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La espera y otros relatos oscuros
Abel Gustavo Maciel
La espera y otros relatos oscuros
© de los textos: Abel Gustavo Maciel, 2020
© de esta edición: Editorial Tequisté, 2021
Corrección: M. Fernanda Karageorgiu
Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo
Ilustración de tapa: “La muerte” por Laura Suárez
1ª edición: enero de 2021
Producción editorial: Tequisté
contacto@txtediciones.com.ar
www.tequiste.com
ISBN: 978-987-4935-62-5
Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723
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LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA
Maciel, Abel Gustavo
La espera y otros relatos oscuros / Abel Gustavo Maciel. - 1a ed. - Pilar : Tequisté. TXT, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4935-62-5
1. Literatura Fantástica. 2. Narrativa Argentina. 3. Cuentos. I. Título.
CDD A863
A mi compañera de vida
Laura Suárez
Asesinándome…
Lo miré a los ojos.
Podía sentir aquel vacío que precede al infierno tan temido, presto a derramarse como un balde de pintura sobre nuestras cabezas.
Su mirada brillaba extrañamente. Una mezcla de súplica e infame cobardía teñía esas pupilas que por primera vez cobraban sentido en mi visión de sicario decidido.
La música se filtraba por las grietas de aquellos muros salpicados de humedad. La orina y el perfume rancio de los ambientes sin ventilación se mezclaba produciendo un olor dulce y nauseabundo. En esos momentos reconocí la escala en mi mayor jugueteando en la guitarra; el bajo acompañaba la cadencia de blues dibujando los momentos como cosecha tardía, un instante previo a la disonancia que arruinaría el armónico. Sin embargo, el obeso anglosajón llegaba justo a pulsar la base de la menor que le otorgaba sentido al movimiento. Y Clara, flotando en su letargo anfetamínico, estaría fumando su décimo cigarrillo y contemplando a los músicos en la irrealidad del paisaje noctámbulo, oscuro, perdido en alguna fisura de la inconsciencia.
De todas formas, la visión se retiene en los espacios virtuales de la mente. Tal vez se trate de algún mecanismo de memoria sutil, pero tengo dudas de esta explicación. Por supuesto, les viene bien a los incrédulos que andan dando vueltas por allí y otorgándole a la vida una exegética demostrable a partir del sentido del tacto. Esto es parte de una cultura milenaria que cuesta despegar del sistema de creencias. Para mí el asunto es otro. Indudablemente, el poder de visión va más allá de los ojos vidriosos que contemplo cada mañana después de una noche blanca.
El escenario se bifurcaba delante de mí. El baño y sus reducidas dimensiones abrían un espacio ubicado a la derecha de aquella pantalla y luego, sin solución de continuidad, transformaba su campo molecular en humo espeso de donde emergía el escenario de madera y las cabezas extraviadas detrás del entramado nocturno.
Cuando lo vi surgir en el espejo supuse lo peor: se arrojaría sobre mí con la voracidad de los perros rabiosos y me golpearía con la furia contenida por años y años de esclavitud. Aquella sensación la había tenido otras veces. Resultaba una mezcla de horror irreal acompañado de aromas tan diversos como palpables. Un coro de ángeles o demonios, no me resultaba sencillo distinguirlos, modulaba por lo bajo lo que parecía ser un susurro melodioso.
Sin embargo, el embate no resultó tal cual lo esperado. El desgraciado avanzó con paso vacilante. Parecía haber consumido algunos tragos en el empotramiento que lo gobernara hasta segundos antes, tropezó con su pálida sombra apenas dibujada en la baldosa y cayó pesadamente a escasa distancia de mi posición.
Su cuerpo temblaba y un gimoteo de niño asustado llegó a mis oídos. El coro de ángeles/demonios cesó en su melódico derrotero y el blues ejecutado a unos metros de distancia, pared de por medio, gobernó la escena. Entonces, mi visión se volvió circular, inquisidora, concentrada en aquella silueta desvalida y echada a escasa distancia de la mía.
Al principio me invadió la urgencia de levantarlo, socorrerlo, acomodarlo con delicadeza nuevamente detrás del vidrio donde había permanecido empotrado durante tantos y tantos años. Pero esa urgencia se disolvió en el lado oscuro de mi corazón, tan rápido como se había precipitado. Y la memoria inmediata procedió a evaporar la pulsión bastarda. Ahora, el vacío cubría los territorios donde el alma bifurcaba sus apetencias.
Percibí el deslizamiento de las escobillas susurrando sobre el metal cobreado. Era un colchón de murmullo impersonal. «Mejor así», creo que pensé. Después de todo, el momento no debía transformarse en liturgia religiosa. Tal vez pagana, sí, pero lejos de toda fe.
Los labios de ella se curvarían con un gesto compulsivo, agradable quizás, pero ajeno al movimiento voluntario. A veces tenía esos rictus. Dicen que obedecen a impulsos internos, modulados por los campos inconscientes que se filtran por las grietas del alma, las mismas que resquebrajan en la danza diurna el muro de Berlín, construido entre aquello que verdaderamente somos y la proyección representada para los demás.
Clara apagaría el cigarrillo aplastándolo contra el cenicero. Algunos ojos libidinosos deglutirían el movimiento como si fuera un mensaje sensual irradiado a los vientos. Aquella remera de franjas color carmesí le quedaba bien, se ajustaba a su torso incitando a los lobos a alimentarse del contenido. Mas había en ella una marca solo visible a las miradas noctámbulas: el brillo de cazadora sedienta acechando en pos de su presa.
Era una mujer-abismo, esas que se abren en la intimidad del cuarto para devorar las almas de quienes intentan poseerla. Y aquella era mi noche, mi intento, mi posesión…
Clara, felina y preparada; la música sinuosa y proveniente de un espacio abstracto detrás de los azulejos; la escala en dominante de si; el perfume a orina y encierro reprimido quedaron detrás de la escena. Solo percibía aquel cuerpo tembloroso desparramado en el piso, el color indefinido de las baldosas y ese espejo de bordes manchados vacío de imágenes y reflejo alguno.
El arma se materializó en mi mano derecha. No recordaba haberla ocultado entre las ropas y, por supuesto, su procedencia me era desconocida. Aquellos detalles carecían de importancia. ¿Qué más da el olvido cubriendo los insumos de un sicario, o el acervo molecular respondiendo a un viejo deseo de liberación?
Caminé un par de pasos y apunté a su cabeza. El movimiento repercutió en todo mi ser como un registro de otros momentos en la existencia. Quizás esa impronta de sometimiento había sucedido en los bucles temporales que se replican una y otra vez, una y otra vez, reflejo sin fin de dos espejos enfrentados con un ángulo de inclinación que asegura la recurrencia. La Memoria solo capta lo finito en el bucle de un Propósito. La simultaneidad de otros acontecimientos le resulta indiferente. Tal vez por esto la vida tenga sentido…
En respuesta al movimiento me miró directamente a los ojos. Allí estaba el brillo de siempre, el gesto burlón, la soberbia de quien se siente dueño de la escena, la tiranía de unas pupilas insinuando un “te lo dije” y ese atisbo de sonrisa matinal acechando en la seguridad del espejo…
La música en el salón atenuó el rugido seco de las dos detonaciones. ¿A quién le interesa lo que sucede en el baño de un cabaret?
Me senté nuevamente frente a Clara. Su mirada anfetamínica encontró finalmente la mía. El color de sus labios hacía juego con el carmesí de la remera.
—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó, con expresión distraída.
Intenté sonreír, pero sabía que jamás volvería a realizar tal gesto. Las palabras, entonces, me parecieron pronunciadas por otro.
—Es que estaba… asesinándome.
Él, ella y ellos
Ella me visita de noche.
Es transparente a los avisos previos. Me he acostumbrado a esas apariciones repentinas, perfumadas de un aroma místico similar al de los sahumerios en los velorios, más allá de una despedida molecular, y adornadas de flores silvestres.
Se materializa en el living de la casa, delante de la puerta balcón que la separa del jardín de otoño, allí donde los árboles derraman sus hojas secas cubriendo la hierba preocupada en no crecer.
En los últimos tiempos me he planteado sobre la necesidad de sus apariciones. Al principio, como era lógico de pensar dada la extraña contingencia de sus visitas, creía que se trataba de una impronta asociada exclusivamente a mi persona. Luego, en la medida en que los acontecimientos se fueron desarrollando, comencé a dudar de esta afirmación. De todas formas, más allá de la locura implícita en la trama de estos encuentros, la dependencia que mi alma fue adquiriendo resultaba indudable.
Su figura, en principio, me parece etérea. La proyección tarda unos minutos en estabilizarse. Y la bruma que la rodea también toma su tiempo en disolverse. Una vez precipitada la escena, su sonrisa se hace cargo de mis miedos. Entonces, puedo contemplarla sin culpas.
En esos momentos intento navegar su bajorrelieve femenino, dotado de claroscuros insidiosos que se pierden en la profundidad de los abismos no asequibles a los sentidos de superficie. Luego, me atrapa el sentimiento de impronta prohibida. Lo producen los seres virtuales cuando han decidido transponer las fronteras asignadas por la razón divisoria de la realidad.
El cuerpo irradia fragilidad, al igual que la sustancia que lo constituye. Sin embargo, se muestra firme al tacto. Pero esta circunstancia es solo eso, una circunstancia derivada de otra, y de otra y de otras…
Su cabellera es rubia y cae como libre catarata sobre los hombros. La túnica dorada, de una sola pieza como suele resultar común entre los seres imaginarios, acompaña el alineo cubriendo de manera cómplice un cuerpo desnudo.
El primer encuentro fue desagradable. Tal vez influyera lo espontáneo de la precipitación. O simplemente respondiera al terror que siempre he sentido por las mujeres.
—¿Por qué me llamaste? —preguntó a quemarropa, sin abandonar esa sonrisa que sabía penetrar la coraza de mi armadura.
Contemplé esos ojos centellantes, faros nocturnos suspendidos en la bruma densa de un puerto clandestino. Ella miraba a través de mí sin dejar de controlar cada uno de los movimientos. No me agradaba el timbre de su voz, mezcla extraña de autoritarismo y reclamo de niña solitaria en busca de un abrazo protector. Ella podía ser ambas cosas a la vez y muchas otras también. Rápidamente caí en cuenta de la desnudez de mi alma frente a esos ojos palpitantes.
—¿Por qué me llamaste, niño desvalido? —insistió desde su sonrisa endiablada.
—Pero… yo no…
Supe entonces que la nuestra sería una relación asimétrica, un vínculo enfermo —como diría un psicoanalista desde la comodidad de su sillón asimétrico—, una relación matizada por la estereotipia de la experiencia amo–esclavo. Sin embargo, en esos primeros encuentros no resultaba importante esta disonancia. Los campos inductivos se hacen cargo de todo tipo de asperezas y cubren en su resonancia los accidentes del bajorrelieve.
Ella bajó de su pedestal, virtual por supuesto, y señaló el único lecho de dos plazas emplazado en el recinto. Mi departamento en esas épocas era reticente en mobiliario.
—Hoy lo haremos rápido, mi amor…
“¿Mi amor?”, pensé entonces. Nada de esto es real, me dije. La piel etérea, la túnica dorada, la cabellera cayendo sobre los hombros y mi oculta necesidad de pertenencia; ilusión, partícula buscada por la cuántica moderna tan lejos del átomo como el viento de la piedra que erosiona.
—No creas que siempre será así. —Su rostro denotaba fingido arrepentimiento. De todas formas, sabía yo que el tono en su voz tenía ese dejo de autoritarismo de los líderes políticos, acostumbrados a lograr el vínculo de dependencia mediante expresiones melosas y siempre correctas.
En esa primera noche descubrí su virtuosismo histriónico y aquella extrema capacidad manipuladora.
—Es que en un rato debo reunirme con unos amigos y haremos una fiesta un tanto… especial.
Dejó escapar una risita contagiosa. Sus ojos se achicaban cuando lo hacía, hasta transformarse en dos ranuras alargadas. Era una dulce expresión de niña traviesa que me gustó, debo admitir.
—No te hagas problema por los detalles. A veces me voy de boca, amigo mío. Por supuesto, respetaré al pie de la letra las condiciones del contrato que nos liga.
—¿El… contrato?...
Aquella muchacha no dejaba de sorprenderme. A poco de estar balbuceando todo el tempo temí que me considerara un idiota o algo parecido. Entonces, adopté un aire de mayor seriedad.
—A lo mejor yo te parezca un tipo que…
Pero ella se mostraba decidida a no escuchar mis palabras vacilantes. Me condujo a la cama desarreglada que esperaba a un costado del ventanal. Solía dormir por las noches sobre aquel colchón desvencijado. En esos momentos lo miraba con otro tipo de angustia, la del reo sometido a la prueba de la verdad.
“Es que ella… ella no sabe que yo… que jamás he… ¡Por mil demonios, se va a dar cuenta la desgraciada…!”, pensé, con la desesperación de quien no tiene otra salida.
Todo condenado sabe que no podrá superar la prueba, no puede hacerlo dada la necesidad de cumplir la sentencia previa. Así funciona “la culpa”. De todas formas, en la primera noche estas cuestiones no resultaban demasiado claras en medio de la confusión de los acontecimientos.
A partir de esta circunstancia, el mundo circundante comenzó a transformarse en objeto persecutorio. Soy una persona voluble, lo sé, pero hay una energía especial en la esquizofrenia de persecución. Quizás se trate de alcanzar cierta notoriedad para quien ejerce este rol. Si el perpetrador te persigue significa que tu persona reviste un grado de importancia en su trama de relaciones. Esto calma la ansiedad de saberse observado, pero solo en un cierto punto.
En tanto ella me desnudaba con manos profesionales y dotadas de habilidad para esos menesteres, creía ver detrás del ventanal a mis guardianes diurnos. Ellos son silenciosos y pacientes. Espían desde las sombras. Sus almas frías y aplicadas al protocolo de vigilancia los obligan a contemplarme desde la clandestinidad.
Durante el ciclo diurno ellos manipulan mi mente. Incorporan los programas a cumplir en tanto el sol se desplaza en el techo de esta prisión: trabajo, una familia, reuniones sociales en las celdas de otros prisioneros, el noticiero televisivo y las demás rutinas correspondientes a la vida impropia.
Creo que se sienten invisibles, tal vez los gobierne una poderosa omnipotencia. Sin embargo, puedo ver sus siluetas estilizadas y ocultas detrás de los arbustos en el Jardín de Otoño. Empero, su proceder no me genera odio. Después de todo realizan su trabajo. En las prisiones los roles deben cumplirse. Esto lo aprendí contemplando a los esclavos que dedican sus vidas a rutinas que consideran propias. Por supuesto, desconocen las fuerzas invisibles induciendo sus comportamientos. Si estas acciones no fueran ejecutadas diariamente, siguiendo las costumbres culturales dispuestos para tales efectos, las paredes de las prisiones personales, el piso, el cielo abovedado y nuestra conciencia de fronteras se disolverían. Entonces, solo quedaría esa libertad tan temida…
—Tranquilo, tranquilo, mi amor, yo te ayudo… Para eso estamos aquí, ¿no es así? —murmuraba ella, desnuda a mi lado con su piel blanca y sedosa.
Intenté responder en vano al requerimiento. Cualquier frase que se acomodaba en mi cabeza me parecía idiota, o al menos impertinente. Aquella figura etérea me subyugaba. De una cosa estaba convencido: mis guardianes no habían programado su presencia en la soledad de mi departamento.
Al cabo de un corto tiempo la intrusa me acarició los cabellos con actitud maternal. Ahora la sonrisa era tierna y comprensiva.
—No te preocupes, querido. Estas cosas suelen suceder. A veces las energías las tenemos en otra parte y la mente nos juega una mala pasada. He visto flaquear a gladiadores con muchos combates en sus prontuarios. Debo marcharme ahora. Te dije. La fiesta con mis amigos…
Los guardianes diurnos, ocultos detrás del ventanal, contemplaban mi defección con rostros serios y calculadores.
La dama cubrió su cuerpo con la túnica de una sola pieza y me dirigió una última mirada.
—Mañana a la noche, como dice el contrato, nos volveremos a ver.
—¿Qué…? ¿El contrato?...
Y así como se había materializado en mi cuarto, sin otro preámbulo que su propia decisión, el cuerpo desapareció con un pequeño destello color ámbar. Entonces, un perfume misterioso invadió mi mente. Aquel había sido nuestro primer encuentro.
La promesa de volver a vernos la noche siguiente me produjo gran angustia. Busqué cobijo en el lecho y rápidamente caí en los brazos de Morfeo. A esas tierras mis guardianes no pueden llegar. Algo había aprendido con el descubrimiento de la prisión diurna. Los sueños acontecen más allá de esta celda de vigilia.
Las actividades amparadas por la luz que ciega resultaron tan rutinarias como mis expectativas lo esperaban. Nueve horas realizando tareas previsibles en el Museo de Ciencias Naturales donde cumplía mi condena diaria, otras cuatro horas recibiendo adoctrinamiento en una universidad local, regreso a mi celda personal con la promesa de parte de mis amigos de visitar el Jardín Botánico durante el fin de semana.
Ella, según lo estipulado en el contrato, se materializó durante la noche tal como lo había hecho en el primer encuentro. Lo hizo nuevamente frente al ventanal. Yo la esperaba desde hacía una hora, impaciente y dispuesto a intentar otra impronta entre las sábanas. Me excitaba imaginar la fiesta con esos amigos a los que suponía promiscuos y libertinos como ella misma se insinuaba.
Contemplé la catarata color oro cayendo sobre los hombros, las pupilas diminutas y aquella piel casi transparente. Supe entonces que deseaba su presencia. Ella, en forma irremediable, despertaba el esclavo que había en mí…
—Tardaste —se me ocurrió balbucear. Cuando la palabra me pareció impertinente no pude evitar el sonrojarme.
Sonrió, ajena a mis sentimientos.
—Un poco, es cierto. El contrato dice “por las noches”, querido. No especifica horario. Además, tenía que desandar el camino de la fiesta. Mis amigos… a veces se vuelven un tanto… pesados. ¿Te acordás? Ayer te dije…
—Sí, sí. La fiesta… —respondí, nervioso.
Durante un segundo la sonrisa pareció borrarse de su rostro. Fue tan solo eso, una ilusión óptica, seguramente. Ella jamás perdía el control de la situación. Era buena contratista y sabía cumplir los compromisos asumidos.
Con movimientos torpes la empujé sobre el lecho y me abalancé con el deseo de romper aquella maldición. El ambiente se asumía pesado y el silencio era buen rector de mis movimientos. Durante el día había pensado mucho en ella. La mente es territorio de los guardianes, pero por lo general prestan poca atención a tus pensamientos. Quizá les parezcan estructuras de bajo monto. La omnipotencia gobierna a esos dioses.
Después de meditar el problema lo suficiente, decidí que una violación anularía sus pretensiones de regreso en los días siguientes. En realidad no me gustan las violaciones. Luego de acontecer y según la violencia aplicada, dejan un sabor amargo y una extraña situación de soledad. Sin embargo, estaba convencido de algo. Su juego era diferente. El empleo de la violencia a veces resulta necesario para atemperar la pulsión interna.
Cuando procedí a rasgarle la túnica comenzó a reír a carcajadas. No comprendía el motivo de la risa y el rencor fue refugiándose en mi corazón. Furioso, apresuré las maniobras hasta que la impotencia se transformó en mi obsesión.
Ella reía sobre mis oídos con la indulgencia de la que era capaz. Los movimientos, compulsivos y agitados en un principio, fueron aquietándose con la naturalidad de un destino presagiado. Sentía la respiración a flor de piel. Su cuerpo, suave y cálido, acompasaba mis urgencias con actitud maternal.
Luego del forcejeo final, vencido, abandoné mis pretensiones y ella dejó de reír. Comenzó a acariciarme los cabellos lentamente. Permanecimos tirados en el lecho uno junto al otro cual si fuéramos viejos amantes. Poco a poco fui tranquilizándome. Sentía las miradas de los guardianes custodiando la situación ocultos en el entramado del Jardín de Otoño. Eran gélidas, como de costumbre. Y calculadoras…
Aquella noche ella me contó un cuento que ahora no recuerdo. El tiempo fue pasando, furtivo, entre las sábanas. Sus dedos acariciaban mi cabeza con movimientos sensuales en tanto hablaba suavemente. Pensé en el contrato y la situación me pareció absurda. Sin solución de continuidad me entregué a Morfeo como viajero de los mares diurnos retornando al hogar.
Entonces, creo que tuve una pesadilla. Cuando desperté, ella se había marchado. Pensé en la túnica rota y de nuevo me invadió aquel sentimiento de culpa.
Las noches se fueron sucediendo y la estereotipia se apoderó de las acciones. La dama etérea precipitaba su presencia con aquel perfume misterioso cautivando el ambiente, el intento fallido de violación, la túnica rasgada, esas risas estridentes retumbando en el departamento, los guardianes observando en silencio desde sus refugios en el Jardín de Otoño, el cuento sumergiéndose en el olvido y el territorio de los sueños anestesiando mi conciencia. Creo que la pesadilla era siempre la misma, pero no lo puedo aseverar.
Por supuesto, aquella sucesión de eventos ajenos al deseo de mis deseos logró consolidarse como obsesión persecutoria. La naturaleza asimétrica gobernando nuestro vínculo se fue revelando en la medida en que aquella sensación de sometimiento acrecentaba su reinado. El miedo suele ceder su lugar a la impotencia; esta se transmuta en desenfado, cruel e irracional; finalmente, el odio termina por ocupar la parada.
Durante el ciclo diurno, exigido en lo laboral dado el frente externo o administrando vínculos con los amigos, “otros” impropios que sentía lejanos a mi pequeño espacio de pertenencia, ella se precipitaba en mis pensamientos.
Ya he mencionado el desinterés de los guardianes sobre la naturaleza de mis construcciones mentales. O tal vez fueran ellos mismos quienes las instalaban con el propósito de otorgarle geometría a mis rencores. De todas formas, sentía disponer de cierto grado de libertad para ocuparme de la dama etérea en mis fantasías.
La veía allí, proyectada en mi pantalla mental con su aspecto inocente, resguardado su cuerpo por una túnica delgada e incapaz de ocultar la perfección de esas formas. Con la desfachatez de quien se cree dueño de sus pensamientos, jugaba con la silueta desgarrando aquella tela tal como lo hacía todas las noches, sintiendo el contacto con una piel delicada al tacto y unos senos esquivos, tan esquivos como mis propios movimientos, embargados por la premura de un acto sexual solo existente en los escenarios virtuales, donde la mente toma posesión de la cinética en un mundo adolescente de inercia molecular.
Deseaba poseerla con la impertinencia de todo infante dispuesto a ejecutar una impronta que lo supera. Podía extender el brazo y acariciarla con la premura del ladrón furtivo. Sin embargo, la sabía inalcanzable como esa felicidad que, cuando estamos prestos a aprehenderla, se retira unos pasos y nos contempla desde una nueva posición, allí, cercana, sí, cruelmente cercana…
Observando desde sus escondites diurnos, ellos podían percibir mi decepción. Me preguntaba si esas ópticas de dioses impersonales les permitían comprenderla. Pero ¿cuál podría ser el motivo de aquel segundo movimiento? ¿Cómo pueden los dioses gélidos, creadores de la existencia externalizada, comprender el sentido de la Ausencia?
Aquella noche ella se materializó en el living, delante del ventanal. Esta vez rompí el libreto y permanecí sentado en una de las dos sillas disponibles. Sentía el frío metal abultando mi bolsillo. Como podrán imaginar, no estaba dispuesto a seguir ese juego estereotipado. Entonces, creí ver en su rostro cierto dejo de contrariedad. La sonrisa de siempre lo ocultaba.
—Hoy llegaste a tiempo —comenté con frialdad. No podía evitarla.
—Así parece, amigo. De todas formas, ya te dije… el contrato no estipula horarios. ¿Qué querés hacer esta noche?, ¿eh?
—Hablar —respondí secamente mientras señalaba la otra silla—. Sentate, por favor.
Al principio ella pareció titubear. Un brillo extraño produjo reflejos en sus ojos. La sonrisa lo cubrió rápidamente. Caminó con pasos gráciles hasta sentarse frente a mí. Por primera vez pude ver su rostro a corta distancia, sin apuros, sin obligaciones. Lentamente comencé a arrepentirme de mis intenciones.
—¿Querés hablar, che? Si ese es tu deseo, hablemos…
Ella se ubicó en la silla a escaso medio metro de mi posición. Se la veía distendida, confiada en el vínculo que nos unía desde hacía un buen tiempo. Su aspecto era relajado, como de costumbre.
—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, querida? —pregunté con voz insegura.
Al escuchar mis propias palabras, sentí que era otro quien hablaba. Resulta interesante descubrir que podemos ser muchos otros habitando un mismo cuerpo.
—Pues… no lo sé. No me acostumbro a medir el tiempo en la escala que ustedes usan.
—Ustedes… ajá. Bueno, yo puedo decírtelo. En estos meses aprendí algunas cosas a partir de nuestra relación. Hoy, justamente, cumplimos un año, querida.
Durante un segundo me pareció percibir un dejo de contrariedad en su rostro. Pero rápidamente desapareció aquella expresión, como si solo se tratara de un espejismo motivado por mi deseo salvaje.
—Será un año, entonces. Como vos digas. De todas formas, bien sabés que eso no tiene mucho sentido para mí. Pero lo acepto. —Volvió a sonreír—. Seguramente has medido bien el tiempo, mi amor.
—Sí, sí. Lo hice, “mi amor”. Estoy acostumbrado a medir bien las secuencias.
—Entonces, ¿de eso vamos a hablar hoy? ¿Del tiempo?
Hice una expresión vaga con mis manos. Una respuesta instintiva en la necesidad de controlar mis impulsos.
—No, no. Simplemente mencionaba la peculiaridad de este momento. El aniversario, digo.
—¡Ah, por supuesto!... —dijo ella tras una breve risita—. Una vuelta alrededor del sol. Eso debe ser, ¿no es así? Hablaremos de aniversarios, si eso es de tu interés. Sabés que te visito para complacerte.
Hice caso omiso al comentario. El metal comenzaba a molestarme en el bolsillo. Su mirada penetraba mi alma sin misericordia. Ocultos en el Jardín de Otoño unas sombras se movieron de manera imperceptible.
—Mirá… vos mencionaste un par de veces el asunto del contrato. Una formalidad que nos vincula durante todo este tiempo. Me gustaría hablar de eso.
—¿Hablar sobre el contrato?... —La sonrisa había desaparecido de aquel rostro angelical.
—Sí, sí. Eso. Explicame lo del contrato. Es una cuestión que me intriga… y mucho. ¿Quiénes te contrataron?, ¿eh? ¿Acaso fueron… “ellos”?
Las sombras detrás del ventanal avanzaron un par de metros en dirección al living.
—¿“Ellos”, decís? —repitió la dama etérea. Nuevamente su risa rompió el silencio instalado en el ambiente. De repente, me sentí vulnerable—. Así los llamás, ¿eh? Bueno, quizás sea una buena forma de nombrarlos… “Ellos”… sí, me parece simpático.
—Entonces, esto del contrato es con… “ellos”.
La muchacha abandonó aquella sonrisa que representaba un escudo natural. Me miró durante tiempo prolongado y habló con gran suavidad:
—Por supuesto, querido mío. Todavía no lo has descubierto. Pero eso no importa. Así y todo, debemos cumplir con el protocolo establecido. Vení, niño mimoso. Tal vez en este aniversario podamos consumar lo estipulado.
Me sentí atraído hacia su cuerpo. Las sombras, próximas al ventanal, se agitaron bajo la luz de la luna. La túnica dorada de nuevo se rasgó. La desnudez de aquella silueta evanescente cubrió todo mi campo perceptual. Las formas eran exaltadas por el perfume que invadía el ambiente.
Su piel blanca y delicada rodeó mis manos y el deseo emergió de los abismos. En tanto sentía hundirme en aquel océano de aguas oscuras, metí la mano en el bolsillo y extraje el objeto tan temido.
La hoja de doble filo penetró el cuerpo. Una, dos, tres veces. Al principio sentí la inercia de su carne. Había especulado mucho con esa sensación. Temía que su figura se desvaneciera entre mis brazos y regresara al mundo de fantasía de donde creía provenir.
Luego, el movimiento se mostró indiferente. Lentamente, el brillo de sus ojos se fue apagando. Sin embargo, la sonrisa permaneció adornando un rostro que jamás olvidaría.
El murmullo furtivo proveniente de la ventana se hizo presente. Ellos estaban allí, observando desde la clandestinidad en el Jardín de Otoño. Por supuesto, habían firmado el contrato; ahora lo sabía.
Contemplé la hoja de la navaja reposando en mis manos. La sangre en el metal estaba ausente. Tampoco manchaba el cuerpo tendido en la cama. Su figura, con exasperante lentitud, se fue disolviendo en el aire. En tanto lo hacía, irradiaba el destello color ámbar que precedía sus apariciones furtivas.
Una furia arrolladora se apoderó de mí.
—¡Hijos de puta!... —grité con voz salvaje.
Ellos firmaron el contrato. Ellos lo habían hecho. Las cláusulas resultaban ineludibles. Me convirtieron en un asesino. Estaba escrito desde el principio, desde aquella primera noche acaecida un año atrás.
“Los voy a enfrentar…”, me dije con gran decisión.