The cure


No habías cambiado el pantalón, los zapatos, la chaqueta blanca de la chica de la farmacia por la minifalda de denim, las pantimedias oscuras, las botas marrones, el polo rojo escotado y la casaca de cuero de tu Flaquita. Eso, lo sabemos bien, era, es y será imposible. Entonces por qué esa necesidad de asomarte cada noche, madrugada o amanecer por aquella vieja farmacia para hablar con ella, a qué se debía el malestar, la contrariedad que te inundaban cuando cambiaba de turno y no la encontrabas al término de tantos naufragios. No, no cambiaste a tu Flaquita meditabunda por aquella muchacha risueña que soñaba con darle orden y sentido a tu vida. Todavía te inundabas de ternura al recordar su cabello corto, su nariz respingada, sus ojos inquisidores, su cintura de avispa, sus senos pequeños y aquel diminuto lunar al final de su espalda. Sin embargo, con el paso de los días, luego de tantas noches borrosas, madrugadas inconscientes, amaneceres ácidos, con la cabeza estallándote, sin darte cuenta, habías empezado a desear que las atenciones de aquella muchacha que vestía de blanco se prolongaran las veinticuatro horas del día, como anuncia el letrero de la farmacia donde trabajaba.


Seis de la mañana, invierno. En Lima empieza a amanecer y la neblina desaparece lentamente; de la noche solo queda la densa humedad que se respira en el aire. Al final de una calle estrecha, una farmacia aún conserva encendidos los letreros de neón. En qué le puedo servir, joven. Necesito algo para el dolor de cabeza que tendré más tarde.... Tómese un... Y algo que me quite las náuseas... Ah, es para su resaca, ¡va a despertar con una cara! ¿Cómo...? Tómese esta, joven, le quitará el malestar sin intoxicarlo. ¿Cómo se llama? ¿Para qué quiere saber mi nombre, joven? Me refiero al medicamento. Ja, ja, ja, perdón... Restablex, se llama Restablex. Dame dos y cruza los dedos para que me haga efecto. Tome una al despertar y otra cuando haya comido algo. Está bien, gracias. ¿Ha comprado aquí antes? Creo que sí. ¿Vive cerca? Sí, hasta luego. Vaya con cuidado, joven... ¡espere! Dime. Olvidó su vuelto.


Sábado, 2 de la mañana, tercera noche sin dormir, perra vida. Deberíamos estar yo en mi cama —el burro por delante—, y usted, Japonesa, en el armario, junto a la rusa y la alemana. ¿Qué hacemos tan lejos de casa? Si pudieras hablar dirías que ganándonos los frijoles. Te pareces a mi madre, ella también diría que «al mal tiempo, buena cara». Primero tomemos un trago, Japonesa, vamos a la barra. Sí, uno en las rocas, gracias Marcela. Los adolescentes bailan en el patio, alrededor de la piscina, mientras los adultos conversan en la terraza. Otro cumpleaños de ‘niño bien’. Parece que hoy acabaremos temprano, Japonesa, tenemos lo que necesitamos: personas alegres, adormecidas, deseosas de posar para una fotografía. Un grupo de chiquillos se acerca a la barra, piden unos tragos y hacen bromas. ¿Podría tomarles una foto con la anfitriona?, ¿sí?, sonríe Marcela. Se acerca un nuevo grupo de adolescentes y hacemos lo mismo. Ahora es el turno de unos señorones. Eso, caballeros, péguense a Marcelita, vamos, muestren su vaso con el dibujo del caminante, así, que se aprecie la marca. Levanta la botella, Constanza, así está muy bien, que se vea la etiqueta roja. Llena los vasos sin derramar, ponle un removedor, dale una vuelta y listo, entrégaselo a ese chiquillo que no te quita los ojos de encima. Unas cuantas fotos más y podremos irnos, Japonesa, piensa en lo que le vas a contar a la rusa y la alemana: otra fiesta en La Planicie, empezamos en La Encantada de Villa, luego Chacarilla del Estanque, ayer fue Rinconada Alta, dos Black party, y la semana pasada Las Casuarinas y Camacho, dos fiestas de Green Label; van a decir que te estás apitucando, Japonesa. Por supuesto, señoritas, todas las que quieran, una; me haría el favor, señor, son para la marca, dos; claro, también para la página de sociales, tres; espera, Japonesa, una más; ese grupo de chiquillas nos llama. Listo, terminamos. ¡Espera, espera! Mira a tu derecha sin voltear, despacio, sí, ella, la de minifalda jean. ¿La viste? Es una muñequita, ¿no? Dispara. ¡Maldición, se movió! ¿Se habrá dado cuenta? No podemos irnos, Japonesa, tenemos que tomarle un par de fotos, ella tiene que posar para nosotros.


II


¿Cuántos recuerdos se pueden borrar? ¿Cuántas cosas se pueden recordar a medias? ¿Cómo y por qué empecé a fijarme en ella, Japonesa? ¿Cuándo se volvió una necesidad? El tiempo transcurre en círculos y solo recuerdo las noches enteras que pasé trabajando en el mismo tipo de fiestas y reuniones, sin sentir ni pensar, tomando las mismas fotografías, en una mano la cámara fotográfica y en la otra un vaso de whisky, a veces una copa de vino, Japonesa. Y el jefe de la agencia que amenaza con despedirme. Unas botas marrones, una minifalda jean, una casaca de cuero, unos ojos negros, enormes, tristes, que a pesar de su pena brillan con intensidad y dicen adiós. Noches, madrugadas, contemplando la ciudad desde la ventana de un taxi, cambiando de ruta una y otra vez, en busca de una que fuera interminable, respondiendo sí, no, me aburrí, por favor déjeme dormir, a las preguntas del taxista. A veces: ponga este disco, por favor, Wilfredo, pero que solo suene la primera canción, disculpe que no quiera hablar con usted, pero quiero escuchar esa canción todo el viaje.

La chaqueta blanca, el cabello castaño, la carita redonda de la muchacha de la farmacia, sus preguntas, sus bromas, se confunden con esos recuerdos, Japonesa. Pertenecen a un tiempo cercano y sin embargo constituyen imágenes tan borrosas como aquellas. ¿Desde cuándo el taxista empezó a poner esa canción sin que se lo pidiéramos? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que desapareció la Flaquita? ¿Cuándo fue la primera vez que le pedimos al taxista que, en lugar de llevarnos a casa, nos llevará a esa vieja farmacia al final de la calle, Japonesa?


Por qué me miras así, no soy el demonio. Normalmente, cuando despierto estoy solo. Por si acaso no ha pasado nada... ¿Cómo llegamos hasta aquí? Cuando llegaste a comprar tus pastillas para la resaca, no podías ni caminar, pensé que podías caerte en la mitad de la calle y te dije que esperaras a que llegara mi reemplazo para acompañarte a tu casa; decías que necesitabas hablar con alguien y te sentaste en el suelo, de espaldas al mostrador. Supongo que me quedé dormido. No, dijiste muchas cosas, yo creí que eras de los que hablan poco, parece que anoche se te pasó la mano con el alcohol. ¿Qué dije? Cosas tristes; hablaste de tu trabajo, dijiste que al principio te gustaba porque tenías que ir a un lugar distinto cada noche, que gracias a eso conoces la ciudad como la palma de tu mano, que si yo quisiera podrías llevarme a los lugares más elegantes de Lima, a sitios más o menos y hasta a los lugares de mala muerte. Por lo menos esta vez no empecé diciendo que lo odiaba. Todavía no he terminado; después dijiste que con el tiempo se volvió un infierno, que empezaste a odiarlo porque te aburría hacer las mismas cosas siempre, los lugares y las personas se repetían, y que si no renunciabas era porque un día conociste a alguien muy especial. ¿Dije algo más? Mientras caminábamos a tu casa estuviste callado, pensando en la musaraña, pero cuando llegamos te pusiste como loco, empezaste a decir que odiabas a unos caminantes porque se la llevaron, «una madrugada aparecieron, azules, verdes, dorados, con sus botas, sus bastones y sus sombreros de copa y la subieron a un avión que partió rumbo a Milán». ¿Y supongo que después me dormí? Como un bebé, y como no encontré la llave, me recosté en el mueble; fin de la historia. Gracias por ayudarme a llegar hasta aquí. De nada, caballero. ¿Te puedo invitar el desayuno? ¿Qué vas a preparar? Tengo café de sobre, algo de pan de molde, tostadas y puedo comprar jamón en la bodega de la esquina. Mejor báñate para que se te pase el malestar, ya debo irme. Gracias, si hubiera alguna forma de compensar tantas molestias, solo dilo. No han sido molestias, pero hay algo que quiero saber. ¿Qué cosa? Cuéntame esa historia de los caminantes. No creo que sea el momento. ¿Y cuándo será el momento? Cuando deje de imaginarlos.

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61 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786124830327
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